Entre las novelas más espléndidas del escritor ruso Fiodor Dostoievski, sin duda que Los hermanos Karamazov figura en un plano especial. Aparte de haber escrito Crimen y castigo --quizás su obra más difundida--, y la estremecedora Los endemoniados, las otras dos monumentales novelas, el gran novelista eslavo escribió también varios textos de ficción que merecen ser catalogados como imprescindibles para comprender el drama, o la tragedia, del hombre contemporáneo.
Publicada en 1881, cuando su autor tenía 60 años, Los hermanos Karamazov es una de esas novelas que sondea aquel entramado que subyace a toda convencional relación fraternal, porque desnuda sus pliegues más íntimos y explora sus motivaciones menos diáfanas. La historia de Fiodor Pavlovitch Karamazov y sus tres hijos --Dimitri, Iván y Alexei-- está saturada de un fondo de sordo enfrentamiento cruzado así como de intereses en conflicto, que desemboca en situaciones de abierto desafío que terminan de la manera más violenta.
Dimitri es el hijo mayor de Fiodor, hijo de su primera esposa, Adelaida Ivanovna, de la familia noble de los Miusov. A la muerte de su madre, el padre lo abandona y es recogido por Grigori, su fiel sirviente. Pero será Pietr Alexandrovitch Miusov, su pariente materno, quien se hará cargo de él. En el episodio del abandono, que enmascara un prosaico interés por la herencia de la madre, se encuentra el momento clave del entredicho que enfrentará a padre e hijo a lo largo de la novela, y que está resumido en la frase que Rakitine le dice a Aliosha: “Ni uno ni otro sabrán poner freno a sus pasiones, y ambos rodarán juntos al abismo”. El mismo Mitia lo reconoce cuando eleva a niveles metafísicos su lucha y lo hace exclamar: “Es el duelo entre Dios y el diablo, cuyo campo de batalla somos nosotros”.
Iván y Alexei son hijos de la segunda esposa de Fiodor, Sofía Ivanovna, hija de un humilde diácono y que perece sumida en una especie de demencia nerviosa. Ambos son educados por Eutimio Petrovitch Polienov, un filántropo del pueblo. Iván se hace periodista y Aliosha ingresa al noviciado. De alguna manera, cada uno sobrellevará una relación tirante con el padre, a pesar de que el carácter de Aliosha le permite allanarse a los desafueros de Fiodor y evitar situaciones violentas, y por eso mismo este tendrá por su menor hijo una veneración especial. Pero es Iván quien se queda a vivir con su padre, por cuyo motivo sus relaciones tienden a ser cada vez más tirantes, hasta que aquel decide abandonar la casa paterna.
Los intereses encontrados se manifiestan en todas las direcciones, pues mientras Dimitri e Iván se ven enfrentados a causa de Catalina Ivanovna, Dimitri y Fiodor lo están debido a Grushegnka; dos mujeres de personalidad y origen diverso que ponen a prueba esa trágica sensualidad que es el sello genético de los Karamazov.
Dos presencias antitéticas contrapesan el frágil equilibrio psicológico en que se mueven los hermanos: el monje Zossima, mentor de gran ascendencia en la vida de Aliosha, y el tenebroso Smerdiakof, hijo de una orate de la ciudad y recogido por Grigori y Marta, los leales servidores en la casa de Fiodor. La muerte del primero deja una cicatriz en el alma de Alexei, que va a precipitar su decisión de alejarse de la vida conventual; por otro lado la epilepsia del segundo agazapa una siniestra personalidad que va a escudarse en la enfermedad para ocultar sus malévolas intenciones.
Cuando Fiodor Pavlovitch es asesinado, un reguero de culpas se esparcen entre los personajes de la historia, y el espectro macabro del parricidio asedia a Mitia, quien niega hasta el fin su culpa, mientras que Iván se debate en una intensa lucha interior por asumir o no una supuesta autoría intelectual que le achaca Smerdiakof. Y Aliosha asumirá el papel de salvador, de Mesías doméstico en este cruento desenlace que echa sombras de duda sobre el verdadero autor del crimen.
La realización del juicio es la perfecta ocasión para poner a la vista de todos el alma desgarrada de Dimitri, acusado principal de la muerte de su padre por ciertas evidencias que son confirmadas por la mayoría de los testigos. En un momento del mismo, Mitia espeta a sus jueces: “Yo soy un lobo y ustedes son los cazadores”. Luego, en otro instante del juicio, Mitia razona ante los jueces: “¡…es preciso tener la convicción de que se es honrado para poder afrontar la muerte con serenidad!”; pues entiende que a pesar de su declarada inocencia, éstos terminarán por condenarlo.
