Una de las novelas más importantes del siglo XX es, sin duda, la obra publicada en 1948 por el escritor y filósofo francés, de origen argelino, Albert Camus, con el título que encabeza este artículo. Se trata de una parábola sobre la condición del ser humano en situaciones límite. A través de la crónica del doctor Bernard Rieux, nos enteramos de los dramáticos acontecimientos que se suceden en Orán, “una ciudad como otra cualquiera, fea y tranquila”, situada en la zona costera de Argelia, desde el instante en que el médico descubre en el pasadizo de su departamento una rata muerta.
Este hecho, en apariencia insignificante y aislado, más la muerte de Michel, el viejo portero, desatará en la ciudad una epidemia que gradualmente irá sitiando la existencia cotidiana de sus habitantes, y convirtiendo sus grises y comunes días en espacios de abierta desesperación y desasosiego que los hará replantearse el norte de sus vidas y el contenido de su afanes y trajines.
Cuando Rieux le comenta al periodista Raymond Rambert sus primeras impresiones de la peste, éste le dice: “Habla usted en el lenguaje de la razón, usted vive en la abstracción”; pues suele ser muy común reaccionar ante el lenguaje de la mesura y la concisión, con el desaforado nerviosismo de quienes ante una situación novedosa no saben enfrentar la realidad más que con los elementos que el instinto nos pone a la mano.
Muchos conciudadanos --este es el tratamiento municipal que el cronista da a sus vecinos-- se ven forzados a salir de la ciudad, otros tienen que separarse de sus seres queridos, mientras que cada quien va asumiendo su nueva condición con la dolorosa resignación de saber que un mal invisible y mayor, superior a sus fuerzas, se apodera de sus transitorias vidas para quedarse sabe dios hasta cuándo.
Es el caso del mismo doctor Rieux, que ve partir a su esposa --aquejada de una enfermedad de largo tratamiento-- hacia un sanatorio localizado en otra ciudad. También es el caso del periodista Rambert, atrapado en la ciudad en medio de la peste, tratando de mil maneras de poder encontrar un salvoconducto, sea legal o no, para reencontrarse con su mujer que lo espera a muchos kilómetros.
El narrador resume sus reflexiones en una frase memorable: “el gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas que sólo puede terminar el día del encuentro”. A esta esperanza se aferran todos quienes han quedado desamparados al ser declarada en cuarentena la ciudad y, como consecuencia de ello, cerrada a toda entrada y salida.
Una fuente invalorable que utiliza el narrador para reconstruir los hechos es el cuaderno de un personaje singular, Tarrou, quien ha dejado valiosas anotaciones sobre sus impresiones de diversas facetas de la vida en Orán durante la epidemia. Por ejemplo, refiriéndose a la madre del médico, quien ha venido a vivir con su hijo ante la ausencia de su esposa, dice: “una mirada donde se lee tanta bondad será siempre más fuerte que la peste”. O esta admirable descripción de la ciudad en un momento de la tarde: “Hacia las dos, la ciudad queda vacía: es el momento en que el silencio, el polvo, el sol y la peste se reúnen en la calle”.
Y así describe el narrador a la ciudad tomada por la peste: “La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada”. Imagen apocalíptica que sitúa en su real dimensión esta plaga bíblica que el padre Paneloux usará en su sermón para fustigar la conciencia de los azorados cristianos que lo escuchan una tarde en ese reducto de salvación en medio del infierno de la peste.
“El hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma”, razona el narrador sobre los extremos a que puede llevarnos una situación excepcional cuando se vuelve parte de la normalidad de la vida de un pueblo.
Otra secuela del mal que se puede vislumbrar en relación a los sentimientos es lo que anota el cronista con estas palabras: “La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes”.
Hay otros personajes en la historia que sucumben a su modo a los avatares de la peste, como Joseph Grand, auxiliar del Ayuntamiento, que colabora como un cruzado en las labores de los equipos sanitarios del doctor Rieux y que termina traspasado por la peste; o como Othon, el juez que es confinado en el estadio por razones sanitarias, apartado de su familia, de su mujer y, sobre todo, de su hijo, cuya muerte es uno de los episodios más dramáticos de la novela, que describe los estertores del niño con una fuerza insuperable. El juez moriría poco después.
Pero es el rentista Cottard el único personaje aparentemente beneficiado con la peste, pues posee algunos negocios que, con el advenimiento de la peste, le granjearán jugosas ganancias en medio de esa pérdida general que todos experimentan a su manera. Y aun cuando el padre Paneloux quiera socorrer las almas contritas de los oranenses con una forzada reflexión teológica: “El sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual”, la sensación que se percibe entre la población es desoladora e inconsolable.
Y cuando después de varios meses el mal amaina, declarándose oficialmente su retirada, aún tiene la fuerza suficiente para clavar su espadaña en algunos personajes, que se inmolan inocentemente en medio de la algarabía de los otros. Así, Rieux recibe serenamente la noticia de la muerte de su esposa, pues es consciente de lo que el destino es capaz de dictaminar en sus más secretos designios, no sin hacerse una reflexión final que bien puede quedar como el epitafio glorioso de esta historia: “Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama”.
