domingo, 31 de octubre de 2010
Los papeles de Irak
El responsable de este remezón informativo es Julian Assange, un australiano de 39 años, de cabellera entrecana y escurridizo peregrinar, que dirige el portal Wikileaks, donde ha publicado, gracias a las filtraciones de que se ha valido, cerca de 400 000 documentos secretos de archivos clasificados sobre la guerra de Irak, que luego han rebotado en los más importantes diarios del mundo, como The New York Times, The Guardian, Der Spiegel, Al Jazeera, Le Monde y otros.
Se trata de vídeos, partes de guerra, informes de rutina y otros papeles que testimonian el accionar de los soldados enviados al país asiático por Bush y sus aliados a partir de 2003, y que ha dejado el saldo nefasto de 109 000 muertos, el 63% de los cuales son civiles, en una invasión cruenta e injustificable que ha complicado el panorama político de una zona del mundo ya de por sí caótica y aparentemente sin salida.
En ellos se pueden conocer los abusos, torturas, violaciones, asesinatos y otros atentados contra los derechos humados perpetrados tanto por las tropas estadounidenses como por soldados del ejército iraquí, en acciones muchas de ellas conjuntas en diversas regiones del país. Se pueden ver, por ejemplo, prisioneros con los ojos vendados, maniatados y recibiendo golpes, latigazos y descargas eléctricas. O los casos concretos, difundidos anteriormente por la prensa mundial, del fotógrafo de la agencia inglesa Reuters, fulminado por un disparo de mortero desde un helicóptero invasor al ser dizque confundido con un militante enemigo que blandía su arma -su cámara- para atacarlos; o el de Nabiha, la mujer embarazada que acudía de emergencia a un centro de salud, también acribillada por estos soldaditos de plomo que pareciera que jugaran inocentemente a la guerra. O los casos de la niña que jugaba en Basora y el de los discapacitados en un control de carretera, tiroteados inmisericordemente y a mansalva por estos agentes alados que desde el aire pueden cometer todo tipo de tropelías parapetados en la inmunidad y la impunidad que provee el anonimato. Esto es lo que ellos llaman, en el eufemismo más canalla, “daños colaterales”, como si la vida humana debiera estar supeditada a sus diabólicos objetivos bélicos.
En julio de este año Wikileaks había dado a conocer los llamados papeles de Afganistán, un volumen de 77 000 documentos que describían la invasión estadounidense a dicho país y que ocasionaron alrededor de 20 000 muertos. En 2004 también se conocieron los abusos que se cometían contra presos iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib, en vídeos e imágenes inéditas que dieron la vuelta al mundo. Y en 1971 Daniel Ellsberg desveló los papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam. Estos últimos son los antecedentes más sorprendentes de la labor que ahora emprende Assange y su portal incómodo, dolor de cabeza para el Departamento de Defensa yanqui, que ya ha puesto a 120 especialistas para que se ocupen de menguar los efectos de este material explosivo.
Después de haberme zambullido en sólo una parte de la información que al respecto ha publicado la prensa del mundo, he salido asqueado y sacudido por las espeluznantes revelaciones que contienen los documentos filtrados. Y aunque muchos acusen hipócritamente a Julian Assange de haber utilizado medios ilegales para conseguir el material en mención, condenando dicha actividad en nombre de principios que aluden a la privacidad y secretismo de los archivos citados, no puedo menos que celebrar el hecho de habernos entregado las pruebas contundentes de lo que legítimamente puede calificarse como crímenes de guerra, éstos sí condenables desde la perspectiva de los valores que consagran los organismos internacionales y que encarnan la democracia y la civilización occidentales.
La gente que vive en los Estados Unidos, pero que tiene otro origen, y que en muchos casos le está agradecida al país que le dio la oportunidad de alcanzar el éxito y la prosperidad material, no puede ignorar lo que significa la actuación del gran imperio gringo en el mundo. Pues el sueño americano alcanzado por algunos -ese privilegio minoritario y excepcional-, no puede avalar la pesadilla que sus fuerzas armadas imponen a los pueblos en muchas regiones del globo, y menos hacerlos juzgar la realidad mundial desde la óptica acomodaticia y muelle de su propio bienestar doméstico.
Lima, 29 de octubre de 2010.
Los papeles de Irak
El responsable de este remezón informativo es Julian Assange, un australiano de 39 años, de cabellera entrecana y escurridizo peregrinar, que dirige el portal Wikileaks, donde ha publicado, gracias a las filtraciones de que se ha valido, cerca de 400 000 documentos secretos de archivos clasificados sobre la guerra de Irak, que luego han rebotado en los más importantes diarios del mundo, como The New York Times, The Guardian, Der Spiegel, Al Jazeera, Le Monde y otros.
