lunes, 13 de enero de 2025

La luz a través de los árboles

 Con gran placer he visto una película impensada, o no buscada, cuyo título es Perfect Days (2023), del cineasta alemán Wim Wenders. El original japonés es Komorebi, “luz del sol filtrándose a través de los árboles”, que yo recupero para este breve comentario. Perfect Day es una canción de Lou Reed, cuyas letras aluden precisamente a lo que es la esencia de la película: un canto celebratorio a la vida sencilla y cotidiana. La rutina de Hirayama (Kōji Yakusho), un silencioso y diligente obrero, que labora limpiando los baños públicos de Tokio, se inscribe en ese ideal del budismo zen, centrado en la simplicidad de la vida, en la meditación de la experiencia personal para alcanzar la iluminación. Hirayama, en su modesta cotidianidad, parece encontrar cada día esa luz interior que trae paz y tranquilidad al espíritu.

Se levanta muy temprano, en ese instante límite en que la luz del amanecer va disipando las sombras de la noche. Luego de asearse, alista sus herramientas respectivas y sale en su furgoneta rumbo a los puntos señalados para el trabajo de ese día, no sin antes llevarse de la caja expendedora de bebidas y alimentos de la calle una lata de café para iniciar su jornada, mientras conduce por las calles todavía desoladas de la gran ciudad, escuchando sus casetes con la música de artistas y bandas estadounidenses, ingleses y japoneses de los años 60 y 70, como The Animals, The Velvet Underground, Patti Smith, The Rolling Stones, Van Morrison o el propio Lou Reed. La impresionante House of the Rising Sun acompaña al protagonista en la primera mañana del film, sin duda uno de los grandes temas del siglo pasado, un auténtico clásico del género.

Hirayama, el hombre taciturno y amante de una existencia sin sobresaltos, matiza sus días con la lectura de obras que adquiere en una librería de ofertas de su barrio. Cada noche se lo ve, por ejemplo, leyendo Las palmeras salvajes de William Faulkner, o algún volumen de cuentos de Patricia Highsmith, antes de caer rendido y dormirse en una colchoneta que al día siguiente recoge y acomoda en un rincón, momentos previos a dirigirse a su trabajo. Es aficionado también a la fotografía, como que posee una cámara analógica, esas de antes, cuyo rollo teníamos que revelar al final de su uso. Le gusta captar la luz que se filtra por entre las ramas de los árboles cada vez que se sienta en la banca de un parque a comer su merienda. Eso me recuerda a los versos del poeta Martín Adán, que afirmaba que el sol tiene inquietudes de pájaro entre los árboles.

Cultiva plantas en pequeños maceteros en su modesto departamento, las cuida amorosamente regándolas todos los días. Frecuenta los restaurantes humildes de los mercados públicos, donde se alimenta de manera sobria y frugal. Los fines de semana lleva en bicicleta su ropa a la lavandería, a la par que se pasea por lugares próximos de su barrio contemplando la ciudad, el río y los atardeceres. Acude a ducharse a lugares públicos, donde es observado por dos señores mayores que también son habituales en ellos. Dormir, despertarse, trabajar, bañarse, comer, descansar, leer, son actividades habituales de todo mortal, que Hirayama convierte en rituales de una existencia apacible y armónica.

Hasta que algo cambia cuando una noche, al llegar a su casa, una figura nueva irrumpe en su ritmo vital, una muchachita vestida de colegial que se acerca y le llama tío. Hirayama la reconoce, es su sobrina Niko (Arisa Nakano), hija de su hermana, con quien aparentemente se ha peleado y ha ido donde su tío a buscar refugio. Él la entiende y acepta ayudarla. Niko lo acompañará en sus arduas jornadas limpiando los servicios higiénicos de la ciudad, mientras observa y es testigo de una existencia común y convencional como la de tantos seres que pululan por las grandes urbes del mundo.

Otra característica de Hirayama, que ya quedó apuntado antes, es su preferencia por el mundo analógico, muestra de ello son sus casetes, sus libros y su cámara fotográfica. Cuando un día Niko le pregunta si la música de sus casetes se puede encontrar en Spotify, él le responde dónde queda esa tienda, ante la tierna sonrisa de la chica. Este hombre parco, que vive solo y disfruta de la vida de un modo natural, sin mayores exigencias, se relaciona con la naturaleza directa y sensorialmente, ajeno al mundo virtual en que han decidido vivir millones de personas que han sido capturadas por la apabullante tecnología.

De pronto, después de unos días de vivir en compañía de otro ser humano, al llegar una noche para el descanso merecido, una mujer los aguarda al lado de un moderno auto negro. La reconoce al instante, es su hermana, que ha venido a buscar a su hija. La muchacha la mira con una mezcla de asombro y temor. Los hermanos se acercan y se abrazan, rompiendo tal vez meses o años de un sugerido distanciamiento. De inmediato la madre ordena a Niko que saque sus cosas pues se la llevará. Ella obedece y cuando llega el momento de la despedida, Hirayama hace un esfuerzo para no quebrarse, pero cuando el auto se aleja por la calle, nuestro personaje rompe en un sentido y silencioso sollozo que demuda su rostro y su alma.