Pero los pasajes más conmovedores son aquellos cuando Dimitri establece, en diversas partes de la novela, una larga charla con su hermano Aliosha, ante quien se abre absolutamente para volcar todos los demonios que lo habitan. “El ser humano ha pretendido siempre pasar por rebelde, y, sin embargo, es un esclavo”, dice Mitia reconociendo la miseria del hombre. “No veo el sol, pero sé que brilla”, confiesa con cierto patetismo el parricida cuando Aliosha lo visita en la cárcel, condensando en esta expresión las inmensas esperanzas de vida que posee alguien que como él está sometido al encierro físico. “Si la idea de Dios no es otra que fruto de la imaginación del hombre, entonces sería ésta la señora de la tierra”, especula en otro apartado Mitia cuando se sitúa ante la pregunta capital de la filosofía.
Iván también sufre un derrumbe psíquico ante el peso de los acontecimientos, como cuando tiene una aparición, que no es sino el de su propio fantasma, su otro yo, una visión producto de su triunfante esquizofrenia. Es entonces cuando se dice: “Tomar en serio la comedia de la vida, es una tragedia íntima que hace sufrir”, frase que encierra probablemente el sentido más hondo de la historia.
Y cuando Dimitri parte para Siberia para cumplir su condena, entra en acción el plan diseñado por su hermano Iván, pero ejecutado por Aliosha y por Grushegnka. El objetivo es la fuga, que se cumple según lo trazado e imaginado pero que tiene como elemento asombroso la actuación de Aliosha, quien toma el lugar de su hermano mayor y finalmente es absuelto porque su acerado misticismo obra el prodigio de hacer que Liza vuelva a caminar, además de por sus múltiples cualidades de hombre excepcional en medio de la sordidez y las ambiciones desatadas de su propio linaje.
Admirable construcción verbal que bien puede acabarse con las palabras de Mitia a su hermano Aliosha: “Para ser felices nosotros, nos dedicaremos a hacer la felicidad de los demás”, una forma de expiación de las culpas a través del amor cristiano al prójimo, intención sincera del evadido cuando enrumba a América. Y como coronación de estas reflexiones, el recuerdo de una de las sabias sentencias de Zossima: “el infierno no es otra cosa que los sufrimientos de los que no pueden amar”.
Lima 30 de enero de 2010.
sábado, 30 de enero de 2010
sábado, 23 de enero de 2010
Viraje chileno a la derecha
El triunfo en la segunda vuelta electoral del empresario Sebastián Piñera en Chile, con un ajustado pero decisivo 51,61%, frente al 48,39% del candidato oficialista Eduardo Frei, señala el fin de una era y el comienzo de otra en la política de ese país. Se puede argüir que en una democracia como la del vecino del sur, que goza de madurez y se ha consolidado a lo largo de los últimos veinte años, un simple cambio en la conducción del gobierno no implica mayores modificaciones del sistema económico vigente ni mayores sobresaltos para la estructura del poder. Sin embargo existen algunos aspectos que se deben considerar para entender mejor este viraje que ha experimentado la patria de Pablo Neruda y Roberto Matta, de Sergio Arrau y José Donoso, de Víctor Jara y Salvador Allende.
Se suele decir en estos tiempos, y por boca de reputados analistas y expertos en asuntos políticos, que la tradicional división ideológica entre izquierda y derecha resulta a estas alturas anacrónica, imprecisa y ya superada. Pero lo que no dicen es que no existe otro mejor esquema para aprehender el complicado fenómeno de las corrientes ideológicas que permean las sociedades modernas. Es cierto que después de la caída del Muro de Berlín muchos de los estereotipos con que solía analizarse el devenir de los pueblos también se han desplomado, pero no es menos cierto que la vieja escisión que naciera en Francia en plena efervescencia revolucionaria, sigue utilizándose cuando se trata de tener una imagen de primer plano de la actividad política de una sociedad determinada.
No es casual por ello que dos de los más reputados intelectuales de ascendencia liberal hayan concurrido personalmente al país de la estrella solitaria para manifestar su apoyo al candidato de la Coalición para el Cambio. Ni tampoco es producto del azar que dicha coalición esté conformada principalmente por los partidos Renovación Nacional (RN), del propio Piñera, y la Unión Democrática Independiente (UDI), de clara filiación pinochetista.
Sabido es que la Concertación, la alianza de partidos que ha gobernado Chile por 20 años, tiene como sus socios más destacados a la Democracia Cristiana y al Partido Socialista, de cuyas filas han salido los últimos presidentes que han gobernado ese país. Como también es notorio que tras todo ese tiempo en el poder, era natural que el desgaste y el hartazgo jugaran un papel determinante a favor de la opción de la derecha, por más que la actual presidenta, Michelle Bachelet, mantenga al final de su mandato un alto porcentaje de aprobación.