Se trata de vídeos, partes de guerra, informes de rutina y otros papeles que testimonian el accionar de los soldados enviados al país asiático por Bush y sus aliados a partir de 2003, y que ha dejado el saldo nefasto de 109 000 muertos, el 63% de los cuales son civiles, en una invasión cruenta e injustificable que ha complicado el panorama político de una zona del mundo ya de por sí caótica y aparentemente sin salida.
En ellos se pueden conocer los abusos, torturas, violaciones, asesinatos y otros atentados contra los derechos humados perpetrados tanto por las tropas estadounidenses como por soldados del ejército iraquí, en acciones muchas de ellas conjuntas en diversas regiones del país. Se pueden ver, por ejemplo, prisioneros con los ojos vendados, maniatados y recibiendo golpes, latigazos y descargas eléctricas. O los casos concretos, difundidos anteriormente por la prensa mundial, del fotógrafo de la agencia inglesa Reuters, fulminado por un disparo de mortero desde un helicóptero invasor al ser dizque confundido con un militante enemigo que blandía su arma -su cámara- para atacarlos; o el de Nabiha, la mujer embarazada que acudía de emergencia a un centro de salud, también acribillada por estos soldaditos de plomo que pareciera que jugaran inocentemente a la guerra. O los casos de la niña que jugaba en Basora y el de los discapacitados en un control de carretera, tiroteados inmisericordemente y a mansalva por estos agentes alados que desde el aire pueden cometer todo tipo de tropelías parapetados en la inmunidad y la impunidad que provee el anonimato. Esto es lo que ellos llaman, en el eufemismo más canalla, “daños colaterales”, como si la vida humana debiera estar supeditada a sus diabólicos objetivos bélicos.
En julio de este año Wikileaks había dado a conocer los llamados papeles de Afganistán, un volumen de 77 000 documentos que describían la invasión estadounidense a dicho país y que ocasionaron alrededor de 20 000 muertos. En 2004 también se conocieron los abusos que se cometían contra presos iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib, en vídeos e imágenes inéditas que dieron la vuelta al mundo. Y en 1971 Daniel Ellsberg desveló los papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam. Estos últimos son los antecedentes más sorprendentes de la labor que ahora emprende Assange y su portal incómodo, dolor de cabeza para el Departamento de Defensa yanqui, que ya ha puesto a 120 especialistas para que se ocupen de menguar los efectos de este material explosivo.
Después de haberme zambullido en sólo una parte de la información que al respecto ha publicado la prensa del mundo, he salido asqueado y sacudido por las espeluznantes revelaciones que contienen los documentos filtrados. Y aunque muchos acusen hipócritamente a Julian Assange de haber utilizado medios ilegales para conseguir el material en mención, condenando dicha actividad en nombre de principios que aluden a la privacidad y secretismo de los archivos citados, no puedo menos que celebrar el hecho de habernos entregado las pruebas contundentes de lo que legítimamente puede calificarse como crímenes de guerra, éstos sí condenables desde la perspectiva de los valores que consagran los organismos internacionales y que encarnan la democracia y la civilización occidentales.
La gente que vive en los Estados Unidos, pero que tiene otro origen, y que en muchos casos le está agradecida al país que le dio la oportunidad de alcanzar el éxito y la prosperidad material, no puede ignorar lo que significa la actuación del gran imperio gringo en el mundo. Pues el sueño americano alcanzado por algunos -ese privilegio minoritario y excepcional-, no puede avalar la pesadilla que sus fuerzas armadas imponen a los pueblos en muchas regiones del globo, y menos hacerlos juzgar la realidad mundial desde la óptica acomodaticia y muelle de su propio bienestar doméstico.
Lima, 29 de octubre de 2010.
Los papeles de Irak
El responsable de este remezón informativo es Julian Assange, un australiano de 39 años, de cabellera entrecana y escurridizo peregrinar, que dirige el portal Wikileaks, donde ha publicado, gracias a las filtraciones de que se ha valido, cerca de 400 000 documentos secretos de archivos clasificados sobre la guerra de Irak, que luego han rebotado en los más importantes diarios del mundo, como The New York Times, The Guardian, Der Spiegel, Al Jazeera, Le Monde y otros.
Se trata de vídeos, partes de guerra, informes de rutina y otros papeles que testimonian el accionar de los soldados enviados al país asiático por Bush y sus aliados a partir de 2003, y que ha dejado el saldo nefasto de 109 000 muertos, el 63% de los cuales son civiles, en una invasión cruenta e injustificable que ha complicado el panorama político de una zona del mundo ya de por sí caótica y aparentemente sin salida.
En ellos se pueden conocer los abusos, torturas, violaciones, asesinatos y otros atentados contra los derechos humados perpetrados tanto por las tropas estadounidenses como por soldados del ejército iraquí, en acciones muchas de ellas conjuntas en diversas regiones del país. Se pueden ver, por ejemplo, prisioneros con los ojos vendados, maniatados y recibiendo golpes, latigazos y descargas eléctricas. O los casos concretos, difundidos anteriormente por la prensa mundial, del fotógrafo de la agencia inglesa Reuters, fulminado por un disparo de mortero desde un helicóptero invasor al ser dizque confundido con un militante enemigo que blandía su arma -su cámara- para atacarlos; o el de Nabiha, la mujer embarazada que acudía de emergencia a un centro de salud, también acribillada por estos soldaditos de plomo que pareciera que jugaran inocentemente a la guerra. O los casos de la niña que jugaba en Basora y el de los discapacitados en un control de carretera, tiroteados inmisericordemente y a mansalva por estos agentes alados que desde el aire pueden cometer todo tipo de tropelías parapetados en la inmunidad y la impunidad que provee el anonimato. Esto es lo que ellos llaman, en el eufemismo más canalla, “daños colaterales”, como si la vida humana debiera estar supeditada a sus diabólicos objetivos bélicos.
En julio de este año Wikileaks había dado a conocer los llamados papeles de Afganistán, un volumen de 77 000 documentos que describían la invasión estadounidense a dicho país y que ocasionaron alrededor de 20 000 muertos. En 2004 también se conocieron los abusos que se cometían contra presos iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib, en vídeos e imágenes inéditas que dieron la vuelta al mundo. Y en 1971 Daniel Ellsberg desveló los papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam. Estos últimos son los antecedentes más sorprendentes de la labor que ahora emprende Assange y su portal incómodo, dolor de cabeza para el Departamento de Defensa yanqui, que ya ha puesto a 120 especialistas para que se ocupen de menguar los efectos de este material explosivo.
Después de haberme zambullido en sólo una parte de la información que al respecto ha publicado la prensa del mundo, he salido asqueado y sacudido por las espeluznantes revelaciones que contienen los documentos filtrados. Y aunque muchos acusen hipócritamente a Julian Assange de haber utilizado medios ilegales para conseguir el material en mención, condenando dicha actividad en nombre de principios que aluden a la privacidad y secretismo de los archivos citados, no puedo menos que celebrar el hecho de habernos entregado las pruebas contundentes de lo que legítimamente puede calificarse como crímenes de guerra, éstos sí condenables desde la perspectiva de los valores que consagran los organismos internacionales y que encarnan la democracia y la civilización occidentales.
La gente que vive en los Estados Unidos, pero que tiene otro origen, y que en muchos casos le está agradecida al país que le dio la oportunidad de alcanzar el éxito y la prosperidad material, no puede ignorar lo que significa la actuación del gran imperio gringo en el mundo. Pues el sueño americano alcanzado por algunos -ese privilegio minoritario y excepcional-, no puede avalar la pesadilla que sus fuerzas armadas imponen a los pueblos en muchas regiones del globo, y menos hacerlos juzgar la realidad mundial desde la óptica acomodaticia y muelle de su propio bienestar doméstico.
Lima, 29 de octubre de 2010.
Los papeles de Irak
El responsable de este remezón informativo es Julian Assange, un australiano de 39 años, de cabellera entrecana y escurridizo peregrinar, que dirige el portal Wikileaks, donde ha publicado, gracias a las filtraciones de que se ha valido, cerca de 400 000 documentos secretos de archivos clasificados sobre la guerra de Irak, que luego han rebotado en los más importantes diarios del mundo, como The New York Times, The Guardian, Der Spiegel, Al Jazeera, Le Monde y otros.
Se trata de vídeos, partes de guerra, informes de rutina y otros papeles que testimonian el accionar de los soldados enviados al país asiático por Bush y sus aliados a partir de 2003, y que ha dejado el saldo nefasto de 109 000 muertos, el 63% de los cuales son civiles, en una invasión cruenta e injustificable que ha complicado el panorama político de una zona del mundo ya de por sí caótica y aparentemente sin salida.
