He leído con sumo interés 1000 palabras y frases peruanas (ESPASA, 2011), libro de reciente publicación de la lingüista peruana Martha Hildebrandt, donde recoge una cantidad significativa de breves y sustanciosos estudios, publicados en un conocido diario capitalino, sobre usos, acepciones y orígenes de otras tantas voces que son de manejo cotidiano en nuestro país.
Se trata, sin duda, de un valioso aporte para el conocimiento de nuestra lengua, su evolución y sus modismos, las variaciones semánticas y las curiosas transformaciones que ha sufrido el lenguaje del hombre común y corriente, el habla viva que bulle y tiene carta de ciudadanía en las calles y los hogares del Perú.
Están explicados rigurosamente los étimos de muchas voces que son de uso corriente en los distintos niveles del habla en nuestro medio, tanto las que se pronuncian familiarmente, como las que son proferidas en ambientes académicos o en los corrillos de la vida social y política. Igualmente figuran aquellas palabras o frases que siendo muy utilizadas en diversas esferas de la vida nacional, revelan sin embargo su incorrección y mal uso.
Anglicismos, galicismos y americanismos que han enriquecido nuestra lengua, pero que en no pocas oportunidades han dado origen a formaciones crudas que la lengua general no acepta y que el Diccionario oficial no ha admitido. Así tenemos por ejemplo creaciones forzadas como accesar, que proviene del mundo de las computadoras, habiendo un término castizo como acceder, que es el verbo correcto.
Locuciones latinas que no son usadas correctamente, como a grosso modo, de motu propio y status quo, que es como a veces se ve empleado en el lenguaje periodístico, siendo la forma correcta de escribirlas grosso modo, motu proprio y statu quo, respectivamente. Dice Martha Hildebrandt, con sobrada razón, que las voces latinas no son de uso obligatorio, pero que si uno las usa, debe hacerlo, por lo menos, bien.
Los pleonasmos constituyen verdaderas construcciones que afean el lenguaje, inadmisibles en el habla culta pero que se siguen leyendo en diversas publicaciones, como diarios y revistas; se suele decir por ejemplo erario público en alguna página de la sección economía de cualquier diario limeño, cuando lo correcto es decir simplemente erario, que de por sí ya significa tesoro público; o funcionario público, cuando lo adecuado es decir sencillamente funcionario, cuyo significado es empleado público.
Un caso sorprendente ha resultado para mí saber que la palabra apócope es un grecismo femenino, por lo que deberíamos decir la apócope y no el apócope, como se suele usar tanto en el habla culta oral como escrita. Así como me he desternillado de risa al saber el origen de la palabra pionono, que alude a un pastel enrollado y relleno con dulce de leche o mermelada, invento español de fines del siglo XIX y que remataba con una reproducción de la cabeza de Pío Nono, el Papa que instauró el dogma de la Inmaculada Concepción y que decretó su propia infalibilidad.
Cuando leía el artículo “...*que de la patria…”, referido a la incorrecta pronunciación del cuarto verso del coro cuando se canta el Himno Nacional, me acordé de otro error más clamoroso aun, por lo notorio y patente, pues no incurren en él sólo los niños y los estudiantes, sino hasta los propios profesores. Es el caso del mismo coro de nuestro himno patrio, cuando se oye cantar el segundo verso de la siguiente manera: “y antes niegue sus luces del sol”, siendo lo correcto: “y antes niegue sus luces el sol”.
Se aprende muchísimo leyendo el trabajo de una reputada investigadora como Martha Hildebrandt, quien está considerada como la lingüista más importante de nuestro medio, si no la única, miembro de número de la correspondiente Academia Peruana de la Lengua y autora de muchos otros libros de su especialidad, donde destacan especialmente su Diccionario de peruanismos y El habla culta (o lo que debiera serlo); libros que serán reeditados próximamente para beneplácito de los lectores en general, y de los estudiosos de la lengua en particular.