En medio de este triunfo de la derecha, se yerguen en el panorama político-social del futuro inmediato, un conjunto de incertidumbres entre quienes no se conforman solo con los logros económicos del gobierno, con sus cifras deslumbrantes y sus resultados prometedores. Pues hay cuestiones realmente preocupantes por lo que pueda venir, concretamente en materia de derechos humanos; por ejemplo una posible amnistía a los militares que purgan condena por los crímenes perpetrados durante la dictadura de Pinochet, lo que constituye un temor lógico de las víctimas. Además, no se ve la forma en que pueda corregirse con el nuevo gobierno --cuyos programas y doctrinas no privilegian el aspecto social del crecimiento--, el abismo social y económico que separa a su población, pues Chile es el país del reparto más desigual de la riqueza del continente, lo que no es poca cosa. Las llamadas “poblaciones” --barrios pobres de los suburbios--, son a las claras una prueba de que aún queda mucho por hacer para alcanzar el tan ansiado primer mundo.
Los que pregonan por estos lares el ejemplo modélico chileno y nos lo enrostran en la cara como el mejor camino a seguir, deberían repensar en estos factores que también deciden el rostro democrático de una sociedad civilizada. No todo son las maneras corteses y los gestos cívicos, también cuenta la inquietud y la esperanza de los que menos tienen, así como las esperadas actitudes de solidaridad y compromiso de quienes, gozando de los beneficios del sistema, saben que hay un importante sector de ciudadanos que aún no son copartícipes del banquete del desarrollo.
Y la llegada de Piñera a La Moneda --más allá de las palabras y las promesas iniciales--, no permiten abrigar expectativas al respecto, como tampoco permiten ser optimistas en relación al diferendo marítimo que mantiene con el Perú en la Corte de La Haya. Son los socios ultramontanos del nuevo presidente los que enturbian un panorama que podría ser esperanzador, pues son los que al fin de cuentas tendrán el peso decisorio en las cuestiones que impliquen lo que ellos entienden como la defensa de su soberanía y su integridad territorial. Soy pesimista, pues entreveo una sombra que empieza a moverse por los pasillos de La Moneda: la del general Pinochet. Espero que la realidad me desmienta esta visión sombría.
Lima, 22 de enero de 2010.
Se suele decir en estos tiempos, y por boca de reputados analistas y expertos en asuntos políticos, que la tradicional división ideológica entre izquierda y derecha resulta a estas alturas anacrónica, imprecisa y ya superada. Pero lo que no dicen es que no existe otro mejor esquema para aprehender el complicado fenómeno de las corrientes ideológicas que permean las sociedades modernas. Es cierto que después de la caída del Muro de Berlín muchos de los estereotipos con que solía analizarse el devenir de los pueblos también se han desplomado, pero no es menos cierto que la vieja escisión que naciera en Francia en plena efervescencia revolucionaria, sigue utilizándose cuando se trata de tener una imagen de primer plano de la actividad política de una sociedad determinada.
No es casual por ello que dos de los más reputados intelectuales de ascendencia liberal hayan concurrido personalmente al país de la estrella solitaria para manifestar su apoyo al candidato de la Coalición para el Cambio. Ni tampoco es producto del azar que dicha coalición esté conformada principalmente por los partidos Renovación Nacional (RN), del propio Piñera, y la Unión Democrática Independiente (UDI), de clara filiación pinochetista.
Sabido es que la Concertación, la alianza de partidos que ha gobernado Chile por 20 años, tiene como sus socios más destacados a la Democracia Cristiana y al Partido Socialista, de cuyas filas han salido los últimos presidentes que han gobernado ese país. Como también es notorio que tras todo ese tiempo en el poder, era natural que el desgaste y el hartazgo jugaran un papel determinante a favor de la opción de la derecha, por más que la actual presidenta, Michelle Bachelet, mantenga al final de su mandato un alto porcentaje de aprobación.
En medio de este triunfo de la derecha, se yerguen en el panorama político-social del futuro inmediato, un conjunto de incertidumbres entre quienes no se conforman solo con los logros económicos del gobierno, con sus cifras deslumbrantes y sus resultados prometedores. Pues hay cuestiones realmente preocupantes por lo que pueda venir, concretamente en materia de derechos humanos; por ejemplo una posible amnistía a los militares que purgan condena por los crímenes perpetrados durante la dictadura de Pinochet, lo que constituye un temor lógico de las víctimas. Además, no se ve la forma en que pueda corregirse con el nuevo gobierno --cuyos programas y doctrinas no privilegian el aspecto social del crecimiento--, el abismo social y económico que separa a su población, pues Chile es el país del reparto más desigual de la riqueza del continente, lo que no es poca cosa. Las llamadas “poblaciones” --barrios pobres de los suburbios--, son a las claras una prueba de que aún queda mucho por hacer para alcanzar el tan ansiado primer mundo.
