He recibido el hermoso volumen Edgardo, siempre Edgardo (2022), dedicado a mantener fresca la memoria del escritor Edgardo Rivera Martínez, donde Betty Martínez, su leal esposa, ha tenido el amoroso cuidado de reunir los recuerdos, estampas, evocaciones, homenajes, palabras de amigos y lectores que Edgardo cosechó en una dilatada existencia dedicada a cincelar en oro los vaivenes y vicisitudes, las venturas y desventuras del ser humano a través de la magia de su escritura.
Recuerdo
la vez en que, con mucho temor y temblor, le envié los textos que conformarían
mi primer libro. Pasó un tiempo y no obtenía respuesta, pero cuando volví a
escribirle, muy avergonzado, para decirle qué le habían parecido, su réplica
fue inmediata. Me confirmó que los estaba leyendo muy complacido, por ello la
demora, comentando luego a quien estaba con él en ese momento, que no se
explicaba cómo había aparecido ese joven jaujino que escribía de tal manera y,
sin embargo, no era conocido.
Tuvo
la generosa deferencia de escribir unas palabras para la contraportada de mi
libro. Cuando éste se publicó, finalmente, hacía unas semanas que Edgardo había
partido. Ya no pudo estar en la presentación del mismo, como me hubiera
encantado. Su muerte me dolió de una manera especial, era como si uno de esos
tíos queridos y respetados de la familia dejaran un vacío insondable en la casa
del alma.
Me imagino a Edgardo sentado en su silla de mimbre en el centro del patio de su casa de Jauja, contemplando la luz diamantina de la mañana, o en su espaciosa habitación observando por la ventana en actitud meditativa, sumido en hondos pensamientos que luego él revestiría de sutiles imágenes poéticas. El sol espléndido del mediodía andino reverbera en los cristales de los grandes ventanales de la fachada principal. El tiempo discurre con una parsimonia singular, única, casi metafísica.
Me
gusta pensar que Edgardo habría tenido la misma perspectiva de la ciudad desde
el balcón de la segunda planta de su casa que la que yo tengo ahora desde otro
balcón a apenas cien metros del suyo. Las mismas cúpulas plateadas de la
Iglesia Matriz, los mismos furtivos tejados y el mismo cielo en lontananza;
este crepúsculo inverosímil que contemplo con arrobo, el sol jugando a las
escondidas con las nubes, el incendio melancólico del poniente, lo habrían
encandilado.
Ahora
que lo pienso mejor, esa famosa dicotomía entre lo andino y lo universal, del
que tanto ha hablado la crítica, en Jauja no se vivía como tal, pues en su
talante cultural, en su idiosincrasia de ciudad cosmopolita, lo andino era lo
universal, así como lo universal era lo andino, sin oposiciones ni conflictos.
Ese abrazo cultural se vivía como algo natural, era el mismo oxígeno que se
respiraba en el aire benéfico de la ciudad.
De
él se puede decir sin temor a equivocarse, como tal vez de pocos del mundo
literario o artístico en general, que, a la par que un gran escritor, era una
gran persona. Su bonhomía, su trato de caballero, su decencia y cordialidad,
así como su carencia absoluta de petulancia o soberbia, lo pintaban de cuerpo
entero como un hombre a carta cabal. Siempre tuve esa impresión de las pocas
veces que lo vi y lo traté. Toda su figura despedía un aura de serenidad y
mesura. Se podría decir que en su talante convivían armoniosamente la
apostura flemática de un caballero inglés y la serenidad apolínea de un héroe
griego. Su legado es interminable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario