HAITÍ. A un mes del terrible terremoto que asoló el pequeño país caribeño, aún se siguen sacando conclusiones a modo de balance sobre lo que ha significado para la comunidad internacional un hecho de esta naturaleza. Lo primero que llama la atención de un observador medianamente informado, es la curiosa coincidencia de que un evento totalmente imprevisible --como un sismo de la magnitud que se ensañó con Haití--, haya recaído en un país que goza del cruel privilegio de ser el más pobre del continente. Un país que fue el primero en proclamar su independencia entre los países de nuestro subcontinente, pues lo hizo el 1 de enero de 1804, mientras que los más avanzados de los otros recién lo harían en 1810, razón por la que este año se aprestan a celebrar los llamados bicentenarios. Un país que reúne elementos culturales tan diversos y figuras representativas tan dispares. Pues si Haití es el país del vudú y del creole, asimismo ha visto surgir en su territorio nombres de valencia moral tan opuestas como los sanguinarios sátrapas de la dinastía Duvalier --Jean Claude y Francois--, que gobernaron con mano de hierro desde Puerto Príncipe, y Franketienne, el poeta que desde la trinchera de sus delicados versos ha sabido describir todo el drama de sus hermanos a lo largo de la historia. Otros nombres como Jean Jacques Dessalines y Toussaint L’Ouverture, ligados directamente con los sucesos de la independencia, y los Tonton Macoutes, partisanos de lúgubre fama en la isla y en el resto del mundo, completan parcialmente el paisaje humano de este demolido país que ha despertado la solidaridad mundial. Porque la gran lección que se puede extraer de todo esto, es que Haití ha servido para tomar el pulso a la humanidad, para saber cuánto de tal condición nos resta como especie, más allá de la hipocresía de rasgarse las vestiduras solo a partir del violento sismo, cuando nunca antes se hizo nada para sacar a Haití de esas inicuas condiciones de existencia que ya tenía antes terremoto. El éxodo de 250 mil personas, del millón de habitantes que tiene la capital, debe hacernos pensar en la pavorosa tragedia que vive ese pueblo hermano.
DUELO LITERARIO. Dos escritores americanos fallecieron durante el primer mes del presente año. El estadounidense Jerome David Salinger y el argentino Tomás Eloy Martínez. Dos autores a quienes, honestamente, no he leído, cuya obra no la conozco en sus detalles, aun cuando sea un lector atento de los artículos, las columnas y las crónicas periodísticas de Tomás Eloy Martínez; pues de Salinger solo me ha llegado la estela misteriosa de su leyenda y el título imbatible de su libro canónigo: The catcher in the rye, traducido primeramente como El cazador oculto, y luego definitivamente como El guardián entre el centeno. Dos autores, sin embargo, tan disímiles en la forma de asumir la literatura. Después del éxito que significó su libro más conocido, Salinger se convirtió en una suerte de eremita, hosco y distante al trato con la prensa y el público, que defendió hasta el final de sus días ese glorioso anonimato que para él era el don más preciado de un escritor. Mientras que Tomás Eloy Martínez tenía una presencia más visible y comprometida con los problemas de su tiempo, lo que demostró a través del periodismo, como también a través de su obra, un conjunto de novelas que podrían situarse a medio camino entre la historia y la ficción: La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina. Dos formas de entender el oficio de escribir, ambas igualmente válidas y respetables, pues a través de ellas se puede desentrañar la madeja recóndita de la travesía del hombre de estos tiempos, su desoladora condición de sujeto de las pasiones, como su desconcertante papel de protagonista de la historia. Tengo una deuda pendiente con ambos, que espero saldarla próximamente.
Lima, 13 de febrero de 2010.
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