sábado, 27 de enero de 2024

Educando a Elisa

 

George Bernard Shaw (Dublín 1856 – Reino Unido 1950) es un espléndido humorista, dueño de un ingenio excepcional, que lo hace enfrentar de manera incomparable cualquier situación embarazosa de la vida diaria. Cuando es objeto de alguna chanza, pues no faltan los impertinentes que buscan cebarse con una celebridad, sus respuestas son fulminantes, rotundas, como por ejemplo en ese par de anécdotas que se cuentan de las muchas que lleva en su haber. Una vez, luego de una brillante conferencia, un sujeto del público se puso de pie para hacerle una pregunta, pero no referida al tema de su exposición, sino una con sorna:

-Señor Shaw, ¿podría decirme dónde queda el baño? -La réplica del expositor fue delicada como una caricia, pero violenta como una centella.

-Cómo no señor -le dijo Shaw-; salga al pasadizo, camine de frente hasta el fondo, doble a la derecha y allí encontrará un letrero que dice “Caballeros”. No hago caso al mismo y pase adelante.

Otra vez, salía de una sala de teatro luego de haber disertado sobre un tema, la gente se aglomeró alrededor suyo tratando de obtener alguna respuesta o una firma dedicada. De pronto, alguien le advirtió que en el bolsillo del saco un desconocido había colocado un papel doblado. Nuestro personaje extrajo el mismo, lo desdobló y leyó: “Imbécil”. Miró al público, desplegó el mensaje ante la vista de todos y espetó:

- Señores, es la primera vez que recibo un anónimo, firmado.

Empero, Shaw es ante todo un gran escritor, autor de novelas, ensayos y obras dramáticas. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1925. De entre aquellas últimas, destaca indudablemente su comedia Pigmalión, publicada en 1913, formidable sátira de la sociedad inglesa y deliciosa pieza de teatro. El título nos remonta a la inagotable mitología griega, según la que un rey de Chipre andaba en busca de una mujer con quien casarse, pero como era muy exigente en la materia, no conseguía ninguna que reuniera sus condiciones de perfección, entonces decidió dedicarse a la escultura. Esculpió así a Galatea, la mujer ideal que ansiaba. Se enamora de ella deseando con frenesí que cobrara vida. Tiene un sueño donde se cumple su deseo, y al despertar Afrodita se compadece del rey y hace realidad su sueño. El relato se encuentra igualmente en el libro Metamorfosis, del autor latino Ovidio.

Este es el trasfondo mítico de la comedia, trasladado al Londres de comienzos del siglo pasado. Henry Higgins, un caballero inglés especialista en lingüística y fonética, conoce de casualidad en una calle de la ciudad, en medio de una lluvia torrencial, a una florista. Esta circunstancia particular, donde un par de mujeres, madre e hija, intercambian diálogos con la vendedora de flores, sirve para que el caballero tome notas para sus estudios. Entre los personajes de la escena también está el coronel Pickering, otro aficionado a estos aspectos del lenguaje. Todo sucede en el pórtico de la iglesia de San Pablo, a medianoche.

El hijo de la señora, Freddy, va en busca de un taxi y tropieza con la florista, cuya canasta de flores se desparrama por el suelo. Allí se suscita un breve diálogo entre ambos, ocasión que mister Higgins registra en sus apuntes por el especial uso del idioma que hace la chica, Elisa, un lenguaje trufado de coloquialismos propio de la jerga de los barrios bajos londinenses. Asimismo, es motivo para que intercambien impresiones Higgins y Pickering, quien es autor de un trabajo titulado “El sánscrito hablado”, lo que produce un enorme interés de parte de aquel. De esta manera, al día siguiente ambos se encontrarán en el gabinete que Higgins tiene en Wimpole Street. Allí llega también la florista, buscando al lingüista para unas clases de pronunciación. Cuando convienen en ello, el de las notas comunica a su ama de llaves, mistress Pearce, que Elisa se quedará y que la lleve para su aseo. Su desafío es convertir en unos pocos meses a la muchacha en una dama de modales y léxico correctos.