Los que pregonan por estos lares el ejemplo modélico chileno y nos lo enrostran en la cara como el mejor camino a seguir, deberían repensar en estos factores que también deciden el rostro democrático de una sociedad civilizada. No todo son las maneras corteses y los gestos cívicos, también cuenta la inquietud y la esperanza de los que menos tienen, así como las esperadas actitudes de solidaridad y compromiso de quienes, gozando de los beneficios del sistema, saben que hay un importante sector de ciudadanos que aún no son copartícipes del banquete del desarrollo.
Y la llegada de Piñera a La Moneda --más allá de las palabras y las promesas iniciales--, no permiten abrigar expectativas al respecto, como tampoco permiten ser optimistas en relación al diferendo marítimo que mantiene con el Perú en la Corte de La Haya. Son los socios ultramontanos del nuevo presidente los que enturbian un panorama que podría ser esperanzador, pues son los que al fin de cuentas tendrán el peso decisorio en las cuestiones que impliquen lo que ellos entienden como la defensa de su soberanía y su integridad territorial. Soy pesimista, pues entreveo una sombra que empieza a moverse por los pasillos de La Moneda: la del general Pinochet. Espero que la realidad me desmienta esta visión sombría.
Lima, 22 de enero de 2010.
sábado, 16 de enero de 2010
VIDA Y POESÍA
Deberíamos levantarnos cada mañana leyendo poesía, para defendernos de la sordidez y miseria de este mundo; como el mejor antídoto contra la ruinosa monotonía de los días, y para embellecer, aun cuando sea por unos instantes, nuestras grises y aburridas existencias.
Así como la música nos eleva, sacándonos de la pedestre realidad, y transportándonos a un mundo de platónicas imágenes y sentidos, nos hace rozar, en esos breves retazos de tiempo, lo que el filósofo alemán Arthur Schopenhauer llamaba la Voluntad, la poesía también posee esos mágicos conjuros, esos accesos hechizantes hacia lo inefable y trascendente.
El poeta simbolista francés Arthur Rimbaud, genio fulgurante y precoz de la poesía, había proclamado su filosofía estética en una frase que, en su sencillez, esconde una aspiración grandísima de la humanidad: “cambiar la vida”; porque el arte, para él, estaba imbuido, entre otras cosas, de cumplir para el género humano esa titánica labor.
Pero la poesía, infelizmente, no está presente en la mayoría de las vidas de los hombres de nuestro tiempo, ocupados en labores y quehaceres aparentemente más importantes, entregados en cuerpo y alma a las sacrosantas leyes del mercado, que exige de ellos todo su tiempo y toda su energía, y que no les deja un solo resquicio por donde asomarse a ese mágico y liberador cielo de la poesía.
El oficio de poeta es una dedicación ancilar y suntuosa, confinada a los rincones más elitistas y marginales de la sociedad, y su obra es vista como un lujoso pasatiempo o, en el peor de los casos, una futesa prescindible. El estilo y el ritmo de la vida actual no dan cabida a una manifestación del espíritu que podría redimirla, sacándola de su pequeñez y su insignificancia, porque el mundo vive prosternado ante los pies de barro de un materialismo ramplón y grosero, que tiene como único norte el consumo y el lucro, la banalización y el envilecimiento de la existencia del hombre como metas supremas de la vida.
Todo tiende a alejar al ser humano de la música de las palabras, el desaforado desarrollo de las ciencias y de la tecnología lo ha convertido gradualmente en un esclavo inconsciente de los objetos, que vive y mata por ellos, que se desvive y sufre por el simple afán de su posesión, que trabaja y se sacrifica hasta la extenuación por la prosaica tenencia. Es el tener la voz de mando de una civilización consagrada a los diosecillos laicos de la máquina, como en su momento lo dijo el maestro Sábato. Mientras que el ser es apenas un concepto metafísico, algo que no nos incumbe, una bagatela ontológica que se pierde en las fantasmagorías de la abstracción.
Y pensar que la poesía es la expresión más alta del espíritu, la quintaesencia del hombre, su revelación y su trascendencia.
Así como la música nos eleva, sacándonos de la pedestre realidad, y transportándonos a un mundo de platónicas imágenes y sentidos, nos hace rozar, en esos breves retazos de tiempo, lo que el filósofo alemán Arthur Schopenhauer llamaba la Voluntad, la poesía también posee esos mágicos conjuros, esos accesos hechizantes hacia lo inefable y trascendente.
El poeta simbolista francés Arthur Rimbaud, genio fulgurante y precoz de la poesía, había proclamado su filosofía estética en una frase que, en su sencillez, esconde una aspiración grandísima de la humanidad: “cambiar la vida”; porque el arte, para él, estaba imbuido, entre otras cosas, de cumplir para el género humano esa titánica labor.