Perfect Days es un hermoso largometraje, una oda a la vida diaria, tal como lo eran también las cintas de Yasujiro Ozu, el portentoso cineasta japonés de la primera mitad del siglo XX, de gran influencia en la filmografía de Wim Wenders. El rodaje minimalista, la suave lentitud de las escenas, la fotografía, la banda sonora, contribuyen a darle esa pátina de una obra notable y excepcional de la cinematografía contemporánea.

 


Lima, 12 de enero de 2025.  

Los árboles de la vida

 

En estado de trance hipnótico he recorrido las quinientas páginas del libro de Irene Vallejo, El infinito en un junco (Siruela, 2019), con el subtítulo de “La invención de los libros en el mundo antiguo”, un enjundioso ensayo que explora en el pasado el momento en que surgió este artilugio que lleva más de dos milenios entre nosotros. La apasionante historia del libro reconstruye el instante en que se forja el proyecto faraónico de formar una biblioteca universal. Los cazadores de libros egipcios al servicio de Ptolomeo II y Ptolomeo III prolongan el viejo sueño alejandrino de reunir todo el saber del mundo en un recinto privilegiado a su servicio.

La temprana muerte de Alejandro truncó este proyecto, habiendo hecho ya traducir todos los libros conocidos al griego. Los Ptolomeos consiguen un sabio discípulo del Liceo de Aristóteles, Demetrio de Falero, para encargarse de la Gran Biblioteca. Demetrio propuso al rey incorporar los libros de la ley judía, para lo cual setenta y dos sabios llegados desde Jerusalén se imponen la tarea de traducir el Pentateuco en setenta y dos días del hebreo al griego. Así nace la famosa Biblia de los Setenta, referencia de tantos investigadores y estudiosos de teología.

Estamos en plena época del helenismo, que es como la globalización de la época. Se crea el Museo de Alejandría, el jardín de Ptolomeo, que reunió a los grandes sabios de ese tiempo. Es el gran proyecto que pretende realizar el sueño de Alejandro, el deseo de poseer todo el conocimiento universal como una forma de afianzar su poder de lo que sería una de las grandes civilizaciones de la antigüedad. Es el hito más remoto de una cronología que discurre siglos perfeccionando un invento que nos ha llevado hasta la actualidad, una era que a pesar de todas las voces apocalípticas que vaticinan el fin del libro, se ha revelado como la confirmación de su increíble vigencia.

La obra está llena de referencias, todas ellas muy interesantes, sobre la trayectoria del libro a través del tiempo, como el inicio mismo, que la autora resume así: “En el tercer milenio a.C. los egipcios descubrieron que con aquellos juncos podían fabricar hojas para la escritura, y en el primer milenio ya habían extendido su hallazgo a los pueblos de Oriente Próximo”. Se refiere al primer material propiamente dicho con que se confeccionaron los primeros libros, hechos con aquellas cañas de los vegetales del Nilo. Era el gran salto, luego de haber el hombre garabateado sus primeras letras sobre piedra, arcilla o madera. Se dice, por ejemplo, que la biblioteca de tablillas de arcilla de Asurbanipal sería el antecedente más remoto de la Biblioteca de Alejandría.

Luego vendría la aparición del pergamino, láminas hechas de las pieles de animales (corderos, ovejas, vacas, cabras) donde se copiaban textos antiguos. La ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía, fue cuna de este invento. El rey Eumenes II creó allí una biblioteca que rivalizó con la de Alejandría, cuyo esplendor declinaba. En ellas, la presencia de Homero y su sombra, la Ilíada y la Odisea como textos cuasi sagrados de la antigüedad helénica, era incuestionable. Sin embargo -nos recuerda la autora-, amén de ser compendios de una antigua sabiduría, también encontramos en estas obras rezagos de una “opresiva ideología”, rasgos de machismo y clasismo que en aquella época estaban normalizados y contra los cuales el lector moderno debe andar prevenido.

Hay un dato inquietante que Irene Vallejo inserta en su ensayo, y es lo sucedido con Heigo Kurosawa, el hermano mayor del gran cineasta japonés Akira Kurosawa, que terminó en el suicidio en 1933 al haber perdido toda relevancia su papel de benshi, o narrador del cine mudo, al advenimiento del cine sonoro en la tercera década del siglo XX. Me ha conmovido este triste final de un personaje que los avances tecnológicos tornaron prescindible.

El nacimiento de la escritura con los fenicios, sistema del cual desciende el arameo, madre a su vez de la familia hebrea, árabe, india, griega y latina, es un hecho capital en la evolución de la humanidad; y la invención del alfabeto griego, un prodigioso proceso de simplificación de los sonidos, obra de un genial desconocido, la coronación de una etapa fundamental en la difusión del libro a través de la historia.