En ellos se pueden conocer los abusos, torturas, violaciones, asesinatos y otros atentados contra los derechos humados perpetrados tanto por las tropas estadounidenses como por soldados del ejército iraquí, en acciones muchas de ellas conjuntas en diversas regiones del país. Se pueden ver, por ejemplo, prisioneros con los ojos vendados, maniatados y recibiendo golpes, latigazos y descargas eléctricas. O los casos concretos, difundidos anteriormente por la prensa mundial, del fotógrafo de la agencia inglesa Reuters, fulminado por un disparo de mortero desde un helicóptero invasor al ser dizque confundido con un militante enemigo que blandía su arma -su cámara- para atacarlos; o el de Nabiha, la mujer embarazada que acudía de emergencia a un centro de salud, también acribillada por estos soldaditos de plomo que pareciera que jugaran inocentemente a la guerra. O los casos de la niña que jugaba en Basora y el de los discapacitados en un control de carretera, tiroteados inmisericordemente y a mansalva por estos agentes alados que desde el aire pueden cometer todo tipo de tropelías parapetados en la inmunidad y la impunidad que provee el anonimato. Esto es lo que ellos llaman, en el eufemismo más canalla, “daños colaterales”, como si la vida humana debiera estar supeditada a sus diabólicos objetivos bélicos.
En julio de este año Wikileaks había dado a conocer los llamados papeles de Afganistán, un volumen de 77 000 documentos que describían la invasión estadounidense a dicho país y que ocasionaron alrededor de 20 000 muertos. En 2004 también se conocieron los abusos que se cometían contra presos iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib, en vídeos e imágenes inéditas que dieron la vuelta al mundo. Y en 1971 Daniel Ellsberg desveló los papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam. Estos últimos son los antecedentes más sorprendentes de la labor que ahora emprende Assange y su portal incómodo, dolor de cabeza para el Departamento de Defensa yanqui, que ya ha puesto a 120 especialistas para que se ocupen de menguar los efectos de este material explosivo.
Después de haberme zambullido en sólo una parte de la información que al respecto ha publicado la prensa del mundo, he salido asqueado y sacudido por las espeluznantes revelaciones que contienen los documentos filtrados. Y aunque muchos acusen hipócritamente a Julian Assange de haber utilizado medios ilegales para conseguir el material en mención, condenando dicha actividad en nombre de principios que aluden a la privacidad y secretismo de los archivos citados, no puedo menos que celebrar el hecho de habernos entregado las pruebas contundentes de lo que legítimamente puede calificarse como crímenes de guerra, éstos sí condenables desde la perspectiva de los valores que consagran los organismos internacionales y que encarnan la democracia y la civilización occidentales.
La gente que vive en los Estados Unidos, pero que tiene otro origen, y que en muchos casos le está agradecida al país que le dio la oportunidad de alcanzar el éxito y la prosperidad material, no puede ignorar lo que significa la actuación del gran imperio gringo en el mundo. Pues el sueño americano alcanzado por algunos -ese privilegio minoritario y excepcional-, no puede avalar la pesadilla que sus fuerzas armadas imponen a los pueblos en muchas regiones del globo, y menos hacerlos juzgar la realidad mundial desde la óptica acomodaticia y muelle de su propio bienestar doméstico.
Lima, 29 de octubre de 2010.
domingo, 24 de octubre de 2010
Cabeza abajo
Agrupados en seis capítulos: La escuela del mundo al revés; Cátedras del miedo; Seminario de ética; Clases magistrales de impunidad; Pedagogía de la soledad y La contraescuela, los temas se van sucediendo precedidos por subtítulos reveladores y originales sobre una gama diversa de aspectos de la realidad mundial que desatan en el ensayista una serie de reflexiones críticas para abrir los adormilados ojos de un público acostumbrado a las imágenes oficiales que nos pinta el sistema imperante, y para despertar las mentes de masas enteras de individuos extasiados por el fuego de artificio de la propaganda oficiosa.
Como el libro es extenso y sustancioso, voy a expurgar algunos pasajes ejemplares del mismo que reflejan las ideas centrales y el pensamiento contracultural de este escritor que ya se había hecho famoso a raíz de un libro capital de la literatura latinoamericana: Las venas abiertas de América Latina, obra que en los años que tiene de publicado ha producido más de un escozor en las almas biempensantes de ciertos sectores de la intelectualidad latinoamericana ligada a los rabos del poder establecido.
En plena cúspide de la sociedad de consumo que idolatra la máquina, que se rinde en pleitesía ante los portentos de la era industrial en su fase superior, y que tiene como símbolo de ese fervor al automóvil, Galeano dice: “Como tantos otros símbolos de la sociedad de consumo, el automóvil está en manos de una minoría, que convierte sus costumbres en verdades universales y nos obliga a creer que el motor es la única prolongación posible del cuerpo humano”. Convendría hacer un elogio moderno del peatón, una oda vindicativa del hombre de a pie, de ese ser que resiste con la firmeza de sus miembros imbatibles la arrolladora invasión de ese intruso suntuoso de la vida humana, tan letal muchas veces como un arma contemporánea.
