Cuando hace aproximadamente nueve años atrás, Mario Vargas Llosa conoció la historia de Roger Casement, y se dijo que bien merecía una novela, su sagaz intuición de fabulador no se había equivocado. Pues lo que ahora nos entrega, para el deleite y solaz de sus rendidos lectores, es una espléndida obra de arte, una ficción novelística de factura inigualable titulada El sueño del celta (Alfaguara, 2010), donde relata las aventuras y desventuras del cónsul británico por el Congo y la Amazonía, donde estuvo para constatar las atrocidades que los colonos explotadores del caucho cometían contra los aborígenes en ambas regiones del mundo. Pero también la historia de un patriota irlandés que luchó por la emancipación de su pueblo al punto de enemistarse mortalmente con el Imperio al cual sirvió diligentemente en misión diplomática.
Estructurada en tres capítulos: El Congo, La Amazonía e Irlanda, la novela se inicia cuando Roger Casement despierta en la prisión de Pentonville Prison, adonde su abogado -maître George Gavan Duffy- envía a su pasante para comunicarle que la petición de clemencia, que ha elevado al gabinete para que le sea conmutada la pena de la horca, se compromete peligrosamente por el hallazgo de sus diarios.
Nacido en 1864 en un suburbio de Dublín, la capital de Irlanda, Casement tuvo una educación anglicana, junto con sus hermanos Agnes (Nina), Charles y Tom. Le gustaba escuchar los relatos que hacía de sus viajes su padre, el Capitán Roger Casement, que había servido en el Tercer Regimiento de dragones en la India por ocho años. Su madre, Anne Jephson, era católica en secreto y murió cuando Roger tenía nueve años. Es enviado, así como sus hermanos, a la casa del tío abuelo paterno John en el Ulster. Posteriormente se iría a vivir con su tía Grace, hermana de su madre, y con su tío Edward, esposo de aquella. Trabajó en la misma Compañía que su tío cuando acababa de cumplir veinte años; y, luego de dos viajes previos, decidió irse al África.
Allí conoce de los viajes de dos exploradores famosos por el continente negro: David Livingstone y Henry Morton Stanley; sirviendo temporalmente en el grupo de éste último. Estando de cónsul en Boma fue atacado por la malaria por tercera vez, en vísperas de emprender viaje Congo arriba. Ya había hecho un primer viaje, allá por 1884, bajo las órdenes de Stanley, a quien el Rey Leopoldo II de Bélgica encargó preparar el terreno para la llegada de la Asociación Internacional del Congo (AIC). Pudo observar, como testigo presencial, los métodos bestiales de que se valían los europeos para reclutar a los nativos para los múltiples trabajos que exigía el dominio de ese vasto territorio que en la Conferencia de Berlín había sido cedido al monarca belga.
Estando en el Congo conoce al marino mercante polaco Konrad Korzeniowski, más tarde famoso escritor con el nombre de Joseph Conrad, autor de la estupenda novela El corazón de las tinieblas, crónica desgarrada sobre el laberinto humano de la colonización europea en territorio africano. En un encuentro posterior en Londres, Conrad le diría a Casement que merecía ser llamado “el Bartolomé de las Casas británico”; razón por la que no entendía ahora el que no haya firmado el pedido de clemencia para que le conmutaran la pena, solicitud que sí habían suscrito numerosos y connotados intelectuales europeos.
Además de haber despertado en él los ideales independentistas de su vieja Irlanda, que sufre los horrores de la opresión británica, la estadía en el Congo también lo llevó a una pavorosa comprobación. “Si algo he aprendido en el Congo -le dice Roger Casement al padre Hutot, un monje trapense cuya misión se asentaba en la localidad de Coquilhatville-, es que no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano.”
Producto de este dantesco recorrido por el territorio desmesurado de la colonización europea, hecha paradójicamente en nombre de la civilización, pero con medios bárbaros, y moviéndose dramáticamente en las orillas de la locura, Roger Casement redacta su valioso “Informe sobre el Congo”, documento que el gobierno inglés le había encargado al tener noticia de los abusos e iniquidades que perpetraban los súbditos de Leopoldo II en tierras africanas.
Luego de una breve estadía en el Brasil en misión diplomática, recibe el encargo del canciller del Reino de trasladarse a Iquitos, y de ahí a la región del Putumayo, para inspeccionar las denuncias que existían sobre la forma cómo operaba la Peruvian Amazon Compañy del peruano Julio C. Arana. La empresa tenía capitales ingleses, incluso estaba registrada como tal, pero el dueño era este menudo lugareño que había escalado vertiginosamente hasta hacerse propietario de la Compañía.