Después menciona la singular importancia que tenía para los griegos la paideia, la educación, que convertía sus vidas en obras de arte. Los latinos Varrón y Cicerón tradujeron esa palabra como humanitas, las actuales humanidades, la religión de la cultura y el arte. Enseguida están los inventarios o catálogos de libros, parte de esa obsesión por las listas, por inventariar las cosas, también los libros; así como la analogía entre la pasión del coleccionista y la figura del Don Juan; además de Calímaco de Cirene, el padre de los bibliotecarios; de Aristófanes de Bizancio y su memoria prodigiosa.

Otro hito sería el caso de Endehuanna, la primera persona en firmar un texto con su nombre, una poeta y sacerdotisa sumeria, hija del rey Sargón I de Acad. La llamaron “la Shakespeare de la literatura sumeria”. Asimismo, la excepcional figura de Safo en el mundo griego, la poeta que encabezó la lista de mujeres transgresoras en la civilización helénica, junto con Aspasia, Medea, Lastenia de Mantinea y Axiotea de Fliunte. Habrían conformado un movimiento de emancipación femenina, cada una por su cuenta. La mayor de ellas sería Hiparquia de Maronea. Por el lado de los mitos, Penélope y Circe completan el conjunto de las tejedoras de historias.

De más de un centenar de tragedias escritas por Esquilo, Sófocles y Eurípides, los tres grandes del género clásico, sólo nos han quedado siete del primero, siete del segundo y dieciocho del tercero, siendo Los persas la obra más antigua de la que tenemos el registro escrito, y propiamente la primera novela histórica. Allí, Esquilo describe la reacción persa ante la derrota frente a los atenienses en la legendaria batalla de Salamina. Allí está la visión de Heródoto y su hallazgo de que la división entre barbarie y civilización no es geográfica sino moral, que está al interior de cada pueblo y aun de cada individuo.

El siguiente personaje es precisamente Heródoto y su obra. El creador de las Historias (“pesquisas”, “investigaciones”) era un gran viajero, el primero en tener una mirada más global del mundo antiguo, el primero que pudo atisbar el enfrentamiento que parece eterno entre Oriente y Occidente. En ese contexto es que se produce el secuestro de Ío, la mujer griega raptada por mercaderes fenicios en Argos, siendo llevada a Egipto. De la misma manera el surgimiento del nombre de Europa, quien era la hija de un rey fenicio, raptada por Zeus convertido en un toro blanco, según el mito. Es decir, el nacimiento de Europa, del nombre de Europa, posee un origen oriental. Europa era la hija del rey de Tiro, y al ser raptada por el dios, un hermano de la ninfa, Cadmo, la busca por mandato de su padre, llamándola por todo el territorio a su alcance y dejando su nombre como piedra fundacional del continente.

Entre otros datos de interés menciona el origen de la palabra “libro”, que proviene del latín liber, que es “la película fibrosa que separa la corteza de la madera del tronco”. Este origen vegetal se entronca perfectamente con el nombre que sugiere el título del libro. Asimismo, nos aclara el significado de la palabra “clásico”, que también proviene del latín classici, “terminología específica censal”, y clasis era llamado por los romanos el “estamento más rico de la sociedad”. Y por último el término “canon”, del griego canon, “recto como una caña”, por los tallos de las cañas orientales (Arundo donax). La raíz semítica es en lengua asirio babilonia qanu; en hebreo, qaneh; y en arameo, qanja. Curioso origen de una palabra muy usada en los estudios literarios.

Y así, el texto es un fascinante recorrido por la historia del libro, desde sus primeros soportes, como ya quedó dicho -la piedra, el metal y la arcilla-, pasando por el papiro -hecho de los juncos del Nilo-, hasta la forma tal como lo conocemos hoy en día, hecho del papel que fue otro de los grandes aportes del Oriente. Y su autora, Irene Vallejo, es en la actualidad un fenómeno editorial y literario, catapultada a las primeras planas de los medios de comunicación y de las redes sociales, invitada a las ferias del libro de numerosos países del continente, autora de un verdadero best seller, que vende miles de ejemplares, traducido a muchos idiomas y con numerosas ediciones, es decir, una auténtica estrella en el discreto y selecto mundo editorial.

A contrapelo de su carácter, de tendencia más bien a la reserva y la contención, su obra le ha abierto las puertas de la fama, siendo reconocida por donde va como la culpable de uno de los mejores ensayos publicados en lo que va del siglo. Mientras muchos sufren por conquistar un sitial en el esquivo mundo editorial y social (mal signo de nuestros tiempos: uno publica un libro y no pasa nada, en el entorno donde uno se mueve, que se supone aprecia los valores de la educación y la cultura, el silencio más rancio se impone. Los pequeños jerarcas de aquellos reinos minúsculos que regentan con gran avidez, se afanan por asuntos nimios, expulsados del auténtico mundo del saber y del arte, debido a sus mezquinos intereses tribales), ella ha logrado derrotar todas las barreras y se ha afirmado con justicia entre las autoras más leídas de nuestros días.

