Han causado un gran revuelo en los corrillos políticos, la prensa y la opinión pública en general las recientes expresiones del escritor Mario Vargas Llosa llamando a votar en la segunda vuelta por la candidata Keiko Fujimori. Lo ha hecho desde su columna habitual «Piedra de toque», que se publica en diversos medios del mundo hispanoamericano. En realidad, no sorprenden las palabras del afamado novelista, si tenemos en cuenta su propia evolución en materia política, desde el viraje notorio que experimentara hace algunas décadas desde su inicial militancia en posiciones de izquierda hasta su adhesión al liberalismo en los años finales de la Guerra Fría, cuando empezó a cantar loas y ditirambos a los regímenes de Margaret Thatcher en el Reino Unido y de Ronald Reagan en los Estados Unidos, exponentes emblemáticos del neoliberalismo que se impuso en Occidente como el modelo único e indiscutible que debían seguir los países para alcanzar el progreso y el desarrollo.
Lo que sí causa estupor es el caso singular de que sea un
apoyo hacia quien representa un movimiento que él mismo combatió desde que se
produjera el golpe de Estado del 5 de abril de 1992, cuando el presidente
Fujimori propinó a la joven democracia peruana uno de los ataques más arteros
de los tiempos recientes, copando todo el poder, avasallando las instituciones
representativas del Estado, persiguiendo encarnizadamente a los opositores e
instalando un gobierno de corte autoritario que, con el pretexto de la lucha contra
el terrorismo, que debió ser combatido dentro de los marcos legales, cometió
aberrantes violaciones a los derechos humanos, poniéndose al mismo nivel que
las fuerzas subversivas que decía detestar, con un saldo sangriento de miles de
inocentes muertos o desaparecidos que hasta ahora no han recibido la justicia a
pesar del tiempo transcurrido.
Es deplorable en un intelectual de la altura de Vargas Llosa
oír argumentos tan febles y excretar lugares comunes, de un simplismo barato,
repitiendo lo mismo que dicen por estos lares los políticos demagogos que
abundan a raudales, como la cantaleta aquella de que un gobierno de izquierda
significaría para el Perú parecerse a Venezuela, Cuba o Nicaragua. Lo repiten
tanto, como si fuera un mantra o una oración laica, que da que pensar. Lo puedo
comprender en medio de una campaña, donde los eslóganes y las frases buscan un
impacto en el elector, pero no en el pensamiento de un ensayista u hombre de
cultura. Sabemos perfectamente que no hay dos experiencias políticas iguales en
el mundo, que asimilar la realidad de un país al de otro es tan ingenuo y
racionalmente indefendible, que su lógica termina ahogándose en su propio
silogismo. La complejidad de un país como el Perú, con sus propias
características, idiosincrasia, historia y cultura, no puede compararse, por
más fórceps ideológicos que usen sus apologetas, con ningún modelo que se haya
dado en el mundo, por más que se trate de un país vecino latinoamericano, pues
más allá del común idioma u otros rasgos que nos puedan asemejar, se trata de
otra construcción identitaria.
Se quiere difundir el miedo entre la población a través del
fácil recurso del “anticomunismo”, como lo han dicho abiertamente tanto los
líderes de la agrupación Fuerza Popular (FP), como algunos de sus ocasionales
corifeos, en cuya militancia encontramos desde los ultraconservadores, como el
impresentable señor López Aliaga y sus desaforados desahogos limítrofes, hasta
los exponentes más conspicuos de este liberalismo a la peruana, como el señor
Pedro Cateriano, pasando, cómo no, por los remanentes del aprismo cadavérico
que rezuman todo su odio a través de las redes sociales, y algún sector del
acciopopulismo que estuvo de parte del golpe del año pasado, miembros de un
partido que hace más de medio siglo también fue víctima de una campaña similar,
cuando su joven candidato de aquella época, y no sé si sabrán esto los
balaundistas de hoy en día, fue acusado igualmente de “comunista”, con afiches
repartidos por todo el país llamando a no votar por la amenaza sediciosa que
encarnaba, según ellos, el fundador de Acción Popular. Así que este jueguito
infantil no es nuevo, me recuerda aquella fábula de Esopo “Pedro y el lobo”,
donde un avieso pastor pretende atemorizar a sus vecinos apelando a la llegada
de la fiera sólo para burlarse de ellos, con un final que ya todos lo
conocemos.
Otro argumento que esgrime el novelista es el de la
libertad, que según él estaría mejor defendida en un probable gobierno de la
señora K. Basado en especulaciones, en hipótesis personales, en prejuicios
rebatibles, piensa que un gobierno fujimorista estaría en mejores condiciones
de garantizar las libertades que uno del candidato Castillo. Creo que olvida
adrede que fue precisamente el régimen de un Fujimori el que conculcó las
libertades ciudadanas en la década del oprobio; que la libertad fue pisoteada
vilmente por la gente que estuvo en las riendas del poder en los años de la
infamia; que, finalmente, la libertad es un concepto relativo cuando están de
por medio también valores tan importantes como la dignidad y la honra de un
país. Porque de eso se trata al fin de cuentas, pues no todo es la economía, el
modelo que ellos quieren salvar como si fuera la panacea, sabiendo que ese
modelo es el culpable de la crisis que atravesamos, porque bajo el disfraz de
un aparente crecimiento, se esconden abismales desigualdades que los señoritos
encastillados en la capital no quieren ver, tildando de brutos e ignorantes a
quienes no votan como ellos, no piensan como ellos. La pandemia precisamente
está desnudando esas profundas injusticias e inequidades que muchos se
empeñaron en ocultar.