En ese mismo tono el escritor recuerda el papel de las fuerzas armadas y su tecnología sofisticada al servicio de la industria de la muerte: “Las multimillonarias inversiones de las fuerzas armadas en la tecnología de la comunicación han simplificado y acelerado su tarea, y han hecho posible la promoción mundial de sus actos criminales como si fueran contribuciones a la paz del planeta”. Se trata de vendernos la falsa idea de que ellos luchan en beneficio de los sacrosantos valores en los que no creen, de los eminentes principios que cotidianamente ellos pisotean con sus actos. Pensemos sino en un monigote de la política internacional de estos tiempos, que impulsó y avaló la invasión de un país con el sambenito de que lo hacía para proteger a la humanidad, pues dicho país escondía en sus humeantes usinas el arma nuclear.
O pensemos también en esos pobres soldados de los ejércitos imperiales, que piensan que pelean por la libertad, por el mundo libre, por los principios y los valores de Occidente, por la gran nación norteamericana -y eso cuando piensan-, pues estoy casi seguro que los más ni siquiera saben por qué están en el frente. Muchos de ellos provienen de la periferia del mundo desarrollado, reclutados como carne de cañón por estas modernas legiones romanas que pretenden erigirse en gendarmes mundiales de la humanidad. O como dice Galeano, y lo que es peor, “las grandes potencias que gobiernan al mundo ejercen la delincuencia internacional con impunidad y sin remordimientos”.
La televisión como el ágora electrónica de nuestro tiempo es motivo también de sugestivas reflexiones del periodista, pues su presencia en la vida y en la mente de millones de seres humanos ha permeado la cultura moderna en una magnitud inusitada. No se imagina la vida actual, para esa ingente colectividad universal, ajena a los destellos y las soflamas de un invento que ha revolucionado, para bien y para mal, la historia del hombre.
La terrible ambivalencia moral de este mundo patas arriba se grafica en las palabras del obispo brasileño Helder Cámara, citadas por Galeano: “Cuando doy comida a los pobres, me llaman santo. Y cuando pregunto por qué no tienen comida, me llaman comunista”. Pareciera que para los amos del mundo, es suficiente la caridad en tanto comporta un acto neutro y despersonalizado, una forma de ejercer la humillación a la masa de desheredados, y que asumir la crítica de lo contrahecho es un acto subversivo inaceptable.
Por último, dos citas memorables, perlas destacadas en el tapiz valiosísimo de este libro fundamental e imprescindible: “La verdad está en el viaje, no en el puerto. No hay más verdad que la búsqueda de la verdad”; “aunque estamos mal hechos, no estamos terminados; y es la aventura de cambiar y de cambiarnos la que hace que valga la pena este parpadeo en la historia del universo, este fugaz calorcito entre dos hielos, que nosotros somos”. Servidos.
Lima, 24 de octubre de 2010.
sábado, 16 de octubre de 2010
Los hombres del subterráneo
El episodio que por su espectacularidad ha acaparado la atención pública mundial en los últimos dos meses, se ha resuelto felizmente con el rescate de 33 mineros atrapados en un socavón de la mina San José en el desierto de Atacama, al norte de Chile. Han sido 69 días de un drama que ha conmovido al mundo entero por lo insólito de la situación y por el despliegue que ha suscitado tanto a nivel de la prensa como a nivel de las autoridades del gobierno.
Pero el hecho tiene varias aristas que nos pueden llevar a reflexiones interesantes sobre la condición humana y a lecciones valiosas con respecto a esta aventura del ser humano por el planeta que llamamos vida. En situaciones límite suelen revelarse los lados más decisivos del comportamiento y la conducta del hombre, aquellos que atañen al fondo común de la especie y que nos identifican como seres dotados de ciertas características afines.
El primer aspecto que se evidencia a cualquier mínimo análisis es el que se refiere a las condiciones de trabajo de estos mineros, esa realidad precaria de tantas empresas del rubro que por consideraciones muchas veces exclusivamente económicas, postergan como cosa secundaria la propia seguridad de los trabajadores, que casi siempre tienen que laborar en las situaciones más riesgosas, entrañando ello un peligro latente para sus vidas.
La fiebre del oro ha lanzado a decenas de empresarios mineros a la búsqueda, en las entrañas de la tierra, de las riquezas que ella esconde, valiéndose para ello de un enjambre de hombres necesitados de empleo, y que en muchas ocasiones tienen que hacerlo aun a sabiendas de que no tienen las más elementales garantías para que su seguridad física sea preservada. Sucede más en nuestros países, en donde los gobiernos de turno son involuntarios cómplices de una realidad a todas luces inaceptable. Es decir, como ha afirmado un minero, esto pudo evitarse.
