Revisaba la prensa ese viernes 12 de agosto, cuando una
noticia en primera plana de la edición digital del diario El País de
España me acogotó. Cuando se aprestaba a dar una charla en un centro cultural
de Chautauqua, a pocos kilómetros de la colosal urbe estadounidense, un joven
de 24 años saltó al escenario y acuchilló repetidas veces al novelista. Heridas
profundas en el cuello, el vientre y el rostro lo dejaron ensangrentado en
medio del desconcierto general. Un par de guardias de seguridad subieron
inmediatamente y sujetaron al atacante, mientras Rushdie era atendido por los
organizadores. Un médico, que se encontraba entre los asistentes, le pudo
brindar los primeros auxilios indispensables. Enseguida, un helicóptero
trasladó al herido a un hospital de Pensilvania para recibir la atención
necesaria.
Se sabe que el victimario tiene origen libanés y que habría
militado en Hezbhollá, una organización radical islámica que se caracteriza por
sus prácticas violentas. Pero la raíz de todo este embrollo viene de 1988,
cuando Salman Rushdie publicó su polémica novela Los versos satánicos,
donde según los censores musulmanes se ridiculiza y profana la figura de
Mahoma, su máximo profeta. Es así que el Ayatholla Jomeini, extinto líder
religioso iraní, lanzó una famosa fatwa condenando a muerte al autor del libro.
Cualquier musulmán quedaba facultado para acabar con la vida de quien se había
atrevido a tamaña blasfemia. Una jugosa recompensa, que al principio rondaba
los 500 dólares, esperaba a quien ejecutara la sentencia. En la actualidad, se
dice que dicha cifra bordeaba ya los 3000 dólares.
Desde ese momento, Salman Rushdie tuvo que contar con una
escolta personal. Su vida pública se restringió notablemente, teniendo que
desplazarse, viajar, vivir, en una palabra, con esa permanente protección que
inevitablemente coactó su libertad y su tranquilidad. Aún así, se dio maña para
seguir su actividad literaria que ya era reconocida internacionalmente. Sus
conferencias y presentaciones no cesaron por completo, pero cada vez él sentía
esa perturbadora incomodidad de quien no tiene la capacidad de gozar libremente
de una existencia como la de todos, por lo que, en algún momento, sobre todo
después de la muerte de Jomeini, su seguridad se relajó un poco, lo suficiente
como para temer una embestida como la presente.
Lo cierto es que Salman estaba cansado de andar a todos
lados con una guardia a su lado. Tal vez era lo natural, pero ante el peligro
que corría, no había otra opción que someterse a esas limitaciones. Esa es la
razón por la que se radicó en los Estados Unidos, el país que podía brindarle
ese margen de libertad que tanto buscaba. Como gran paradoja, ese era
justamente el tema de su charla de ese día aciago, en un local que pertenece a
una organización que se dedica al cuidado y preservación de los asilados y
refugiados. Treinta y tres años pudo burlar el asedio de la guadaña de la
intolerancia y el dogmatismo. Cuando todo hacía pensar que la fatwa había sido
revocada en la práctica, he aquí que la mano asesina surge inesperadamente y
asesta de manera cobarde y alevosa este duro golpe a la integridad física de
uno de los escritores más universales de estos tiempos, cuya obra ha sido
premiada en numerosas ocasiones y cuya palabra posee el don de la clarividencia
ante los males de este mundo.
Un elemento de suprema ironía ha sido conocer la identidad
del victimario. Su nombre es Hadi Matar; pues, aunque ese nombre nada
signifique en lengua árabe o inglesa, o quizás tenga un sentido muy diferente,
en nuestro idioma posee una carga de terrible profecía, como si en su apellido
estuviera cifrado el abominable designio de convertirse en el emisario perfecto
de una odiosa fatalidad. En fin, un dato curioso de un hecho nimbado por la
tragedia.
Una semana después de los hechos se han reunido, frente al
local de la Biblioteca Pública de Nueva York, los amigos escritores del autor
de Los hijos de la medianoche, para brindarle su apoyo moral y
solidaridad frente al artero intento de acallarlo por parte de los esbirros de
la sinrazón, de la tiranía y de la muerte. Desde estas páginas me adhiero a
esta convocatoria colectiva para demostrar nuestra preocupación y empatía por,
en primer lugar, un ser humano víctima de la insania terrorista; y, en segundo
lugar, un artista de la palabra que con su creación honra a la especie.
Estaremos pendientes de su recuperación, que sabemos será larga.
Lima, 23 de agosto
de 2022.