No es pues la libertad el mejor razonamiento para avalar a
la candidata del fujimorismo, salvo que sea la libertad para robar, asesinar y
desaparecer, como se hizo en el gobierno de su padre, siendo ella la primera
dama después del trato cruel e infame que recibió su madre, a la que aquella
jamás defendió, aupándose al poder para recibir jugosas propinas de su padrino
Montesinos –dinero que salió del erario público–, lo que le permitió estudiar
en carísimas universidades norteamericanas, al igual que sus hermanos. O
libertad para perseguir a representantes de las instituciones autónomas del
Estado, como el que sufre ahora mismo el fiscal José Domingo Pérez, artífice
del caso Lava Jato, donde ha reunido abundantes pruebas que incriminan a la
señora K, para quien ha solicitado treinta años de carcelería. O libertad para
presionar a los medios de comunicación, como el despido de la directora
periodística de dos importantes medios televisivos, en una evidente y mañosa
vuelta de tuerca de la mafia que a toda costa quiere impedir el triunfo del
señor Castillo, que encabeza las primeras encuestas para la segunda vuelta, lo
que ha ocasionado gran alarma entre la derecha bruta, achorada y privilegiada
de siempre.
Pero el argumento que me hiela la sangre es aquel en que desliza
la posibilidad de que haya un golpe de Estado militar si triunfa el candidato
de Perú Libre (PL), en una suerte de velada amenaza, sutil advertencia al
elector, para que no vote por quien él libremente decida hacerlo. Es decir,
sólo si ganara la señora K estaría asegurada la vigencia de la democracia. Me
consterna oír palabras así de la boca de un hombre que desde la ficción y desde
el análisis ensayístico mostró siempre su reprobación absoluta a los regímenes
militares, y que se mostró tolerante con las más diversas tendencias políticas,
aun con aquellas con las que discrepaba abiertamente. Es una de las expresiones
más antidemocráticas que le he escuchado al Premio Nobel. Tal vez la
decadencia, no sólo física sino también intelectual, pueda explicar una postura
como ésta. Es patético que el líder moral del antifujimorismo, el referente
ideológico de los valores democráticos de las últimas décadas, el garante
tácito de los gobiernos recientes, el oráculo de nuestra institucionalidad
republicana, pida votar por un partido que encarna precisamente todo lo
contrario, tanto por sus antecedentes que están frescos en la memoria de la
gente, como por su presente siniestro en el período presidencial que concluye.
El peruano humilde y sencillo, aquél que no se siente parte
de la repartija que los poderosos han realizado con nuestras riquezas, no puede
tragarse el cuento chino que le quieren contar por enésima vez. Ese peruano no
olvida lo que significó para su país La Cantuta, Barrios Altos, Pativilca, las
cuentas extranjeras de Montesinos, el grupo Colina, los quince millones de CTS
para el asesor, las miles de mujeres esterilizadas contra su voluntad, la
humillación de los magistrados del Tribunal Constitucional, el emporcamiento de
las Fuerzas Armadas, la compra de la línea editorial de los medios de
comunicación, los vladivideos del deshonor y cuarenta casos más que no
alcanzarían en estas breves líneas. Sólo de imaginar el rostro de una de las
madres de los estudiantes asesinados en la universidad La Cantuta, bañada en
llanto por la irreparable desgracia de perder a su hijo de esa manera,
reviviendo su tragedia ante el indulto que la hija pretende otorgar al dictador
–promesa que a Vargas Llosa le parece legítima, aunque no la comparta– me impide
pensar ni un segundo en la posibilidad de votar por el partido de marras.
Además, dicha medida sería un imposible jurídico, como lo zanjó hace unos años
la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Soy un fervoroso lector de Vargas Llosa, he leído con gran
placer varias de sus espléndidas novelas y con gran admiración sus enjundiosos
ensayos, atesoro sus libros en un apartado especial de mi modesta biblioteca, pero
casi siempre he discrepado con sus opiniones en materia política; no cometería
el desatino de ofenderlo ni agraviarlo con acusaciones muy simplistas apelando
a su condición de personaje célebre del jet set internacional, ni menos a su
calidad de ciudadano español con título nobiliario incluido, mas la deriva de
su pensamiento político no deja de apenarme, y cuando recuerdo a aquel muchacho
que militaba casi en la clandestinidad en la célula Cahuide, no me queda sino
comprobar que el ser humano puede ser dos o varios a lo largo de una vida, y
que los años y el tiempo lo llevan a uno por caminos inusitados, de los cuales
tal vez uno mismo es más culpable de lo que parece, más allá de que seas un ser
gris y anodino o un gran pensador y referente intelectual de tu época.