El otro ángulo de interés es el psicológico. En el prólogo a su libro Aurora, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche declara que ese libro es obra de un hombre subterráneo, “de un hombre que taladra, que socava y que roe. Quien tenga los ojos acostumbrados a estas actividades subterráneas podrá ver con qué delicada inflexibilidad va avanzando lentamente el autor, sin que parezca afectarle el inconveniente que supone estar largo tiempo privado de aire y de luz”.
Lo que puede significar a nivel metafórico la tarea del pensador, también lo puede vivir el hombre común y corriente a nivel real y concreto, pues más allá de las lógicas distancias entre ambos, y de las circunstancias buscadas o fortuitas que puedan diferenciarlas, está la experiencia humana que busca explicarse a la luz del entendimiento, sometida a la severa interrogante que se formula el filósofo: “¿no será que quiere rodearse de una densa oscuridad que sea suya y nada más que suya, que trata de adueñarse de cosas incomprensibles, ocultas y enigmáticas, con la conciencia de que de ello surgirá su mañana, su propia redención, su propia aurora?”.
Sean buscadas o halladas accidentalmente, experiencias como esta nos permiten efectivamente el acceso a verdades refundidas en lo más recóndito de una realidad hecha de rutinas, lugares comunes y de cierta grisura rampante. No es de extrañar por eso que en las declaraciones de aquellos mineros emergidos a la superficie, el común denominador sea que a raíz de este suceso sus vidas hayan operado un cambio radical en muchos sentidos. Por lo pronto, todos ellos, o casi, han experimentado una conversión espiritual de tal magnitud que los ha llevado a acercarse más a la religión. Era una consecuencia natural, pues ante el enigma de lo incomprensible y sometidos a una prueba de hierro, el ser humano tiende a buscar amparo en otro enigma, en el misterio de un padre protector, mejor si tiene el halo divino, que todo lo puede, que todo lo sabe.
Termina diciendo el filósofo: “Por supuesto que volverá a la superficie; no le preguntéis que es lo que busca allá abajo; él mismo os lo dirá cuando vuelva a ser hombre ese Trofonio, ese sujeto de aspecto subterráneo. Y es que quienes, como él, han vivido a solas mucho tiempo llevando una existencia de topo, no pueden permanecer en silencio”. Nuestros mineros no buscaban allá en las profundidades nada abstracto ni espiritual, pero ahora, vueltos a la normalidad, después de esa soledad compartida de 69 días, ya no pueden callar su inmersión en los abismos personales de la angustia y en ese infierno devastador de la desesperación que los habrá dominado permanentemente.
Luego del periodo traumático por el que tendrán que pasar necesariamente, vendrá una etapa de procesamiento de lo ocurrido, asumiendo cada quien lo que le corresponde después de esta insólita experiencia. Las heridas psíquicas quedarán, pero irán cicatrizando lentamente. El dolor de lo sufrido, al final, les dejará una enseñanza imborrable y sin duda valiosa.
Lima, 16 de octubre de 2010.
jueves, 7 de octubre de 2010
Mario Vargas Llosa: un Nobel esperado
Si bien figuraba entre los candidatos de cada año para la obtención del codiciado galardón, sus posibilidades se hacían más lejanas cada vez que un desconocido se hacía acreedor al premio, y, sobre todo, cada vez que escuchábamos las razones o sinrazones por las que los académicos suecos habrían vetado para siempre –como lo hicieron con Borges, por ejemplo-, el reconocimiento oficial a la copiosa y valiosa obra del novelista peruano.
Pero he aquí que, la primera noticia que escucho -a través de la Radio Neederlands, que acostumbro sintonizar al inicio del día- este jueves 7 de octubre por la mañana, recién levantado y aseándome para acudir a las diarias labores, es el anuncio de la concesión a nuestro afamado compatriota del premio más importante del mundo de las letras.
Tengo la imagen -o el recuerdo de la imagen- de la primera vez que escuché el nombre de Vargas Llosa. Era 1978, yo cursaba el segundo año de la secundaria y la profesora de literatura nos entregó una lista de autores y libros que deberíamos leer como parte de la carga académica de ese año. El primer autor elegido fue Edgardo Rivera Martínez, cuyo libro Azurita sería el primer bocado de mi incipiente voracidad literaria. Pero quedó flotando en mi mente, el sonido de un nombre que ya venía nimbado de cierta resonancia nacional. Yo ignoraba entonces que ya Vargas Llosa había protagonizado el famoso boom de los años sesenta y que su figura ya poseía relieves continentales.
Me acompañó el sonido de ese nombre durante todo ese año, asociado al título de la primera novela que de él oí mencionar: La ciudad y los perros, así como al de sus primeros libros de relatos, Los cachorros y Los jefes, que en la conocida edición de Peisa venían en un solo volumen. Por cierto, éste fue otro de los libros elegidos para su lectura durante ese año escolar.
En los años siguientes, su nombre se disipó entre el maremágnum de otras obligaciones académicas y de una multitud de autores que fueron incorporándose al ámbito creciente de mis intereses intelectuales.
Pero fueron los años universitarios los que me permitieron conocer, como es debido, la mayor parte de la ya ingente producción del ilustre arequipeño. Fue así como se agregaron a mi disfrute estético, libros como La casa verde, Conversación en la catedral, La guerra del fin del mundo, Pantaleón y las visitadoras y, obviamente, La ciudad y los perros.
Posteriormente, me fue dado acceder a su faceta de ensayista, tan importante como la de novelista, y que Vargas Llosa encara con parejo rigor. Fue así que libros como La verdad de las mentiras, El lenguaje de la pasión, La utopía arcaica, La tentación de lo imposible, Viaje a la ficción, La orgía perpetua, el Diccionario del amante de América Latina y su libro de memorias El pez en el agua, se convirtieron en el deleite de sucesivos encuentros con el pensamiento y con las ideas que en materia política, artística y literaria posee el laureado escritor.
Últimamente he tratado de saldar algunas deudas de lecturas que los años dejaron pasar, como La tía Julia y el escribidor, Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto, El hablador, El paraíso en la otra esquina y La fiesta del chivo. Todos ellos leídos con la intensidad y la pasión que contagian las historias y el lenguaje, pues en Vargas Llosa tan importante como lo que se cuenta es la manera cómo se lo cuenta, asunto en el que ha hecho algunos aportes formales que bien vale la pena destacar.
Ha recibido todos los premios más importantes que un escritor puede recibir, entre ellos el Premio Cervantes -el mayor de la lengua española-, el Premio Príncipe de Asturias, el Rómulo Gallegos, el Premio Jerusalén, etc. Y ahora, el que se considera el máximo laurel del planeta: el Premio Nobel.
Es el primer peruano en obtener un premio de esta magnitud, y aun cuando podemos discrepar de sus ideas políticas -como muchas veces yo lo he hecho en este medio-, la calidad de su obra está fuera de toda duda. Su vocación temprana por el teatro, y sus esporádicas incursiones en el género, completan el cuadro de su actividad literaria. Además está el Vargas Llosa periodista, el fogoso columnista de opinión que desde las trincheras más diversas de la prensa mundial defiende ardorosamente sus puntos de vista sobre temas políticos de actualidad internacional, así como nos entrega cada tanto exquisitas crónicas de autores clásicos y no tan clásicos que su paladar de lector inveterado nos invita a degustar.
No debemos olvidar tampoco su activismo político, su fervorosa militancia en favor de causas libertarias y que estuvieron a punto de colocarlo en la primera magistratura de la nación. La fundación del Movimiento Libertad, su participación en cuanto suceso político que comprometiera la vigencia de las libertades, lo pusieron en el candelero de las discusiones en numerosas ocasiones, tanto en el Perú como en América Latina y en el mundo.
Es por ello pues, por méritos propios que están más allá de toda discusión, que se le reconoce ahora con el último premio de trascendencia que le faltaba en su vasta carrera literaria: el Premio Nobel de Literatura, merced a una obra que traza, como reza la declaración oficial, una cartografía de las estructuras del poder y una descripción de la condición del individuo frente a las amenazas que se ciernen sobre él en un mundo tan complejo como el que nos ha tocado vivir.
Después de veinte años, cuando en 1990 ganó el gran Octavio Paz, América Latina vuelve a ser reconocida y valorada, gracias a la disciplinada y ferviente labor de este peruano que nos enorgullece y nos representa como ninguno. ¡Gaudeamus!
Lima, 7 de octubre de 2010.
sábado, 2 de octubre de 2010
Gustave Flaubert: el mandarín anarquista
Uno de los mayores ensayos que se haya publicado sobre el escritor francés Gustave Flaubert (1821-1880), es aquel que por el año de 1975 escribiera el novelista peruano Mario Vargas Llosa, con el título de La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary. A la par que sondea la intensa biografía del novelista que más admira, escruta los entresijos de su más emblemática novela, aquella que según el autor –coincidiendo en este juicio con el de muchos otros entendidos-, es la fundadora de la novela moderna.
El libro se articula en torno a una reflexión central sobre el porqué de la escritura de ficciones, logrando desentrañar, desde su perspectiva, ese misterio que ha dado que pensar a generaciones enteras de críticos y estudiosos de la literatura, así como a los teóricos del arte en general. Comenzando por el principio, Vargas Llosa sitúa el origen de la vocación literaria en las “decepciones radicales de la vida, experiencias que, al enemistarlo con la realidad, le despertaron esa vocación de crear realidades imaginarias”. Es el inicio de su posteriormente famosa tesis de los demonios interiores, fuerzas inconscientes y oscuras que desatan todo el proceso creativo al tratar de ser exorcizadas por el artista.
Hay una cita medular en relación a cómo brotan las historias: “Una novela no resulta de un tema sustraído de la vida, sino, siempre, de un conglomerado de experiencias, importantes, secundarias e ínfimas, que, ocurridas en distintas épocas y circunstancias, empozadas al fondo del subconsciente o frescas en la memoria, algunas personalmente vividas, otras simplemente oídas, otras más bien leídas, van de manera paulatina confluyendo hacia la imaginación del escritor, la que, como una poderosa mezcladora, las deshará y rehará en una sustancia nueva a la que las palabras y el orden dan otra existencia. De las ruinas y disolución de la realidad real surgirá entonces algo muy distinto, una respuesta y no una copia: la realidad ficticia”.
Luego, en lo que puede llamarse una operación esquizofrénica del creador, Vargas Llosa puntualiza el fenómeno del desdoblamiento del escritor, demostrando que “en el escritor hay un desdoblamiento constante, que en él coexisten dos hombres: el que vive y el que mira al otro vivir, el que padece y el que observa ese padecimiento para usarlo”. El escritor como un pequeño demiurgo que canibaliza su propio derrotero vital, tomando distancia de lo que experimenta para transmutarlo en materia de su creación.
En el caso de Flaubert, Vargas Llosa ve confirmadas sus ideas sobre el arte de la novela, o es dicho caso el que lo lleva a formular su teoría. “Flaubert… repitió toda su vida que escribía para vengarse de la realidad”, es una afirmación que ratifica el motor de la creación artística a partir de ese radical entredicho entre el hombre y el mundo, entre el artista y el medio que lo rodea. La única manera que tiene el escritor de resarcirse de una realidad que siempre le será adversa, será a través de la escritura de obras de ficción, pues inventando un mundo a su imagen y semejanza, se habrá erigido en un pequeño dios que gobierna omnisciente su creación.
En cuanto a su labor de autor de obras de ficción que fue Flaubert, Vargas Llosa reconoce el desmesurado e ímprobo esfuerzo del novelista francés para ganarse la posteridad a fuerza de empuje y tenacidad, pues “su genio está hecho de paciencia, su talento es obra sólo del trabajo”. Ya lo había dicho un autor clásico cuando afirmaba que el genio es uno por ciento de inspiración y noventa y nueve por ciento de transpiración.
Enseguida se interna en los laberintos argumentales de Madame Bovary, la novela materia del conjuro entre el autor de La educación sentimental, Salambó, La tentación de San Antonio y otras obras maestras, y el escritor peruano que nunca escatimó su admiración y su devoción literaria por quien es probablemente su novelista ante el altísimo. Simultáneamente, zanja el enigma de la creación novelesca a partir de un ingrediente que está completamente en manos del escritor, pues “es el elemento añadido, el reordenamiento de lo real, lo que da autonomía a un mundo novelesco y le permite competir críticamente con el mundo real”.
El primer problema al que se enfrenta un novelista es la elección del narrador, pues “el narrador es siempre alguien distinto del autor, una creación más de éste, al igual que los personajes, y, sin duda, el más importante, aun en los casos en que se trata de un relator invisible, porque todos los otros dependen de este personaje secreto”. En este sentido, Vargas Llosa destaca lo que él no duda en llamar “el gran aporte técnico de Flaubert”, que “consiste en acercar tanto el narrador omnisciente al personaje que las fronteras entre ambos se evaporan, en crear una ambivalencia en la que el lector no sabe si aquello que el narrador dice proviene del relator invisible o del propio personaje que está monologando mentalmente”.
Por último, pone en primer plano otro de los logros estilísticos del novelista francés, la máxima exigencia a la que avocó todo su talento, que es “dar a la prosa narrativa la categoría artística que hasta entonces sólo ha alcanzado la poesía”, elevando a la novela de su modesta condición de género plebeyo, para conquistar el sitial de que hoy goza en el mundo literario, conseguido sobre todo con el advenimiento de grandes cultivadores del mismo a lo largo del siglo XX.
Justo tributo a uno de los grandes de la literatura, a quien ejerció en su tiempo una irradiación soberana merced a sus innegables dotes creativas, un verdadero mandarín literario; así como a su libérrima manera de concebir el arte y la vida, haciendo de él un perfecto anarquista, un ácrata insobornable a cualquier halago o fascinación del poder.
Lima, 2 de octubre de 2010.