Contiene algunos pequeños errores –una muestra: en la página 68 figuran caucáu, como debe ser, y caucaú, con tilde indebida en la última sílaba- que no desmerecen, sin embargo, el conjunto, por lo que su lectura es altamente recomendable, tanto para solaz del espíritu como para el conocimiento certero de un idioma que como todos está en perpetuo movimiento, creándose y recreándose continuamente, incansablemente, al influjo y la fuerza de sus usuarios, los hablantes y escribientes que somos todos nosotros.
Lima, 28 de enero de 2012.
sábado, 28 de enero de 2012
sábado, 21 de enero de 2012
Una semana en Jauja
Casi como un ritual de cada año, a pesar de que algunas veces he dejado de cumplirlo, esta vez sucumbí irremediablemente a la fuerza de la nostalgia y al ímpetu y entusiasmo de quienes comparten conmigo los días y las noches. El viaje no por conocido deja de ser siempre fascinante, por los paisajes cambiantes que se pueden divisar desde la serpenteante carretera que recorre los 250 kilómetros que separan esta monstruosa y cosmopolita capital de la fría y apacible ciudad de los sausas.
Salimos en el auto de mi primo Ramón, un robusto muchacho que bordea los treinta años y que es todo un ejemplo del provinciano que a fuerza de innumerables sacrificios y de pasar por mil y un pellejerías se ha asentado como un exitoso profesional de la banca y las finanzas. El camino se presenta como un auténtico desafío de la ingeniería a la destreza y la versatilidad de cualquier conductor, pues está hecho de sinuosas curvas temerarias y de riesgosos trayectos por desfiladeros que bordean los abismos insondables de las montañas andinas.
Después de atravesar los numerosos poblados de que está salpicada la carretera central, y luego de cinco horas de recorrido paciente y tenaz, arribamos a la legendaria ciudad que alguna vez, allá por el siglo XVI en que fue fundada por los españoles, fuera la primera capital de estos reinos que los conquistadores llamaron Perú. Al ingresar apenas el auto a la villa de Hatun Xauxa, un reguero de recuerdos y pensamientos se agolpan en la memoria sobre los años vividos en esta noble y salutífera ciudad ahíta de leyenda e historia.
No tenemos un plan ni un programa para disfrutar de estos siete prometedores y esperanzados días que nos aguardan desde que ya empezamos a sentir el friecito singular del primer atardecer en esta pequeña urbe situada a 3,335 m.s.n.m., aproximadamente. Es una tarde de verano, sin embargo, porque los meses de esta cálida estación se viven allá entre calcinantes mediodías, copiosas lluvias vespertinas y negrísimas noches tachonadas de estrellas.
El deleite comienza en la mesa, cuando la tía Antu nos sirve un humeante caldo de gallina acompañado de esos panecillos deliciosos e incomparables que los jaujinos llamamos bollos y panes de huevo. Un café caliente con más panes especiales, cierran la merienda de ese día para reponernos del invisible cansancio del viaje. Un largo y conversado reencuentro con los familiares que nos acompañan es el prólogo de una noche que debe significar también una visita a los laberintos noctámbulos de un pueblo que suele dormir temprano, pero que tiene también sus vericuetos por donde emprender eso que Celine denominó viaje al fin de la noche.
Los visitantes, así como los lugareños que acostumbran hacer vida nocturna, tienen dos claras alternativas en el céntrico jirón Junín, que ahora es un paseo peatonal y que conduce directamente a la plaza principal. Sean jóvenes o adultos, apostarán por acudir a cualquiera de los dos locales que se miran frente a frente en la misma calle: la moderna discoteca Montana –que según me dicen es la mejor del departamento- y una especie de peña de música variada llamada La Tinya Cantos Bar.