Pero la poesía, infelizmente, no está presente en la mayoría de las vidas de los hombres de nuestro tiempo, ocupados en labores y quehaceres aparentemente más importantes, entregados en cuerpo y alma a las sacrosantas leyes del mercado, que exige de ellos todo su tiempo y toda su energía, y que no les deja un solo resquicio por donde asomarse a ese mágico y liberador cielo de la poesía.
El oficio de poeta es una dedicación ancilar y suntuosa, confinada a los rincones más elitistas y marginales de la sociedad, y su obra es vista como un lujoso pasatiempo o, en el peor de los casos, una futesa prescindible. El estilo y el ritmo de la vida actual no dan cabida a una manifestación del espíritu que podría redimirla, sacándola de su pequeñez y su insignificancia, porque el mundo vive prosternado ante los pies de barro de un materialismo ramplón y grosero, que tiene como único norte el consumo y el lucro, la banalización y el envilecimiento de la existencia del hombre como metas supremas de la vida.
Todo tiende a alejar al ser humano de la música de las palabras, el desaforado desarrollo de las ciencias y de la tecnología lo ha convertido gradualmente en un esclavo inconsciente de los objetos, que vive y mata por ellos, que se desvive y sufre por el simple afán de su posesión, que trabaja y se sacrifica hasta la extenuación por la prosaica tenencia. Es el tener la voz de mando de una civilización consagrada a los diosecillos laicos de la máquina, como en su momento lo dijo el maestro Sábato. Mientras que el ser es apenas un concepto metafísico, algo que no nos incumbe, una bagatela ontológica que se pierde en las fantasmagorías de la abstracción.
Y pensar que la poesía es la expresión más alta del espíritu, la quintaesencia del hombre, su revelación y su trascendencia.
viernes, 8 de enero de 2010
Medio siglo sin Camus
El 4 de enero último se han cumplido cincuenta años de la muerte de uno de los personajes más singulares de la cultura contemporánea. Era de nacionalidad francesa, pero había nacido en Argelia, un territorio que por entonces detentaba el poco honorífico título de colonia. También era periodista, escritor y filósofo, aun cuando la intelectualidad de su época tuviera suspicacias por esta última condición, pues su formación extra académica no era suficiente para aquellos que creían que el oficio de pensar sólo puede pasar por las aulas universitarias y los pergaminos doctorales. Sin embargo, fue el mejor. Su nombre: Albert Camus.
Es trágica la paradoja de que el filósofo que descifrara el absurdo de la existencia humana, muriera absurdamente en un anodino --cruel pero anodino-- accidente automovilístico, cuando regresaba, de pasar las fiestas navideñas con su esposa y sus hijos, del sur de Francia a París, acompañado del editor Michel Gallimard y su familia. “No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto”, había dicho unos días antes frente al luctuoso accidente del ciclista Fausto Coppi.
Tenía el billete del tren que debía regresarlo a París junto con su familia, pero una aciaga propuesta de su amigo hizo que cambiara de planes y acudiera absurdamente a su cita mortal. Llevaba consigo al momento del adiós, su máquina de escribir y los borradores inconclusos de la que sería su última novela, El primer hombre, publicada recién en 1994.
Autor de un puñado de libros imprescindibles como El extranjero (1942), El mito de Sísifo (1942), La peste (1948), El hombre rebelde (1951), La caída (1956) y otros, Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957, a la edad de 44 años, por “su importante producción literaria, que ilumina con seriedad y clara visión los problemas de la conciencia de nuestros tiempos”, como reza la declaración oficial de la Academia Sueca.
Alejado por convicción de toda forma de pensamiento único, recusó con igual fervor al stalinismo como al nazismo, pues descreía de aquellas ideologías que interpretaban al hombre y a la sociedad bajo moldes abstractos y en función de una supuesta teleología superior de la historia. Su posición filosófica transitó desde un nihilismo desesperanzado hacia una especie de humanismo anarquista, marcando distancias tanto del cristianismo como del marxismo y del existencialismo. Su preocupación por el hombre concreto fue abonado por sus abundantes y acuciosas lecturas de Dostoievski, Kierkegaard, Nietzsche y Kafka.
Tuvo una particular visión de los procesos históricos que le tocó vivir, y de la manera como el escritor debe abordar la problemática de su tiempo. “El escritor no puede estar al servicio de los que hacen la historia. Está al servicio de los que la sufren”, dijo alguna vez este pied noir de origen humilde, cuya madre era analfabeta y casi sorda y cuyo padre murió en la Batalla del Marne en los inicios de la Primera Guerra Mundial.
Debo a Camus mi acercamiento vital por la filosofía, pues están sellados con fuego en mi memoria estas primeras líneas de El mito de Sísifo que leí hace más de veinte años: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación”. En qué trance de éxtasis leí estas palabras que dispararon mi interés por una forma de saber que sólo se justifica por el ansia de más saber.