En el tercer acto asistimos a una escena en la casa de mistress Higgins, la madre del profesor de fonética, un piso en la ribera del Chelsea. Acude a ella su hijo para anunciarle la visita de una muchacha que ha pescado. La madre se turba y replica que ese día tiene visitas, y por tanto debe esperar. Henry insiste y convence a la dama de que reciba a su invitada. Quienes visitan a mistress Higgins son la señora y la señorita de Eynsford, las mismas de la primera escena del pórtico de San Pablo. Al hacer su ingreso Elisa, vestida como una dama y departiendo con los circunstantes con suma delicadeza y modales, el asombro es general. Intercambian impresiones ante el regocijo del profesor y la perplejidad de la madre. Pronto llega Freddy, a quien también ya conocemos, y queda prendado de Elisa.

En el cuarto acto se va a poner en práctica el experimento de los dos señores. Nos enteramos, por el diálogo de ambos al llegar al laboratorio de vuelta, que han asistido a una garden-party -tradicionales fiestas en los jardines en el Reino Unido durante la era Victoriana-, para poner a prueba todo el trabajo de meses con el objetivo de refinar a una florista recogida del arroyo, como varias veces lo comenta el autor del proyecto. Si bien ellos regresan satisfechos, Elisa demuestra su malestar, que con el paso de las horas va creciendo. Se siente utilizada, un simple conejillo de indias de dos caballeros empeñados en demostrar a todo el mundo y demostrarse a sí mismos lo que son capaces de hacer.

En el acto final, Higgins acude a la casa de su madre acompañado de Pickering, afanosos por encontrar a Elisa, quien ha fugado la noche anterior y se ha llevado todas sus cosas. Henry está desesperado, mientras la madre lo contempla muy tranquila tratando de transmitirle algo de su estado de ánimo. En un momento determinado, mistress Higgins anuncia que Elisa está con ella y ordena que salga. Elisa hace su ingreso a la sala ante el estupor de los solterones. Previamente, la madre ha tratado de hacerle entender al hijo los beneficios del matrimonio, situación que a él le parece improbable. Luego, en la plática con Elisa salen a relucir los encuentros y desencuentros de una relación singular. Él no quiere que se vaya y le pide volver con ellos. Elisa manifiesta sentirse postergada, tratada como un objeto. Menciona a Freddy como el joven que ha mostrado su interés por ella. Henry descalifica al muchacho en medio de un escarceo de sentimientos de superioridad, celos y desamparo.    

La obra se divide, como ya quedó claro, en cinco actos y un epílogo. En éste, el autor reflexiona sobre el posible fin de su comedia, presentando al lector argumentos válidos para que cada quien se decante por el final más razonable. Por lo demás, en toda la obra sobrevuela una crítica velada a la hipocresía de la alta sociedad londinense, una sátira de los moldes impuestos por la aristocracia, una fina ironía que desnuda ese mundillo hecho de convencionalismos, formulismos y supercherías sociales con los cuales una clase ha buscado uniformizar el multiforme e inapresable comportamiento del ser humano.

 

Lima, 24 de enero de 2024.




jueves, 18 de enero de 2024

Crónica de Lima

 

Cuando la ciudad de Lima cumplió 400 años de fundación española, el eminente historiador Raúl Porras Barrenechea publicó un libro de homenaje titulado Pequeña antología de Lima. El Río, el Puente y la Alameda. Corría el año 1935 y el joven estudioso de nuestra historia reunió en un enjundioso volumen los textos más importantes que sobre Lima se habían escrito desde aquellos años iniciales hasta las primeras décadas del siglo XX. Una comprobación que puede sorprender al lector es cuando el autor afirma, en las palabras liminares, que esta ciudad la fundaron dos personajes: Francisco Pizarro y Ricardo Palma. Es una forma elegante de conjugar la historia y la poesía, el pasado y la literatura, la realidad y la imaginación. Y continúa luego: “Se agregaron a los fundadores treinta españoles que vinieron de San Gayán y veinticinco indios de Jauja”, es decir, que entre los primeros habitantes de esta capital también había jaujinos, a quienes podemos también reconocerles el título de fundadores.