Lima, 19 de febrero de 2010.
Este hecho, en apariencia insignificante y aislado, más la muerte de Michel, el viejo portero, desatará en la ciudad una epidemia que gradualmente irá sitiando la existencia cotidiana de sus habitantes, y convirtiendo sus grises y comunes días en espacios de abierta desesperación y desasosiego que los hará replantearse el norte de sus vidas y el contenido de su afanes y trajines.
Cuando Rieux le comenta al periodista Raymond Rambert sus primeras impresiones de la peste, éste le dice: “Habla usted en el lenguaje de la razón, usted vive en la abstracción”; pues suele ser muy común reaccionar ante el lenguaje de la mesura y la concisión, con el desaforado nerviosismo de quienes ante una situación novedosa no saben enfrentar la realidad más que con los elementos que el instinto nos pone a la mano.
Muchos conciudadanos --este es el tratamiento municipal que el cronista da a sus vecinos-- se ven forzados a salir de la ciudad, otros tienen que separarse de sus seres queridos, mientras que cada quien va asumiendo su nueva condición con la dolorosa resignación de saber que un mal invisible y mayor, superior a sus fuerzas, se apodera de sus transitorias vidas para quedarse sabe dios hasta cuándo.
Es el caso del mismo doctor Rieux, que ve partir a su esposa --aquejada de una enfermedad de largo tratamiento-- hacia un sanatorio localizado en otra ciudad. También es el caso del periodista Rambert, atrapado en la ciudad en medio de la peste, tratando de mil maneras de poder encontrar un salvoconducto, sea legal o no, para reencontrarse con su mujer que lo espera a muchos kilómetros.
El narrador resume sus reflexiones en una frase memorable: “el gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas que sólo puede terminar el día del encuentro”. A esta esperanza se aferran todos quienes han quedado desamparados al ser declarada en cuarentena la ciudad y, como consecuencia de ello, cerrada a toda entrada y salida.
Una fuente invalorable que utiliza el narrador para reconstruir los hechos es el cuaderno de un personaje singular, Tarrou, quien ha dejado valiosas anotaciones sobre sus impresiones de diversas facetas de la vida en Orán durante la epidemia. Por ejemplo, refiriéndose a la madre del médico, quien ha venido a vivir con su hijo ante la ausencia de su esposa, dice: “una mirada donde se lee tanta bondad será siempre más fuerte que la peste”. O esta admirable descripción de la ciudad en un momento de la tarde: “Hacia las dos, la ciudad queda vacía: es el momento en que el silencio, el polvo, el sol y la peste se reúnen en la calle”.
Y así describe el narrador a la ciudad tomada por la peste: “La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada”. Imagen apocalíptica que sitúa en su real dimensión esta plaga bíblica que el padre Paneloux usará en su sermón para fustigar la conciencia de los azorados cristianos que lo escuchan una tarde en ese reducto de salvación en medio del infierno de la peste.
“El hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma”, razona el narrador sobre los extremos a que puede llevarnos una situación excepcional cuando se vuelve parte de la normalidad de la vida de un pueblo.
Otra secuela del mal que se puede vislumbrar en relación a los sentimientos es lo que anota el cronista con estas palabras: “La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes”.
Hay otros personajes en la historia que sucumben a su modo a los avatares de la peste, como Joseph Grand, auxiliar del Ayuntamiento, que colabora como un cruzado en las labores de los equipos sanitarios del doctor Rieux y que termina traspasado por la peste; o como Othon, el juez que es confinado en el estadio por razones sanitarias, apartado de su familia, de su mujer y, sobre todo, de su hijo, cuya muerte es uno de los episodios más dramáticos de la novela, que describe los estertores del niño con una fuerza insuperable. El juez moriría poco después.
Pero es el rentista Cottard el único personaje aparentemente beneficiado con la peste, pues posee algunos negocios que, con el advenimiento de la peste, le granjearán jugosas ganancias en medio de esa pérdida general que todos experimentan a su manera. Y aun cuando el padre Paneloux quiera socorrer las almas contritas de los oranenses con una forzada reflexión teológica: “El sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual”, la sensación que se percibe entre la población es desoladora e inconsolable.
Y cuando después de varios meses el mal amaina, declarándose oficialmente su retirada, aún tiene la fuerza suficiente para clavar su espadaña en algunos personajes, que se inmolan inocentemente en medio de la algarabía de los otros. Así, Rieux recibe serenamente la noticia de la muerte de su esposa, pues es consciente de lo que el destino es capaz de dictaminar en sus más secretos designios, no sin hacerse una reflexión final que bien puede quedar como el epitafio glorioso de esta historia: “Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama”.
Lima, 19 de febrero de 2010.
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