Sin duda que este apretado resumen, más bien pesquisas por algunos pasajes del volumen, no le hace justicia a un libro monumental escrito con una prosa magnética. Tal vez el mensaje que subyace a este largo derrotero por la vida de estos árboles simbólicos, sea que una de las peores desgracias de la humanidad es la destrucción de las bibliotecas, y que la literatura sería el bote salvavidas en medio de la catástrofe y de la barbarie de todo tipo.

Los nobles patricios romanos exhibían sus bibliotecas como si fueron autos de lujo. No leían, de lo que se burlaban los sabios y poetas, pero se ufanaban de sus riquezas condensadas en esos valiosos y codiciados tesoros. Los lectores de hoy damos testimonio del triunfo del libro, a pesar de los siglos transcurridos, con la dedicación y devoción hacia su presencia, que por muy modesta que pueda parecer, simboliza la más genuina riqueza que el hombre puede atesorar.

 


Lima, 8 de enero de 2024.

Jugando a las mentiras

 

Nunca me había pasado, en lo que tengo memoria, de acabar un libro en una sola jornada, de una sola sentada, como se dice, en una lectura febril que me llevó a disfrutar el espectáculo, si es lícito utilizar el término en una experiencia de esta naturaleza, con una voracidad desconocida. Sé que muchos lectores suelen practicar este tipo de lectura, práctica que nunca fue mi favorita, pues siempre preferí las lecturas diversas y variadas, ir saltando de uno a otro libro, de autores, épocas y géneros diferentes. Pero creo que esta es la primera vez que me sucede con Los cuentos de la peste (Alfaguara, 2015), de Mario Vargas Llosa, libre recreación de la canónica obra de Giovanni Boccaccio como es el Decamerón.

Decía espectáculo porque la obra es un texto teatral, es decir pensado y escrito para ser llevado a las tablas. Como tal, la obra se estrenó el 28 de enero de 2015 en el Teatro Español de Madrid, con la actuación del propio autor y de actrices y actores españoles como Aitana Sánchez-Gijón, Marta Poveda, Pedro Casablanc y Óscar de la Fuente. La representación fue todo un éxito, siguiendo la estela del anterior suceso que fue Las mil noches y una noche, también inspirada en un texto clásico de la literatura universal. No debemos olvidar que el teatro fue el primer amor literario del escritor, y que si no perseveró en el mismo fue por razones estrictamente circunstanciales.

En la obra del italiano, siete jovencitas y tres muchachos deciden huir de la peste negra, que asolaba Italia en el año 1348, en una villa a las afueras de Florencia, posesión del Duque Ugolino. En Villa Palmieri, encuentran el refugio perfecto, el lugar ideal para salvarse de la muerte a través del recurso inusitado de la fantasía y la ficción, pues en las apacibles jornadas que transcurren se entregarán a los cuentos o historias que cada uno de ellos relatará para hacer más llevaderos los días y como una forma de inmunizarse contra las embestidas terribles de la realidad.

En el caso de Los cuentos de la peste, los personajes son cinco, entre ellos el mismo Boccaccio, el duque Ugolino, Aminta, Pánfilo y Filomena. En el curso de la puesta en escena, cada uno de ellos va sufriendo mudanzas de acuerdo a la historia que se recrea. Han sido seleccionados un puñado de las cien historias que conforman el libro de Boccaccio. Dividido en doce capítulos, repartidos en dos partes, las escenas se suceden con gran agilidad y se leen con una fluidez sorprendente. Es por eso que sus 250 páginas se pasan a gran velocidad, amén de las imágenes que se intercalan en el texto, fotografías que corresponden a los ensayos que realizaron los protagonistas en diciembre de 2014.

Hacía poco más de un mes había concluido el Decamerón, después de cuatro años en que la tuve aparcada, pues a poco más de mes y medio de comenzada la pandemia, el libro cobró una razonable actualidad, por lo que decidí zambullirme en sus páginas, bajo la promesa de esa bullente sensualidad que era materia de los críticos de todas las épocas. Con gran entusiasmo inicié el recorrido por los cien relatos, cuentos o novelas, como dice el autor. La principal dificultad es, sin duda, el lenguaje, una construcción del siglo XIV que ha sido trasladada al español con esa prosa enrevesada y laberíntica que en muchas partes es difícil seguir. Pero las historias son rotundas, conservan todo el gracejo, la picardía y la sensualidad de sus originales, aunque algunas nos parezcan algo ingenuas.