Cada uno de los que habitamos esta urbe descomunal tiene una visión propia de ese espacio compartido que finalmente es una ciudad. La primera vez que visité Lima fue en los primeros años de la década del 70 del siglo XX. Nos alojamos en un departamento de la recién estrenada Residencial San Felipe, en el distrito de Jesús María. Nuestros anfitriones, parientes políticos de mi tía Antu, nos recibieron con gran afecto. Desde el quinto piso podía divisar esta ciudad increíble, las luces interminables que pululaban por todos lados en la noche, como silenciosas luciérnagas incansables. Pero lo primero que me sorprendió realmente fue el agua, mejor dicho, el olor del agua. Yo venía de Jauja, abastecida por el agua de los manantiales o puquios de las alturas, agua pura que bebíamos directamente de las pilas de las casas. Es por eso que sentir el cloro -como me lo explicaron después- fue el primer choque físico con la capital.

Luego vendría el recorrido por la ciudad, sus altos edificios, el tráfico intenso y la agitación particular de una urbe gigantesca ya por esos años. Y el otro impacto físico fue el clima, era la estación del verano y ese calorcito pegajoso y molesto, inusual para un visitante de la sierra, fue una experiencia extraña que con el tiempo tuve que aprender a domeñar. Caminar por el centro de la ciudad, el famoso jirón de la Unión, la plaza San Martín y la Plaza de Armas, como se decía entonces, se convirtió en otra aventura inusitada y grata. Lo que sí me resultó directamente injuriante fue el transporte público, trasladarse en los viejos buses de esos años, con sus destartaladas chimeneas arrojando humo negro, me produjo las primeras arcadas en la capital, estando a punto del vómito. También con los años se llega a dominar esta repulsa instintiva del cuerpo.

En uno de los textos que recopila Porras, el poeta José Santos Chocano evoca una Lima del pasado, una Lima que se fue, o que dejamos irse, o que tal vez siempre se está yendo. Desfilan ante los ojos de la imaginación del lector, los fantasmas de una ciudad que ya no existe, cual conjuro de ánimas de un mundo pretérito, casi como el que podemos sentir en Comala, la ciudad espectral de Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo. Qué hubiera pensado el insigne historiador que fue el maestro Porras, o los cronistas y viajeros que dejaron sus impresiones de la otrora Lima, si vieran, por ejemplo, hoy el Rímac convertido en un río de aguas pútridas, un cauce maloliente que agrede los sentidos de quienes osan cruzar sus puentes o pasear por sus malecones.

Hay un texto escrito por un tal Stevenson, que vivió en Lima muchos años, donde describe los últimos años de la Inquisición, que funcionaba en el local del Santo Oficio, situado en la llamada plaza de las tres virtudes cardinales, hoy Plaza Bolívar. Es un estremecedor testimonio de la barbarie instalada en un recinto consagrado a la fe.

Cuando finalmente me instalé en la ciudad, a comienzos de los años 80, con motivo de mi ingreso a la Universidad de San Marcos, era otro el panorama político el que imperaba. El Perú vivía su primavera democrática, con el retorno de los civiles al poder. Lima seguía creciendo de un modo imparable, como hasta hoy. Poco a poco iría conociendo los distintos rincones de una Lima que crecía caótica y desmesuradamente. Los históricos lugares de Pachacámac, Carabayllo y Maranga, importantes núcleos poblacionales de la Lima primitiva, quedan ahora como puntos referenciales de un pasado que el vértigo del tiempo ha ido transformando hasta adquirir las actuales características.

En el libro que poseo, la edición se completa con un interesante texto que Raúl Porras Barrenechea dedica al nombre del Perú. Es curioso comprobar cómo esta toponimia se impone a través del uso de la gente de más baja ralea de Panamá, que en son de burla se referían de esa manera a los aventureros que se arriesgaban hacia el sur. Los documentos oficiales registran el nombre general de Costa del Levante para todas las tierras situadas al sur de Panamá. Pero la denominación surge por la deformación del nombre de un cacique llamado Bidú, al que los conquistadores atribuyen el señorío de dicho territorio. Aparece así un nombre mestizo, como dice Porras, fusión de lo indio y lo español. Los soldados y el populacho, como casi siempre, imponen así el uso de una voz hasta entonces desconocida, que sin embargo en sus inicios se refería a lo que actualmente es la provincia del Darién en Panamá y la intendencia del Chocó en Colombia.

Alguna vez, la gran compositora Chabuca Granda asistió a una de las conferencias del maestro Porras, y allí fue que escuchó por primera vez esa descripción tan precisa de la Lima antigua y sus costumbres, que luego incorporó en uno de sus versos más memorables de su emblemática canción “La flor de la canela”. Efectivamente, el río hablador, el puente de piedra y la alameda de los Descalzos en el distrito del Rímac constituyen los elementos identitarios de una ciudad que luego se ha expandido de una manera monstruosa.

El libro es encantador, posee una nutrida información histórica sobre Lima y el Perú, en la prosa elegante y sabrosa de uno de los hombres más apasionados por el pasado del país y que siempre estuvo comprometido con su presente y con su futuro.

 

Lima, 6 de enero de 2024.



 

sábado, 6 de enero de 2024

Tilsa

 

Sólo hay dos explicaciones para toda la controversia suscitada en las redes sociales por la aparición de Tilsa Tsuchiya (1928-1984) en los nuevos billetes de doscientos soles: ignorancia y mezquindad. El gran desconocimiento de la obra artística de esta magnífica pintora peruana, junto a ese deporte nacional, cuya práctica está muy generalizada, han creado esta falsa polémica cuestionando su presencia numismática. Es más, surge de un gran malentendido, pues algún obtuso ha sugerido por allí que cómo se puede reemplazar a Santa Rosa de Lima por “esta desconocida”. En primer lugar, no se trata de reemplazar a nadie, y con respecto a lo segundo, he ahí justamente el motivo, pues de lo que se trata es de visibilizar a una mujer de notable trayectoria en el arte peruano del siglo XX.

Creadora de una obra pictórica muy personal, Tilsa va revelando su talento de una manera prodigiosa a partir de mediados del siglo pasado, cuando luego de su paso por la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), de su estancia en Europa, adonde fue becada, y del gran aprendizaje que logró para pintar y dibujar, expone sus primeras obras y al instante los críticos descubren el genio innato, la originalidad de una artista formada al influjo de tres mundos estéticos: el arte precolombino, el japonés y el europeo, conjugando una propuesta única, singularísima, con pinceladas del surrealismo, sin serlo plenamente, y una apuesta por el arte figurativo, a contracorriente del extendido dominio que ejercía la pintura abstracta en los principales círculos artísticos del país y del continente.

Cuando hablo de ignorancia, ello no parte de una simple suposición. Cada vez que he preguntado a mis alumnos si conocen a pintores peruanos o que me nombren a cinco de ellos, el resultado ha sido invariablemente el mismo: el total desconocimiento de los artistas plásticos de su país. Algo parecido sucede con los poetas o los músicos. Pasados de unos cuantos nombres, consagrados y conocidos, no pueden mencionar a nadie más. Por ejemplo, ¿cuántos conocen de la existencia del poeta Carlos Germán Belli o del músico Celso Garrido-Lecca, dos de los artistas vivos más importantes del Perú? Es clamorosa la indigencia en la formación artística de la educación peruana. Y estoy seguro que lo mismo sucedería si planteamos el reto a cualquiera de esos críticos ocasionales del mundo virtual.

A propósito de lo que está ocurriendo con Tilsa Tsuchiya, esa misma reticencia a reconocer o valorar su obra ya lo padecieron tantos otros peruanos notables a lo largo de la historia, o si no recordemos lo que pasó con el mismísimo César Vallejo. Es cierta aquella aseveración que asegura que sólo lo igual reconoce a lo igual, y ello explica la profusión de tanta necedad con respecto a quienes se permiten hablar de Tilsa sin conocerla. Discípula de Carlos Quizpez Asín y de Ricardo Grau, dos importantes pintores peruanos de la primera mitad del siglo XX, formó parte de lo que se ha llamado, sin exageración, la “Generación de Oro” de la escuela de arte limeña, grupo al que pertenecieron Gerardo Chávez, Milner Cajahuaringa y Alberto Quintanilla, entre otros. Tanto es así, que Tilsa fue la primera y tal vez la única estudiante de nuestro país en obtener la nota 21, calificativo que obtuvo en su examen de fin de carrera. Como los graduandos exhibían virtudes muy parejas en su evaluación por el jurado, y todos ellos poseían méritos propios para alcanzar el consagratorio 20, ante el extraordinario trabajo de Tilsa Tsuchiya no podían los acuciosos evaluadores sino inclinarse por unanimidad por ese puntaje inaudito.

Me puse a observar muchos cuadros de Tilsa, en una colección de pintores peruanos publicada por el diario El Comercio hace ya varios años. En el cuadro “Comensales”, un óleo sobre lienzo de 1968, se observan unos brazos alargados hacia una mesa extendida, en cuyo centro domina un objeto circular, que puede ser un pan, el alimento general, y al fondo, en la cabecera, tres seres estilizados presiden la escena en una atmósfera sombría donde predominan los rojos, grises y el negro. Otros comensales están apostados en torno al mueble central. Y en “Músicos”, otro óleo sobre lienzo de 1964, me encantan las figuras de los cuatro protagonistas: dos instrumentistas de viento, un percusionista y el ejecutante de las cuerdas en el extremo izquierdo del cuadro. Los rostros son geométricos y los dedos muy perfilados, especialmente el del flautista del extremo derecho.

Dorsos desmembrados, figuras faliformes, senos omnipresentes, sombras autónomas, animales marinos, árboles antropomorfos, atmósferas brumosas, luces refractadas, objetos habitados, son parte de la iconografía personal de la artista. En el cuadro que la crítica señala como el más importante de su producción, “Tristán e Isolda”, un óleo sobre lienzo de 1974-1975, la pareja primordial se sostiene sobre una nube de fuego, que flota en una densa neblina donde se perfilan montañas vaporosas. Los personajes están frente a frente, uno de cuclillas y la otra de rodillas, mientras sus lenguas desmesuradas se enredan en medio del blancor de una luz maciza. Tristán tiene un cuerno en vez de frente, e Isolda una cabellera al viento. Se ha dicho que la ausencia de brazos de todos sus personajes simboliza su desapego de las posesiones materiales, y la carencia de frentes, el dominio de los sentimientos frente a la razón. El título original era “El mito de la creación”, pero a sugerencia de su amigo José Watanabe, lo cambió al de la pareja wagneriana.

El recorrido y reconocimiento de la obra de Tilsa Tsuchiya son indudables, a pesar de la ignorancia que todavía permea a buena parte de esa masa ajena a los vaivenes del arte y la cultura de nuestro país. En una encuesta promovida por un importante diario local sobre el artista peruano del bicentenario entre pintores, curadores y críticos de arte, el nombre de esta pintora nacida en Supe en 1928 y fallecida en Lima en 1984, resultó ganador con más menciones que cualquier otro. Además, uno de sus cuadros ha logrado hace pocos años la más alta cotización, en el mercado del arte internacional, que cualquier pintor peruano haya logrado alguna vez. Es decir, no sólo criterios estrictamente estéticos validan su obra, sino que también lo hacen razones económicas que son importantes en este mundo, cuyos estándares se miden por las cifras que alcanzan sus productos en el tráfico comercial.

No hay motivo para no adentrarse en el gozo y el privilegio del conocimiento de una creación formidable como la que nos ha dejado esta artista excepcional. Su ubicación anecdótica en un billete nacional no puede ser sino el pretexto para que todos los peruanos sepamos de ella y apreciemos como se merece la riqueza y trascendencia de la belleza de su arte.

 

Lima, 4 de enero de 2024.






jueves, 4 de enero de 2024

¡Un valsecito, hermanito!

 

La última novela del Premio Nobel peruano, según propia confesión, es un canto de amor al género musical más emblemático del país: el vals criollo. Desde siempre, Vargas Llosa se sintió subyugado y embelesado por aquellas canciones e intérpretes de un ritmo que nació para dar identidad a buena parte de la sociedad peruana. Es por eso que Le dedico mi silencio (Alfaguara, 2023), constituye un homenaje al vals y a la música peruana en general, y lo que podríamos llamar también el canto de cisne de un escritor que cierra de esta manera una larga trayectoria como narrador: veinte novelas en sesenta años, desde la auroral La ciudad y los perros en 1963 hasta esta última, ya en el crepúsculo de su vida.

El relato recrea la vida de Toño Azpilcueta, un amante de la música que ha decidido escribir un libro sobre el vals criollo, el aporte más sublime, según el narrador, del Perú al mundo. Su vida da un vuelco espectacular el día que, gracias a una llamada providencial del doctor José Durand Flórez -experto conocedor de la música criolla y afroperuana-, conoce a Lalo Molfino, un eximio guitarrista, algo soberbio y vanidoso es cierto, que moriría joven y abandonado en una cama del Hospital Obrero. En una casa del barrio tradicional de bajo el puente, escucha por primera vez la prodigiosa interpretación de este joven provinciano. Es entonces que decide conocer todo sobre él, desde sus orígenes en el norte hasta su llegada a la capital para convertirse en el prodigio musical del momento.

Se embarca, entonces, rumbo a Chiclayo para rastrear el lugar exacto de su nacimiento. Ya en la ciudad, recibe el dato de que en verdad Molfino había nacido en Puerto Eten, pero al ser abandonado por sus padres en un basural, donde estuvo a punto de ser devorado por las ratas, es rescatado providencialmente por el cura del pueblo, un sacerdote de origen italiano que, de regreso de haber administrado la extremaunción a una cristiana, oye el llanto de un niño proveniente de un descampado donde se acumulaban montañas de desperdicios. Estamos en Reque, y el cura decide llevarlo para encargarse de su crianza. Le da su apellido y así empieza la trayectoria de este músico excepcional a quien el periodista no duda en calificarlo como el exponente guitarrístico más notable del cancionero criollo nacional, por encima incluso del inimitable Oscar Avilés.

La novela va alternando, como ya es conocido en Vargas Llosa, la narración de las peripecias de Toño Azpilcueta con los capítulos que el propio personaje va escribiendo de su libro sobre Lalo Molfino y la revolución silenciosa, como llama a su ensayo sobre la música peruana. Al primero que comenta de su proyecto es a su amigo Collau, quien conmovido por el relato que hace Toño sobre la vida del músico chiclayano, decide prestarle cinco mil soles para que escriba el libro. El entusiasmo de ambos es contagiante, pues estamos a punto de presenciar la irrupción de un virtuoso como nadie en el manejo de las seis cuerdas.

