Luego de dos años de alejamiento por causas naturales, he
regresado a Jauja a pasar lo que se suelen llamar unas vacaciones. Es la
primera vez que llego por avión, después de haberlo hecho unas cuatrocientas
veces por tierra, desde que salí de la ciudad hacen ya cuarenta años
justamente. Lo hice para seguir estudios superiores cuando tuve la ventura de
ingresar a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en 1982, un 4 de abril
que no se ha ido de mi memoria. He vuelto cada año varias veces durante mi
época de estudiante, en viajes tortuosos por una ruta que al principio fue
interesante, pero que luego se hizo insufrible por los estragos del ascenso a
las alturas en medio del invierno o en condiciones insalubres.
El descenso esta vez fue novedoso, luego de un vuelo de
treinta minutos desde la capital. El clima era despejado, el aeroplano
sobrevoló por breves minutos la verde campiña del valle del Mantaro, dejando
entrever un paisaje impresionante con el hilo metálico del río corriendo en
medio de feraces sementeras y de poblados diseminados a ambas orillas. Los
ondulados cerros violados, ocres y parduscos enmarcaban una vista fabulosa a
esa hora de la tarde, con un sol cenital que aún alumbraba la alegre faz de la
provincia. Cuando la nave se posó en tierra, sabía que se iniciaban unas tres
semanas de reencuentro entrañable con la tierra que fue testigo de mi irrupción
en este mundo hace ya un buen puñado de años.
La ciudad ha cambiado muy poco desde que la dejé hace dos
años, cuando acudí a ella para una cita familiar. Este año tampoco se celebra
como siempre la fiesta del 20 de Enero, sin embargo los lugareños se las han
ingeniado para realizar sus reuniones privadas y no perder la costumbre de
escuchar, cantar y bailar los vistosos ritmos que acompañan a la afamada
festividad del valle. Caminar por el casco histórico es una honda experiencia
de añoranza y nostalgia, reviviendo momentos gratos, divertidos y tristes que
hacen parte de toda vida. Apena comprobar que las aceras de muchas de las
calles se encuentran en mal estado, cuarteadas y con grietas, mientras que
otras tienen toda la apariencia de ser nuevas, con calzadas relucientes y
lisas. Transitar por el histórico jirón Junín, convertido hace algunos años en
una vía peatonal, es tomarle el pulso a la pequeña urbe con sus locales
remozados, sus novísimos comercios y sus habitantes que discurren plácidos en
medio de vendedores ambulantes, cantores y músicos de ocasión y algunos
visitantes que se detienen a observar los detalles de ciertas casonas y
construcciones antiguas.
Un recorrido por los cuatro puntos cardinales de la ciudad
nos entrega vivencias renovadas de misterio, encuentros inéditos con paisajes y
espacios que fueron parte de mi infancia, pero que vistos a la luz del tiempo
adquieren una fisonomía inédita, como si los años transcurridos los hubieran
dotado de significados y símbolos desconocidos. Explorar sus cuatro costados es
una aventura fascinante. Por el oeste se sitúa el famoso cerro Huancas, en sus
laderas se ubica el distrito de Yauyos, antiguo pueblo de mitimaes durante el
Incanato. Por el otro extremo está el legendario barrio de La Samaritana, mi
barrio, adonde ascendí para observar desde un collado el imponente escenario de
la ciudad, dominado por los típicos tejados ocres, salpicados por algunos
techos de calamina, un material que disuena en la andina arquitectura colonial,
así como las ventanas de cristales azulados de ciertas construcciones modernas,
un elemento de huachafería que disuena en el conjunto urbanístico de la ciudad.
Pero en lontananza se pueden otear las líneas caprichosas de las colinas que en
el fondo trazan la figura de un inca dormido, a cuyas orillas se encuentra la
mágica laguna de Paca.
Por el norte caminé por el Jr. Junín hacia la salida de los
pueblos ubicados en el valle de Yanamarca, que es también el camino que conduce
a la provincia vecina de Tarma. Por primera vez tuve ocasión de ingresar al
local de lo que en mi época se llamaba colegio 501, clásico rival del colegio
500, donde estudié toda la primaria. El local es amplio, conserva sus viejos
pabellones al lado de modernas construcciones. Atravesando el patio principal
se accede a un campo deportivo, donde un grupo de niños entrenaban bajo la guía
de un profesor. Los truenos empezaban a sonar en la lejanía, el cielo se iba
encapotando por el lado este, señal de que se avecinaba la lluvia, uno de los
espectáculos más fascinantes de la serranía, aquel que siempre extraño cuando
me encuentro en la desértica costa. Por la vía que va hacia la laguna se han
levantado nuevas edificaciones, como el moderno local del Concejo Provincial de
Jauja, casi enfrente de aquel que ocupa el del seguro social. Más allá está el
recinto que alberga el Colegio Nuestra Señora del Carmen, construcción que tiene
ya algunos años y donde funciona la primaria de dicho colegio de mujeres.