Iba de lo más bien cuando algo me hizo detener, como me ha ocurrido otras veces también. Pero la retomé con fuerza estos últimos meses y gocé hasta el final con las historias increíbles que se cuentan. Experiencia que he empalmado inmediatamente con este libro, o guion diré mejor, de Mario Vargas Llosa para su última obra teatral. Verla en el teatro debe ser una vivencia alucinante, estar frente a cinco seres de carne y hueso encarnando a inmortales entes de ficción.

 


Lima, 28 de diciembre de 2024.

domingo, 1 de diciembre de 2024

Viajes de palabras

 

Hace exactamente treinta años fallecía en Lima el entrañable escritor Julio Ramón Ribeyro, después de su retorno definitivo al Perú, luego de haber residido largos años en París, donde ocupó importantes cargos diplomáticos en la Unesco como representante del país. Autor de una valiosa colección de cuentos agrupados bajo el título de La palabra del mudo, de tres novelas inquietantes -Los geniecillos dominicales, Crónica de San Gabriel y Cambio de guardia- y de inclasificables textos de aforismos reunidos en los volúmenes Prosas apátridas y Dichos de Luder, así como agudos análisis de crítica literaria en La caza sutil y de un voluminoso libro de memorias que ha denominado de modo insólito como La tentación del fracaso, aparte de un par de obras de teatro -Santiago, el pajarero y Atusparia-, ha cimentado su prestigio literario con una trayectoria insobornable y una vocación plena volcada a la escritura con una modestia y una discreción admirables.

Sin embargo, cuando ya todos pensábamos que todo lo publicado por el autor era lo que figuraba en los catálogos de librerías y bibliotecas, nos sorprende este año el lanzamiento de un volumen que recoge cinco cuentos inéditos hallados por el acucioso investigador, y su biógrafo casi oficial, Jorge Coaguila, hallados entre los papeles de su casa de París, resguardados celosamente por su viuda hasta ahora. Con el título de Invitación al viaje y otros cuentos inéditos (Alfaguara, 2024), se completaría la obra total del eximio cuentista. Si bien los relatos mantienen el estilo y el sello característicos del autor, siempre es una novedad recorrer otros paisajes y otras circunstancias nacidas de la pluma maestra de este creador formidable. Veamos cada uno de los relatos.

En el primero de ellos, que da título al volumen, predomina una atmósfera similar al de su novela Los geniecillos dominicales, un ambiente urbano con ciertos atisbos de campo. Lucho, el personaje central, es un muchacho que abandona su casa por un día para tener una aventura por la ciudad. Va acompañado por Teodoro, quien lo abandona después de un incidente conflictivo entre ambos. Una incursión al fin de la noche, una experiencia que no por fallida dejaría de aportarle lecciones profundas de vida, pues cuando retorna al hogar, es su madre quien lo recibe angustiada, una vuelta que es la búsqueda del refugio seguro ante las amenazas y las tentaciones del mundo.

En “La celada”, el misterio se instala en el cuento al seguir las peripecias del narrador con una vieja amiga, Gladys, con quien se ve sucesivas veces en el departamento de ella en Lima. El protagonista busca cumplir su antiguo cometido de conquistarla, pero el comportamiento de la mujer es extraño, pues unas veces lo recibe de manera efusiva y amable y otras se muestra fría y distante. Además, el visitante siempre vacila cada vez que llega al edificio y en el quinto piso debe decidir qué puerta tocar entre dos departamentos contiguos, si el de la derecha o el de la izquierda. Es como si el eterno femenino flotara en el ambiente, dejando al personaje siempre confundido debatiéndose en un mar de dudas.

El tercer cuento, “Monerías. Solicitud al Presidente”, aborda la situación de un comerciante peruano, Américo Diosdado, que ha iniciado el negocio de la exportación de monos a Estados Unidos, para lo cual ha reunido, con la ayuda de cazadores regnícolas, la cifra escalofriante de mil doscientos simios en una granja en Surco. Los ha traído desde las selvas de Huánuco, San Martín, Amazonas y Loreto. Ha contratado un barco para su transporte a San Francisco, sin embargo, trámites burocráticos le han denegado el permiso, aduciendo que los animales son peruanos, parte de nuestra riqueza natural, y que no pueden ser traficados de esa manera. Es entonces que el hombre le escribe una solicitud al mismo Presidente abogando por su caso. Le pide que se haga cargo de ellos, que siguen llegando desde la Amazonía, acaso atraídos por la sangre, pues de lo contrario no tendrá más remedio que abrir todas las jaulas y dejar que los macacos arrasen la ciudad.

Pierluca es un artista que pasa sus vacaciones frente al mar de Cadaqués, en medio de otros conocidos que va encontrando en la playa, a medida que nada buscando piedras extrañas en el fondo marino. Esa noche tiene una cena en casa de Emilio, un pintor que merodea también por la zona y que debate brevemente con Pierluca sobre las conveniencias o no de un trato con Stanfield, un marchante que debe llegar ese día. En este ambiente relajado, mas teñido de incertidumbres, transcurre el relato “Laceraciones de Pierluca”. Este escultor se apresta a exponer en París y Nueva York, y por eso aguarda al agente norteamericano. Al final, ante la mirada de Iria, su mujer, y sus hijos, desde el peñasco más alto se zambulle en el mar. Enzo, Carlo, lo celebran y aplauden, esperando que emerja por la roca del fondo, pero es en vano, mientras Iria sólo esboza una mirada silente.

