Era el año 1978 y acababa de salir
"Azurita" (Lasontay, 1978), el primer libro de cuentos de Edgardo Rivera Martínez que leí. Yo estaba
en segundo de secundaria y la profesora de Literatura nos mandó a leer el
reciente libro del escritor jaujino. Inmediatamente lo adquirí y comencé a
conocer a un autor que era novísimo para mí. Cuando tuve que abandonar la
ciudad, cuatro años después, por razones de estudio, el volumen quedó en el
pequeño estante que mi madre compró para guardar los pocos libros que ya
empezaba a coleccionar. Cada vez que regresaba de la capital a visitar a mi
familia, allí seguía el libro esperándome para una segunda lectura. Pasaron los
años y se produjeron algunos cambios en la casa grande donde vivíamos con los
abuelos, tíos y primos. La casona tuvo que ser traspasada a sus nuevos dueños
y, entre muchos otros objetos, mis libros corrieron una suerte desconocida.
Antes había sucedido algo parecido con mis colecciones de diarios y revistas.
Entre esos libros que perdí estaba, justamente, éste que ahora comento. En mis
frecuentes visitas a Jauja, especialmente en los meses de vacaciones, suelo
acercarme a los lugares de ventas de libros para indagar por aquellos que me
interesan. En una incursión de éstas, divisé, elocuente entre otros, el texto
que acompañó mi época escolar y por quien guardaba un cariñoso recuerdo. No me
resistí a dejarlo solo en el anaquel.
En el primer cuento, que da título al volumen, un
buscador y negociante de piedras raras llamado Tadeo Pomasunco, descubre una
cueva al pie de una laguna y, al internarse por sus galerías, encuentra una
piedra con iridiscencias minerales: es la azurita. Pero más que la anécdota, lo
que asombra del relato es la prosa concisa, labrada con suma delicadeza y gran
sentido del ritmo. La postura introspectiva que asume el personaje, imaginando
los diversos caminos en que se bifurca el futuro, le dan a la narración una
dimensión psicológica que caracteriza la escritura de Rivera Martínez. Al
final, Tadeo decide reintegrar la piedra preciosa a su medio natural, después
de haber barajado todo lo que podría haber hecho con la venta de dicho objeto.
En el cuento "El Unicornio" percibo un aire de Juan Ramón Jiménez, específicamente de sus prosas poéticas; la impronta de "Platero y yo" planea en el relato, con la presencia de Azor, el perro de negra silueta que acompaña al narrador. Miguel es un niño que revela al maestro que ha visto un unicornio, y ambos deciden ir a conocerlo. Van a ir con Azor. También hay un aura de égloga y evocación virgiliana, asoma por allí Garcilaso insuflando su talante lírico a la descripción del paisaje. El animal es llevado a casa del maestro, pero cuando un lunes regresa de su trabajo descubre, con pesar, que el unicornio había desaparecido. Al parecer se fue con Luscinda, la hermana mayor de Miguel y quien ha despertado los efluvios amorosos de carácter platónico en el maestro. El unicornio es un mito de procedencia europea atiborrado de simbolismos, que ha sido, sin duda, recreado por el autor. Según la tradición, para cazar al unicornio se utiliza una doncella, quien a través de su olor atrae al animal fabuloso, también llamado monocironte. Otro rasgo que distingue a este ser es su capacidad de purificar las aguas con su cuerno, que ha sido interpretado por algunos teólogos como la figura de Cristo, pues si la serpiente es la culpable de haber envenenado el mundo trayendo el pecado, el unicornio puede limpiarlo de él. En el siglo XIII, para algunos poetas del amor cortés, el unicornio es el amante, que cae rendido y preso de los encantos perfumados de la amada. En otras interpretaciones el unicornio simboliza la muerte.
"Ave Fénix" es un relato espeluznante. El loco Isaías, poeta y taumaturgo, ha decidido que sea el Viernes Santo el día escogido para llevar el Ave Fénix que ha elaborado con paciencia a la iglesia del pueblo. Mientras el cura, el subprefecto, el comisario y demás autoridades son parte de la liturgia ante una feligresía contrita, el lunático, el astroso, espera el momento, subido a una banca, para acercarse al atrio y prender el ala de su ofrenda en los cirios encendidos y ver cómo el fuego consume hasta las cenizas todo rastro de vida para que el renacer del mítico personaje se cumpla.
"Vilcas" es un cuento conmovedor, describe la marcha de un muchacho desde Atusbamba, la hacienda donde trabajaba como pastor, hasta Vilcas, con la promesa de hallar mejores posibilidades ante la llegada de la sequía y la hambruna en las tierras que lo habían cobijado. Su larga caminata está poblada de incidentes y anécdotas diversas, y cuando al fin está a punto de llegar a su destino las fuerzas se le van agotando, observando cómo el cóndor, que lo había acompañado casi todo el camino, sobrevuela cada vez más cerca de su cuerpo, exangüe y presa de una orfandad absoluta.
El enigma, la extrañeza y el suspenso presiden los hechos que se narran en "Adrián", que es el nombre del protagonista, quien llega un buen día a la casa del narrador, donde vive con su abuelo déspota, su abuela parsimoniosa y sus tíos y primos, más los sirvientes y pongos. La afanosa búsqueda de un "tapado" lleva al viejo avaro a destruir el horno de la casa y quedar él mismo sin habla e inerte, más el desconocido fin de Adrián, de quien no logra saberse qué ha pasado, siendo el principal artífice del descubrimiento de aquel tesoro maldito.
"Las candelas" describe con una parsimonia distante y llena de misterio, la transformación de Felicia, una muchacha que vive con su padre y su tío abuelo en un pueblo en decadencia en medio de las punas andinas. Un día, en medio de la fiesta del pueblo, llega un extraño forastero portando unas lamparillas de fuegos de colores. La niña obtiene una de ellas, y repentinamente experimenta un cambio que es percibido por sus parientes. De pronto, una lucidez y belleza inusuales la engalanan.
El último cuento, "Amaru", es propiamente un poema en prosa, el extenso soliloquio de la mítica sierpe, una auténtica exhibición del virtuosismo del que hace gala el autor para obsequiarnos una pieza de depurada poesía.
En todos los cuentos, por lo demás, permea un delicado lirismo; deslumbra la paciente orfebrería con que Rivera Martínez ha labrado una prosa con intensos ribetes poéticos, donde lo que seduce de los relatos, lo reitero otra vez -amén de las sugestivas tramas-, es el amoroso trato que le ha brindado al lenguaje. Piedras preciosas del idioma que me aguardaban bajo ese discreto manojo de hojas que he disfrutado como un demonio feliz.
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