Y a pesar de su ateísmo, o quizás por eso mismo, Camus nunca dejó de tener esperanza en el hombre, en quien veía más cosas dignas de admirar que de abominar, pues a diferencia de Sartre, que pensaba que el hombre era una “pasión inútil”, él pensaba más bien que era una “pasión vital”. Condenó toda forma de violencia, y comentaba irónicamente las maquiavélicas posturas de muchos de sus coetáneos afirmando: “Me decían que eran necesarios unos muertos para llegar a un mundo donde no se mataría”.
Como esas inmensas estrellas que, al morir o colapsar, nos siguen enviando aún su luz, así Albert Camus, 50 años después de su muerte, sigue iluminando con su pensamiento y su obra este endemoniado mundo que nos ha tocado vivir, pero que él prefiguró en sus ensayos y sus ficciones con ese sentido visionario que sólo los grandes saben tener. Su legado sigue vigente, cuando el de muchos ya se ha difuminado a la luz inapelable del tiempo.
Lima, 09 de enero de 2010.
Es trágica la paradoja de que el filósofo que descifrara el absurdo de la existencia humana, muriera absurdamente en un anodino --cruel pero anodino-- accidente automovilístico, cuando regresaba, de pasar las fiestas navideñas con su esposa y sus hijos, del sur de Francia a París, acompañado del editor Michel Gallimard y su familia. “No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto”, había dicho unos días antes frente al luctuoso accidente del ciclista Fausto Coppi.
Tenía el billete del tren que debía regresarlo a París junto con su familia, pero una aciaga propuesta de su amigo hizo que cambiara de planes y acudiera absurdamente a su cita mortal. Llevaba consigo al momento del adiós, su máquina de escribir y los borradores inconclusos de la que sería su última novela, El primer hombre, publicada recién en 1994.
Autor de un puñado de libros imprescindibles como El extranjero (1942), El mito de Sísifo (1942), La peste (1948), El hombre rebelde (1951), La caída (1956) y otros, Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957, a la edad de 44 años, por “su importante producción literaria, que ilumina con seriedad y clara visión los problemas de la conciencia de nuestros tiempos”, como reza la declaración oficial de la Academia Sueca.
Alejado por convicción de toda forma de pensamiento único, recusó con igual fervor al stalinismo como al nazismo, pues descreía de aquellas ideologías que interpretaban al hombre y a la sociedad bajo moldes abstractos y en función de una supuesta teleología superior de la historia. Su posición filosófica transitó desde un nihilismo desesperanzado hacia una especie de humanismo anarquista, marcando distancias tanto del cristianismo como del marxismo y del existencialismo. Su preocupación por el hombre concreto fue abonado por sus abundantes y acuciosas lecturas de Dostoievski, Kierkegaard, Nietzsche y Kafka.
Tuvo una particular visión de los procesos históricos que le tocó vivir, y de la manera como el escritor debe abordar la problemática de su tiempo. “El escritor no puede estar al servicio de los que hacen la historia. Está al servicio de los que la sufren”, dijo alguna vez este pied noir de origen humilde, cuya madre era analfabeta y casi sorda y cuyo padre murió en la Batalla del Marne en los inicios de la Primera Guerra Mundial.
Debo a Camus mi acercamiento vital por la filosofía, pues están sellados con fuego en mi memoria estas primeras líneas de El mito de Sísifo que leí hace más de veinte años: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación”. En qué trance de éxtasis leí estas palabras que dispararon mi interés por una forma de saber que sólo se justifica por el ansia de más saber.
Y a pesar de su ateísmo, o quizás por eso mismo, Camus nunca dejó de tener esperanza en el hombre, en quien veía más cosas dignas de admirar que de abominar, pues a diferencia de Sartre, que pensaba que el hombre era una “pasión inútil”, él pensaba más bien que era una “pasión vital”. Condenó toda forma de violencia, y comentaba irónicamente las maquiavélicas posturas de muchos de sus coetáneos afirmando: “Me decían que eran necesarios unos muertos para llegar a un mundo donde no se mataría”.
Como esas inmensas estrellas que, al morir o colapsar, nos siguen enviando aún su luz, así Albert Camus, 50 años después de su muerte, sigue iluminando con su pensamiento y su obra este endemoniado mundo que nos ha tocado vivir, pero que él prefiguró en sus ensayos y sus ficciones con ese sentido visionario que sólo los grandes saben tener. Su legado sigue vigente, cuando el de muchos ya se ha difuminado a la luz inapelable del tiempo.