En el último cuento, “Espíritus”, se escenifica una extraña sesión de espiritismo, con la aparición de un objeto metálico como signo misterioso de la supuesta invocación que Pedro, uno de los amigos del narrador, realiza a su abuelo para averiguar la ubicación de un tesoro familiar, producto de una herencia que no se dio. Un día, en una reunión de amigos en París, uno de los invitados, que era folclorista y etnólogo, ante la vista del objeto olvidado en una mesa, le ayuda a salir del enigma.

Siempre es refrescante hallarse ante la vigencia y actualidad de un artista que se ha ganado un lugar especial en el panteón de la literatura nacional. Más allá de estos nuevos textos, cuyo atractivo es innegable, está la figura de un hombre que después de tres décadas de su partida, sigue estando con nosotros merced a su virtuosismo narrativo y a su talante de escritor de raza.

 


Lima, 1 de diciembre de 2024.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Gustavo Gutiérrez

 

El teólogo más eminente que ha dado el Perú en la última centuria, con una contribución originalísima a ese pensar singular que se ha definido como la inteligencia de la fe, ha muerto el pasado mes a los 96 años de su edad, después de una larga trayectoria vital, intelectual y espiritual en favor de un compromiso auténticamente cristiano. Despedida de este mundo que nos interpela a quienes vivimos en América Latina especialmente, una región marcada por una injusticia secular, y cuyas víctimas son precisamente esos pobres por los cuales Gustavo Gutiérrez siempre ha abogado como su opción preferencial.

Lo leí hace cuarenta años, cuando me sentí muy entusiasmado por la teología de la liberación, la corriente que impulsó justamente a partir de la publicación de su libro capital: Teología de la Liberación. Perspectivas (cep, 1971). La contribución teológica del padre Gutiérrez lo fui asimilando con mis juveniles ímpetus inclinados hacia los problemas sociales de este continente. En los corrillos universitarios me convertí en un difusor ardoroso de los postulados y los aportes del formidable teólogo, a pesar de mi deriva agnóstica cada vez más acentuada.

A contrapelo de la posición oficial de la iglesia Católica, con una postura cada más acentuada hacia posiciones conservadoras, la obra de Gustavo Gutiérrez se inscribe en esa ola de renovación al interior de la propia institución por sectores progresistas, entre ellas la del mismo papa Juan XXIII, bajo cuyo pontificado se llevó a cabo el Concilio Vaticano II, primera apertura del clero hacia la realidad social y económica de un mundo sujeto a grandes cambios y en medio de convulsiones políticas de todo tipo: guerras, revoluciones, movimientos civiles, guerrillas y luchas de liberación en general.

Atesoro como una auténtica joya bibliográfica el libro del sacerdote dominico, que ya tengo otra vez en mis manos después de exactamente cuatro décadas para una obligada y gustosa relectura. Recuerdo que por esos años mi conversación estaba trufada de términos teológicos debido a la apasionada lectura de la obra. Mis amigos me oían pacientes e impávidos en los pasadizos de la Facultad de Derecho de San Marcos después de clases o en un intermedio.

La imagen que despide el padre Gutiérrez es la de un hombre bueno, un ser humano cabal que ha alcanzado ese estadio de humanidad que muy pocos realmente alcanzan en la vida, y no sólo por su condición de religioso, sino porque elevándose por encima de su propio sufrimiento y de las miserias de este mundo, asumió un compromiso que trasciende la mera pertenencia a una congregación religiosa. Una voluntad fidedigna de servicio a los más vulnerables, a los descartables de la sociedad, distingue ese apostolado de largas décadas consagradas a la reflexión crítica y a una pastoral humilde de praxis cristiana.

Pasó largos años vetado por la propia jerarquía eclesial, sobre todo durante el papado de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Impedido de oficiar el rito religioso, fue confinado a una modesta parroquia en un barrio del distrito del Rímac en Lima, desde donde sin embargo siguió su propia batalla silenciosa en favor de los más necesitados. Ninguneado por la élite académica del Vaticano, su doctrina se fue labrando un lugar en la memoria y los corazones de miles de creyentes que escuchaban su palabra renovadora y fresca alzada siempre en pro de quienes el sistema de cosas establecido arroja a la periferia de la sociedad.