Hacia el sur la visita obligada es al Colegio San José,
emblemático de la provincia, en cuyas aulas cursé la secundaria. Totalmente
remozado, es casi otro al que yo conocí en los años 80. Posee nuevos
pabellones, un comedor escolar, salas para talleres de música y un estadio muy
bien conservado, con césped sintético y una vaquilla que nos recibe con miradas
desconfiadas. De rato en rato muge de extrañeza, y cuando nos retiramos nos despide
con un largo mugido como quejándose del abandono en que la dejamos nuevamente
en esa su soledad desapacible. La avenida Ricardo Palma es la que conduce al
centro educativo, a la vez principal ingreso a la ciudad. La antigua estación
de trenes luce abandonada, por un tiempo funcionó como terminal terrestre, pero
ahora está cerrada. Cuántas veces tomé el tren del ferrocarril central para
dirigirme a Lima, o arribé esas tardes soleadas para pasar una temporada en el
querido terruño.
Hacia el este se llega por el jirón Grau directo a la plaza
Santa Isabel, donde parte una alameda hacia el cementerio general de Jauja. De
allí continúa una carretera hacia los confines de la ciudad, se cruza un
pequeño río llamado Yacus para internarse en los pueblos de Huertas, Molinos y
otros. Los paisajes son majestuosos, con amplios sembríos de maíz y papas,
mientras un variado ganado pace a sus anchas por entre la verdura de los
campos. La visita al cementerio es un paso obligado por esta ruta, para visitar
las tumbas de los familiares cuyos restos reposan allí desde hace décadas. Me
detengo especialmente en los de mi madre y mi abuelita, dos mujeres fabulosas
que se han convertido para mí en mis manes preferidos de una religión personal,
llamémosla así, cuyo culto se escenifica en el recinto más íntimo de mis
sentimientos.
Breves incursiones a algunos poblados de la margen derecha e
izquierda de la carretera a Huancayo, marcan los días de esta visita anual.
Esta vez le toca el turno al distrito de Mantaro, situado a 20 minutos de la
ciudad, donde luego de recorrer la calle que conduce a la plaza, y de ser
partícipes de una misa de difuntos en su pequeña iglesia, nos sorprende al
retorno un chaparrón descomunal que nos obliga a ponernos a buen recaudo bajo
el techado de una bodega. El clima en estos meses de verano es caprichoso,
puede amanecer bajo un simpático sol que da a la atmósfera un aire caluroso, y
de pronto cubrirse de nubes y precipitarse una lluvia con truenos, relámpagos y
rayos atemorizantes. A veces es un verdadero diluvio, pues el agua cae a
cántaros que convierten a la ciudad en una pasajera sucesión de riachuelos que
descienden de occidente a oriente, o prolongarse toda una noche, sintiendo uno
el monótono golpeteo de los tejados como una música natural que acompaña los
sueños.
Otro día visitamos el cada vez más famoso y turístico cañón
de Shutjo, situado en las márgenes del distrito de Canchayllo, una desviación
de la carretera central cercana al pueblo de Pachacayo. Es un imponente paraje
natural con inmensos farallones que flanquean un cristalino río que discurre
por el medio de la quebrada. El ascenso a sus picos es agotador, el más elevado
se sitúa por encima de los 3700 metros sobre el nivel del mar. Desde esta
cumbre la vista del paisaje es impresionante y vertiginosa. Sobrecoge la manera
cómo la naturaleza ha tallado estas moles gigantescas a lo largo tal vez de
milenios. El recorrido completo se hace en dos horas aproximadamente, el
desafío de la montaña y sus empinados desfiladeros constituyen todo una excitante
aventura para el visitante.
Saliendo un poco de los límites de la provincia, el
siguiente paradero es el centro arqueológico Wawi Wawi, una extraña y
caprichosa formación rocosa que tiene la apariencia de bebés atamalados, pues
en el quechua del centro el nombre significa precisamente bebé-bebé. Está
localizado en el centro poblado de Matahulo, del distrito de Mito, provincia de
Concepción, fronteriza con Jauja. Desde la cúspide de estas puntiagudas
conformaciones geológicas se puede divisar todo el valle del Mantaro, incluso
una parte del valle de Yanamarca, así como los místicos nevados del
Huaytapallana hacia el sur, por la zona de Huancayo. Y aquí en esta ciudad, la
capital de la región, conocí por fin el tan mentado Parque de la Identidad, un
parque temático donde se exponen las figuras más notables del arte de la
provincia, entre compositores, intérpretes y músicos que dieron lustre y
resonancia al folclore huanca. Una lluvia menuda nos acompañó durante el
recorrido, dándole un atractivo adicional a este paseo por un extracto de la
cultura de la región.
Para concluir, haré notar la aparición de algunos cafés y
restaurantes en Jauja, reconfortantes muestras del auge de la gastronomía y la
tertulia en la provincia, así como alternativas de gran interés para el viajero
que busca novedades culinarias y paisajísticas donde recrear y entretener sus
horas de ocio. Esa es, pues, la imagen provisional de Jauja que entrego después
de este último contacto con la tierra, de cuya savia y humus tomaré nuevos
bríos para enfrentar los apabullantes retos que no dejará de ofrecernos el año
que empieza.
Lima,
16 de febrero de 2022.