Lima, 09 de enero de 2010.
sábado, 2 de enero de 2010
Miscelánea de Año Nuevo
Al finalizar el año 2009, varios temas rondaron mi cabeza para escribir esta primera columna del flamante 2010, disputándose cada una, con razones de peso, la primacía en la elección definitiva. Pero como no tuve el suficiente coraje para decidirme por uno de ellos, he preferido darles cabida a todos en la presente miscelánea. Luego he pensado que no sólo era la forma más democrática para salir del embrollo, sino también la manera más concreta de justificar el nombre de esta columna, que unas veces trata de política interna, otras de política internacional, algunas de cultura en general o de personajes representativos del mundo contemporáneo.
INDULTO INJUSTO. En la escena nacional, la noticia que ha enervado las fibras más elementales de la decencia y de la ética de todo hombre cabal, ha sido sin duda la sospechosa concesión del indulto que ha prodigado el Presidente de la República a un reo de la mafia fujimontesinista, que vendió la línea editorial de su canal de televisión por unos cuantos sucios miles de dólares. Ante las evidencias que se viene aportando desde las unidades de investigación de la prensa independiente, se puede colegir que el procedimiento ha sido amañado y que está viciado de cabo a rabo, pues ni la aparente razón humanitaria ha podido esgrimirse sin cinismo para justificar una decisión absolutamente inmoral y que despide un fuerte hedor a negociado y componenda.
SALOMÓN LERNER FEBRES. El que fuera presidente de la injustamente maltratada --por algunos sectores poco civilizados de nuestra sociedad-- Comisión de la Verdad y Reconciliación, y rector emérito de la Pontificia Universidad Católica del Perú, doctor Salomón Lerner Febres, filósofo y maestro, ha sido galardonado hace unos días por la célebre universidad francesa de La Sorbonne con el Doctorado Honoris Causa. Las razones son evidentes, salvo para ese puñado de mezquinos alharaquientos que siempre buscan restarle méritos a la probidad y la honestidad intelectuales de quien estuvo al frente de esa imprescindible tarea de exorcismo y catarsis que significó el trabajo de dicha Comisión. El galardón no puede sino alegrarnos y emocionarnos, como lo ha dicho también en su columna el doctor Luis Jaime Cisneros, otro peruano de lujo.
INSEGURIDAD MUNDIAL. El reciente atentado fallido en un avión que cubría la ruta Amsterdam-Detroit, no hace sino revelar la creciente inseguridad que se ha apoderado del mundo en materia de controles ante posibles ataques terroristas. El nigeriano de 23 años que estuvo a punto de inmolarse siguiendo las consignas del fundamentalismo de la muerte, ha puesto sobre el tapete nuevamente los debates que desde el 11-S han merecido más de un dolor de cabeza para los encargados de la seguridad en los países más proclives a este tipo de agresiones. Pero también señala los posibles rumbos de la estrategia de Obama para enfrentar este fenómeno, pues es legítimo preguntarse a quién beneficia más un hecho como el descrito, si tenemos en cuenta que, como ha dicho un legislador estadounidense, la guerra del pasado fue Irak, la del presente es Afganistán y la del futuro será Yemén. Este es el país donde justamente se vienen reclutando a los nuevos integrantes de Al Qaeda, y de donde salió Umar Farouk Abdulmutalah en su fatal itinerario.
MAX BLECHER. A raíz de la presentación en España de una de sus obras, me ha sorprendido la existencia de un escritor casi desconocido para el gran público, rumano de nacimiento y de una vida singularísima signada por el dolor y la enfermedad. Se trata de Max Blecher (1909-1938), llamado el “Kafka rumano”, autor de cuatro libros, que fraguó a lo largo de sus cortos 29 años de vida: el poemario Cuerpo transparente (1932); y las novelas Acontecimientos de la irrealidad inmediata (1936), Corazones cicatrizados (1937) y La guarida iluminada. Diario de sanatorio (publicado póstumamente en 1947). Lo impresionante de su caso es que toda esta obra la escribió en posición horizontal, aprisionado por un corsé de escayola que tuvo que llevar desde que los médicos le detectaron tuberculosis ósea a los 19 años. Sus novelas exploran este trance de su vida en clave de ficción con acentuados rasgos autobiográficos, y su sino recuerda en algunos aspectos el de la pintora mexicana Frida Khalo. Se trata del compromiso artístico llevado a los límites de las posibilidades del cuerpo, rescatado y trascendido por el milagro luminoso del espíritu.
AÑOS NUEVOS. Esta celebración tan extendida por todo el Occidente de festejar el comienzo de un nuevo año, tiene su contrapartida en otras culturas que también recuerdan el inicio de un nuevo ciclo temporal con rituales propios de cada cual. Mas el elemento diferenciador de todas ellas es el conteo de los años que cada quien lo hace a partir de sucesos propios de su historia. Pues mientras para los cristianos se inicia el año 2010, los indios ya van por el 2066, los chinos por el 4208 y los judíos por el 5760. Es decir, la emoción de saber que un nuevo periodo de tiempo nos espera para renovar nuestras ilusiones y esperanzas, es un sentimiento que es compartido por todo el género humano, más allá de los números y las fechas que los separan.