Reconocido con el Premio Príncipe de Asturias de la Comunicación y las Humanidades en el año 2003, rescatado poco a poco del olvido oficial impuesto por el clero, su figura se fue asentando en el horizonte de nuestro tiempo hasta adquirir visos de leyenda, siendo respetado en todos los rincones del mundo como uno de los pensadores más destacados de un cristianismo original volcado a una misión de verdadera vocación de caridad, fe y liberación para aquellos que por siglos han padecido la opresión estructural de un sistema injusto y violento que los ha arrojado a condiciones intolerables para la condición humana.

Su legado debe ser retomado por todos quienes somos testigos de una realidad que no ha cambiado gran cosa en los últimos cincuenta años, y que por el contrario parece que ha virado en retroceso. Se impone una relectura de su obra -que ya comentaré próximamente- a la luz de estos signos de los tiempos que no anuncian precisamente mejoras significativas para los eternos olvidados del mundo.

 


Lima, 9 de noviembre de 2024.

sábado, 26 de octubre de 2024

Lejano Oeste

 

Desde hace un tiempo a esta parte Lima se ha convertido en un lugar donde reinan la inseguridad y el crimen en su punto más alto, el hampa desatada y las organizaciones criminales hacen de las suyas ante la impotencia, inacción e impasibilidad de las autoridades de todos los niveles, empezando por los señores del gobierno, la presidenta y sus ministros, y los señores del Congreso que, salvo honrosas excepciones, trabajan día y noche para favorecer sus propios intereses, ligados precisamente al actuar delictivo. Todos los estudios sociológicos, las encuestas de opinión, arrojan el mismo resultado desolador: el poblador común y corriente de esta vasta y desalada urbe, se siente amenazado en su día a día, vive a salto de mata, temeroso de caminar por las calles, de subirse a los vehículos de transporte público, pues las bandas de delincuentes andan al acecho por todos los rincones asaltando, robando, disparando y extorsionando a sus anchas.

La otrora Ciudad de los Reyes, la linajuda capital de lo que fue el Virreinato y luego de la flamante República, ha trocado su condición por esta de ser una tierra de nadie, el escenario donde los bandidos y pillos de todas las categorías han tomado el control de nuestras vidas y se pasean como Pedro por su casa. No contentos con sus tropelías de toda la vida, que ya nos ocasionaban un dolor de cabeza, ahora han adoptados una modalidad canalla para lucrar y vivir a cuerpo de reyes: imponer un cupo a cada dueño de una bodega, vendedor callejero, empresa de transporte, o quien se les venga en gana, bajo la amenaza de atentar contra sus vidas o las de sus seres queridos. A través de llamadas telefónicas, mensajes de texto o simples papeles escritos que dejan en las casas de sus víctimas, las intiman a entregarles cierta cantidad de dinero, pues de lo contrario sencillamente atentarían contra sus vidas o las de sus familiares cercanos. Es decir, el horror instalado en la vida cotidiana de ciudadanos como cualquiera de nosotros, la pesadilla de no poder hacer una vida normal jaqueados por estos facinerosos que han colocado una auténtica espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas.

El otro día en el Callao, una combi con pasajeros se desplazaba por su ruta habitual, cuando un pasajero encañonó al chofer y a tres personas que viajaban con él y les disparó sin piedad. Cuatro muertos en un instante, que engrosan la lista de gente asesinada casi a diario en los últimos meses. Los extorsionadores actúan impunemente, mientras la policía brilla por su ausencia o no sabe qué hacer, pues los oficiales y el ministro del Interior no tienen la estrategia necesaria para enfrentarlos. La presidenta no se atreve a declarar nada al respecto, sólo balbucea acusaciones a la prensa por informar de esta espantosa realidad que para ella tal vez no sea muy importante. Es su método conocido, culpar al mensajero para tener la coartada de no asumir el verdadero rol que le compete como máxima autoridad del país. Es evidente que el cargo le queda muy grande, limitándose a fungir de mucama servicial de las decisiones y exigencias de esas otras pandillas de bribones que actúan en el Poder Legislativo.

Ante todo este desbarajuste, el gremio de transportistas ha decidido responder con un paro de sus actividades. Primero fue un día, luego fueron dos en que la ciudad amaneció sin servicio de transporte público, por lo menos en un gran porcentaje, afectando naturalmente el normal desenvolvimiento de las labores de la clase trabajadora. Han anunciado que se viene una paralización más prolongada, exigiendo la derogatoria de una ley que favorece al crimen organizado dictaminado en el Congreso, así como aquella que bajo la denominación de “terrorismo urbano”, en realidad lo que busca es criminalizar las protestas y poseer una herramienta eficaz para encarcelar a todo quien se atreva a mostrar su desacuerdo con las medidas inútiles del gobierno. Esta gente cree que bautizando con otro nombre los delitos ya conocidos se los va a combatir mejor. Son tan necios que insisten en algo a todas luces absurdo.