Según las conclusiones que va obteniendo en su investigación el protagonista, es que no se sabe con certeza dónde nació el vals criollo. Tal vez en el barrio de bajo el puente; tal vez en la pampa de Amancaes. Y allí se forjaría también el nexo más profundo entre los peruanos, esa armonía tan anhelada y tantísimas veces boicoteada por la realidad. Pues la novela nos propone una utopía más, de las tantas que existen, sobre la identidad nacional. El vals sería, así como la huachafería -ese otro aporte peruano a la cultura universal- el símbolo de ese engranaje social y cultural.

Resulta sintomático que Toño Azpilcueta, siendo el experto más calificado en la materia, no haya conseguido suceder en la cátedra en San Marcos a su maestro, el musicólogo puneño Hermógenes A. Morones, pues las autoridades de la universidad, tras la muerte de éste, dan por cancelado el curso ante la escasez de alumnos. Esta frustración sería tal vez el acicate para dedicarse a terminar su obra sobre Lalo Molfino. Otro aspecto interesante y anecdótico de la narración es que los dos personajes, tanto Azpilcueta como Molfino, no sólo hayan tenido orígenes semejantes -el primero también fue un niño adoptado, en este caso por un vasco-, sino que también ambos están enamorados de Cecilia Barraza, icónica artista peruana, gran intérprete de la música criolla. El estudioso del criollismo y el eximio guitarrista, se han rendido ante el carisma, la elegancia y el talento que irradia la cantante limeña. Es un guiño más del autor hacia una artista que siempre estuvo en su imaginario musical, pues no sólo aparece en varias de sus novelas con su propio nombre y apellido, sino que en los eventos más importantes que ha tenido el novelista en la capital, la invitada central para el momento celebratorio ha sido invariablemente Cecilia Barraza, como aquella vez de la inauguración de la Primera Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en el novísimo escenario del Gran Teatro Nacional. Era el año 2014 y yo tuve la enorme suerte de poder ser testigo de esa emotiva jornada. Recuerdo que Cecilia Barraza cantó, a pedido del propio escritor, “El membrillito”, un hermoso tondero de la autoría de ese gran compositor que fue Caitro Soto.

Podemos discutir la apuesta del autor sobre las virtudes identitarias del vals criollo, así como sobre la novela en sí misma, pero el símbolo que se impone es que con este relato el autor da prácticamente por concluida su obra ficcional, quedando pendiente el libro que ya anunció, un ensayo sobre su maestro de juventud, el escritor y filósofo francés Jean Paul Sartre. Mas si queremos dar rienda suelta al debate, la primera comprobación es que estamos ante una obra menor de Vargas Llosa. Entretenida, divertida, interesante, es verdad, pero que no está a la altura de los grandes frescos narrativos de su extensa bibliografía. Y con respecto al vals, yo pienso que básicamente es un ritmo costeño, de poco calado en el mundo andino, por ejemplo, donde la presencia del huaino es más hegemónica. Y ya no hablemos del mundo amazónico, con su gran variedad y muy única riqueza musical, aún no estudiada como se merece.

Es arduo pensar en un género que cumpla ese papel que el autor pretende asignarle. Puede ser la marinera, presente en distintas regiones del país, con sus propias características por supuesto. Pienso también en el yaraví, sin embargo, su influjo es muy acotado. Es por ello que Javier Echecopar, el acucioso investigador y músico peruano, prefiere hablar de “las músicas del Perú”, a pesar de que en su reciente libro se quede todavía con un título, La música del Perú. Tras los códigos de nuestras identidades (2022), que no levante lo que en algún momento debe ser el gran debate cultural de nuestro país. Siendo el vals un género que ha tenido notables exponentes, como es el caso de Felipe Pinglo Alva y Chabuca Granda, sólo por mencionar a los dos más encumbrados, no creo honestamente que pueda llevar adelante el gran sueño del novelista.

En fin, la discusión es infinita y da para otras entregas sobre el tema. Sobre la novela, quien debe guardar silencio ahora es el autor de la presente nota, aconsejando su agradable lectura.

 


Lima, 30 de diciembre de 2023.