Estando ya en Iquitos, se entera de las acusaciones -al igual que Edmund D. Morel en Europa- que hacen Benjamín Saldaña Roca y Walter Hardenburg de asesinatos, flagelaciones, mutilaciones y violaciones que se cometen contra los indígenas de las tribus amazónicas, especialmente contra los huitotos, por parte de los empleados de la Peruvian Amazon Company de propiedad de Julio C. Arana. Conoce uno por uno a todos los jefes de cada estación en el Putumayo, una sarta de facinerosos a los que el poder y la impunidad llevaban a perpetrar toda clase de monstruosidades.
Su experiencia en las selvas sudamericanas lo enfrenta otra vez a esos extremos de villanía y ferocidad a los que el ser humano suele descender, espoleado por los demonios de la ambición y del apetito de poder, pues en sus entrañas también alberga un fondo siniestro de maldad ingénita. De ese viaje delirante por las espesuras de la iniquidad humana surge otro escrito, el “Informe sobre el Putumayo”, publicado por el gobierno inglés, previa aprobación, como el Blue Book (El Libro Azul).
La ruina de Arana sobrevendría con la conformación de una Comisión especial en la Cámara de los Comunes en 1912, para investigar las atrocidades de la Peruvian Amazon Company en el Putumayo. Pero antes, el gobierno del Perú, presionado por los gobiernos de Gran Bretaña y de los Estados Unidos, envía al juez Carlos A. Valcárcel, quien es víctima de una infame e implacable persecución que emprenden los criminales de la Casa Arana.
De regreso a Europa, Roger se concentrará en lo que va a convertirse en el “designio excluyente de su vida: la emancipación de Irlanda”. Luego de renunciar al Foreign Office, alegando problemas de salud -los cuales serían probados por los exámenes a que se somete-, se instala en Dublín para dedicarse a la causa irlandesa, mientras aprende gaélico, y no seguir viviendo en esa duplicidad que ya comenzaba a escarnecerlo.
Las discusiones con su amigo Herbert Ward en París recrudecieron por el acusado nacionalismo que empezaban a adquirir las ideas de Roger con respecto a Irlanda. Dice Vargas Llosa que Ward, “burlándose de su nacionalismo, lo exhortaba a volver a la realidad y salir de ese ‘sueño del celta’ en el que se había encastillado”.
Viaja a los Estados Unidos para entrar en contacto con la comunidad irlandesa residente en New York -agrupada en el Clan na Gael-, con el fin de solicitar apoyo económico para la causa independentista. Allí conoce también, para su desgracia, al noruego Eivind Adler Christensen, que cambiaría radicalmente su vida. Este encuentro precipita el final de la peripecia homérica de Roger Casement, delatado como espía al servicio del gobierno alemán durante la Primera Guerra Mundial que se iniciaba por entonces. En su afán de ganar voluntarios para su lucha, visita el campo de los prisioneros irlandeses de Limburg en Alemania, tratando de conseguir adeptos. Su resultado es magro, pues apenas consigue medio centenar de adherentes que son reclutados en el campo de los Brigadistas de Zossen.
Tratando de impedir el levantamiento de Semana Santa de 1916, que él quería coincidiera con el ataque alemán a la flota inglesa, pues de lo contrario sería suicida, es capturado, juzgado y condenado a la horca. En la cárcel, los rumores del hallazgo de sus diarios, que contenían descripciones -mezcla de realidad y fantasía- de íntimos contactos sexuales con jóvenes de los diversos lugares donde había estado, lo cercan moralmente, confinándolo en uno de los tormentos de conciencia más dramáticos que ser humano pueda haber enfrentado.
Al final, valerosamente encara la decisión del gabinete de no aceptar el pedido de clemencia; afronta esos momentos aciagos con el auxilio de dos sacerdotes católicos que le dan la necesaria ayuda espiritual y, entre ensoñaciones y sueños balsámicos en los que aparece prodigiosamente su madre, es ejecutado.
Son conmovedores los momentos en que recibe la visita de Gertrude -Gee, como él la llamaba-, su prima más querida; y después la de Alice Stopford Green, historiadora irlandesa, su amiga y consejera, que abogó hasta el último por su suerte, y quien fue la primera que comenzó a llamarlo con el apodo que le había puesto Herbert Ward: “El celta”. También es conmovedora la escena en que el sheriff Stacey, el guardián de su celda, muestra su lado más humano, hasta el grado de sensibilizarse contándole a Roger su dolor por la pérdida de su único hijo en el frente.
Es, en suma, una portentosa crónica novelística sobre los abismos de la condición humana, encarnados en los abusos y las brutalidades cometidas por los seres humanos en contra de otros seres humanos, azuzados exclusivamente por el invencible demonio de la codicia.
Lima, 4 de diciembre de 2010.