Vivimos pues en esta especie de Lejano Oeste del siglo XXI, una tierra sin ley donde la vida no vale nada. Cuadrillas de cuatreros nos esperan a la vuelta de cualquier esquina, ya nadie sabe qué le podrá pasar cuando cada día sale a realizar sus labores habituales, la muerte nos sopla tras la nuca a cualquier hora del día o de la noche. En este Far West de pacotilla, lumpenizado por la gentuza tanto en el poder como en las calles, nadie está seguro de nada, la población vive aterrorizada porque no tiene nadie quien la defienda, no hay forma de encontrar salvación en estas praderas de cemento tomadas por el crimen organizado.


Lima, 12 de octubre de 2024.

Las tres mitades de Afrodita

Mucho tiempo había postergado la lectura de la obra de ficción del escritor español Javier Marías, quien falleciera hace casi exactamente dos años. He comenzado a resarcirme de aquel olvido con la novela El hombre sentimental (1986), que narra una historia de pasiones al filo de las cornisas de la razón. He pasado noches espléndidas leyendo a este formidable autor contemporáneo, demorándome en su escritura tan envolvente, llena de meandros, muy próxima a la de Proust, semejanza que evidentemente extrañaría si no fuera porque el francés es uno de sus autores favoritos. Es difícil, al leer a Javier Marías, no evocar al autor de En busca del tiempo perdido, sobre todo en lo de sus largas sucesiones de oraciones subordinadas.

Narrado en primera persona, su protagonista es un cantante de ópera llamado el León de Nápoles. Ha tenido un sueño esa mañana y, antes de desayunar, pues cree que si lo hace ya no recordará los detalles del sueño, se propone contarlo a la luz de lo que ha sido su vida en los últimos cuatro años. Su prosa es seductora, de una plasticidad excepcional, que se mueve por vericuetos introspectivos de gran calado. El narrador va mostrando todos sus pliegues interiores, sus rincones ocultos, sus preferencias, sus gustos, sus deseos, que va contrastando con los de la heterogénea muchedumbre que lo rodea. Desde un presente evanescente, nos va contando las peripecias de su ajetreada vida, hecha de continuos desplazamientos, viajes, presentaciones en ciudades diversas, aeropuertos, aviones, hoteles, calles distintas e iguales, gente del mundillo de la música y del arte en general.

Viajando en un tren de París a Madrid, donde debe hacer el Otello de Verdi, se pone a observar a sus tres acompañantes en el camarote. Los describe minuciosamente y se pone a conjeturar sobre sus identidades. Coincidentemente, los tres se van a hospedar en el mismo hotel que él. Es así que se producirá el primer encuentro con el tipo que no dejaba de mirar por la ventanilla del tren. Su nombre es Dato, de ocupación acompañante, dos cosas que deben admirar a cualquier mortal. Por su intermedio conoce a Natalia Manur, la misteriosa mujer que dormía en aquella ocasión, quien será el fruto de la discordia en este trepidante triángulo de pasiones encontradas. Ella está casada con un rico banquero belga de nombre Hieronimo Manur. Dato tiene la misión de acompañar a la dama mientras el marido se ocupa en sus infinitas labores financieras.

De esta manera, lentamente, el afamado tenor se va rindiendo a los encantos de la bella señora. Sus encuentros siempre serán, sin embargo, en presencia de Dato, cuando juntos se reúnen a desayunar o almorzar. Una idea va surgiendo en la mente del artista: aniquilar o desaparecer al banquero, para así estar él solo con Natalia Manur, por quien se siente poderosamente atraído. Mientras tanto, otros recuerdos van surgiendo en la mente del protagonista, como por ejemplo su breve relación con Berta Viella, con quien ha vivido una corta temporada, que ahora recuerda sin pesar. Ha recibido la noticia de su muerte y la sorprendente oferta del viudo flamante de devolverle sus libros dejados cuando vivió con ella.

El autor escarba, hurga en el alma de sus personajes, a través de sus gestos y sus palabras, de sus insinuaciones y sus equívocos, descubriéndonos los entresijos laberínticos de un típico triángulo amoroso, tan común entre los seres humanos, subrayados por la excelencia literaria de su factura, como bien lo dice Juan Benet en el epílogo.

He estado pensando en un aire de familia con la forma de narrar de Ernesto Sábato, esa misma prolijidad en la descripción psicológica, esa misma inclinación por las suposiciones, las especulaciones, las divagaciones y la introspección del narrador, así como las pinceladas existenciales -o existencialistas-, que tiñen el conjunto de la historia.

En el desenlace se sugiere el intento de suicidio del hombre de negocios, cuando comprueba que su mujer lo ha abandonado. La desesperación del cantante también será notoria al perder la pista de quien ha sido el vértice intrincado de esta enigmática geometría del amor. Se ha deshecho la figura más enrevesada de la historia de las pasiones humanas, sus tres mitades yacen separadas tal vez para siempre, cortadas por el imprevisible destino que se complace trazando caminos desconocidos para la diminuta comprensión humana.

 

Lima, 29 de septiembre de 2024.