Lima, 02 de enero de 2010.
INDULTO INJUSTO. En la escena nacional, la noticia que ha enervado las fibras más elementales de la decencia y de la ética de todo hombre cabal, ha sido sin duda la sospechosa concesión del indulto que ha prodigado el Presidente de la República a un reo de la mafia fujimontesinista, que vendió la línea editorial de su canal de televisión por unos cuantos sucios miles de dólares. Ante las evidencias que se viene aportando desde las unidades de investigación de la prensa independiente, se puede colegir que el procedimiento ha sido amañado y que está viciado de cabo a rabo, pues ni la aparente razón humanitaria ha podido esgrimirse sin cinismo para justificar una decisión absolutamente inmoral y que despide un fuerte hedor a negociado y componenda.
SALOMÓN LERNER FEBRES. El que fuera presidente de la injustamente maltratada --por algunos sectores poco civilizados de nuestra sociedad-- Comisión de la Verdad y Reconciliación, y rector emérito de la Pontificia Universidad Católica del Perú, doctor Salomón Lerner Febres, filósofo y maestro, ha sido galardonado hace unos días por la célebre universidad francesa de La Sorbonne con el Doctorado Honoris Causa. Las razones son evidentes, salvo para ese puñado de mezquinos alharaquientos que siempre buscan restarle méritos a la probidad y la honestidad intelectuales de quien estuvo al frente de esa imprescindible tarea de exorcismo y catarsis que significó el trabajo de dicha Comisión. El galardón no puede sino alegrarnos y emocionarnos, como lo ha dicho también en su columna el doctor Luis Jaime Cisneros, otro peruano de lujo.
INSEGURIDAD MUNDIAL. El reciente atentado fallido en un avión que cubría la ruta Amsterdam-Detroit, no hace sino revelar la creciente inseguridad que se ha apoderado del mundo en materia de controles ante posibles ataques terroristas. El nigeriano de 23 años que estuvo a punto de inmolarse siguiendo las consignas del fundamentalismo de la muerte, ha puesto sobre el tapete nuevamente los debates que desde el 11-S han merecido más de un dolor de cabeza para los encargados de la seguridad en los países más proclives a este tipo de agresiones. Pero también señala los posibles rumbos de la estrategia de Obama para enfrentar este fenómeno, pues es legítimo preguntarse a quién beneficia más un hecho como el descrito, si tenemos en cuenta que, como ha dicho un legislador estadounidense, la guerra del pasado fue Irak, la del presente es Afganistán y la del futuro será Yemén. Este es el país donde justamente se vienen reclutando a los nuevos integrantes de Al Qaeda, y de donde salió Umar Farouk Abdulmutalah en su fatal itinerario.
MAX BLECHER. A raíz de la presentación en España de una de sus obras, me ha sorprendido la existencia de un escritor casi desconocido para el gran público, rumano de nacimiento y de una vida singularísima signada por el dolor y la enfermedad. Se trata de Max Blecher (1909-1938), llamado el “Kafka rumano”, autor de cuatro libros, que fraguó a lo largo de sus cortos 29 años de vida: el poemario Cuerpo transparente (1932); y las novelas Acontecimientos de la irrealidad inmediata (1936), Corazones cicatrizados (1937) y La guarida iluminada. Diario de sanatorio (publicado póstumamente en 1947). Lo impresionante de su caso es que toda esta obra la escribió en posición horizontal, aprisionado por un corsé de escayola que tuvo que llevar desde que los médicos le detectaron tuberculosis ósea a los 19 años. Sus novelas exploran este trance de su vida en clave de ficción con acentuados rasgos autobiográficos, y su sino recuerda en algunos aspectos el de la pintora mexicana Frida Khalo. Se trata del compromiso artístico llevado a los límites de las posibilidades del cuerpo, rescatado y trascendido por el milagro luminoso del espíritu.
AÑOS NUEVOS. Esta celebración tan extendida por todo el Occidente de festejar el comienzo de un nuevo año, tiene su contrapartida en otras culturas que también recuerdan el inicio de un nuevo ciclo temporal con rituales propios de cada cual. Mas el elemento diferenciador de todas ellas es el conteo de los años que cada quien lo hace a partir de sucesos propios de su historia. Pues mientras para los cristianos se inicia el año 2010, los indios ya van por el 2066, los chinos por el 4208 y los judíos por el 5760. Es decir, la emoción de saber que un nuevo periodo de tiempo nos espera para renovar nuestras ilusiones y esperanzas, es un sentimiento que es compartido por todo el género humano, más allá de los números y las fechas que los separan.
Lima, 02 de enero de 2010.
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