Son evidentemente dos experiencias distintas: los ritmos y los sonidos de la música juvenil del momento, algo que no lo hace diferente de cualquier discoteca de la capital o de cualquiera otra ciudad del país, por un lado; y la música en vivo por el otro, a cargo de unos muchachones de edad indiscernible, cuajados y experimentados en las lides del recuerdo, los sones del folclore y los ritmos populares de todos los tiempos. Suele decir Carmen, mi mujer, que una visita a Jauja sin recalar en La Tinya, es como no haberla realizado.
En ambos, por coincidencia y aparte de los tradicionales y conocidos tragos que se expenden en todos los lugares de esta naturaleza, se sirve el único y especialísimo trago de la provincia hecho de muña, un vegetal muy aromático y de poderes estomacales como ninguno. Con la diferencia de que en uno lo sirven con hielo y en el otro caliente. Uno puede pasarse una noche entera con unas cuantas jarras de muña para matizar el ambiente y condimentar la conversación. Y hasta animados por unas copas del licor de la tierra, atrevernos a dar unos pasos de baile en el escenario improvisado de la noche.
Otro día ya estamos en plena naturaleza; invitados por Mati, una amiga de Carmen, acudimos a su casa de campo, a pocos kilómetros de la ciudad. Llegamos pasado el mediodía, nos recibe con un frugal almuerzo campestre que sería el prolegómeno de una larga caminata por terrenos secos, sembradíos y pasto abundante. Un rumoroso río discurre cerca, lo atravesamos por un gracioso puente artesanal. En la otra orilla nos esperan media docena de vacas y vaquillas que su dueña debe llevar a descansar.
De regreso en la casa de campo conocimos sus granjas y criaderos de conejos, cuyes, gallinas y cerdos, todos tratados con la dedicación y el esmero que sólo una persona con la vocación de Mati puede ofrecerles. Ya cerca de la despedida nos obsequia una botella de leche de vaca, uno de los manjares de mi infancia. El tiempo se ha puesto fosco y amenaza llover, unas gruesas gotas de lluvia empiezan a caer al momento de decirnos adiós. En el trayecto al paradero de autos que debe llevarnos a la ciudad nos sorprende un furioso aguacero que nos obliga a buscar refugio debajo del alero de alguna de las casas del camino.
Y así, entre visitas frustradas al Convento de Ocopa -coincidentemente el único día que lo visitamos estaba cerrado al público-, un almuerzo típico en el centro turístico de Ingenio, y la degustación de otros platos tradicionales de la región en los puestecitos del mercado y en la propia casa familiar, se fueron agotando los días de unas vacaciones excepcionales gozados entre el aire límpido y purificador de las alturas y la cóncava recepción de los seres que hicieron el fuego de mi niñez.
El día planeado para el regreso a la capital nos levantamos muy temprano y emprendimos el viaje del retorno. El auto se deslizaba sereno y raudo por la pista matinal, atravesando los paisajes queridos que no volveríamos a ver hasta una próxima oportunidad que nos deparara el destino. Al acercarse el punto más alto de la cordillera, en el abra de Anticona, a 4,818 m.s.n.m., un manto raído de hielo veteaba los cerros de Los Andes, infundiéndoles cierta atmósfera espectral que no nos abandonó durante varios kilómetros, mientras Scarlett y Sebastián, mis hijos, dormían plácidamente en el asiento posterior.
Luego fue el descenso, lleno de curvas y maniobras de peligro, sorteados hábilmente por la pericia juvenil de Ramón, que en 4 horas exactas nos trajo de vuelta a casa. Ya habrá ocasión para referirme a lo que vi y sentí al reencuentro filial con la madre tierra, con su presente y su avizorado porvenir. Por ahora, me quedo con el regusto de esos días vividos intensamente, esperando repetirlos en un tiempo muy próximo.
Lima, 21 de enero de 2012.
Salimos en el auto de mi primo Ramón, un robusto muchacho que bordea los treinta años y que es todo un ejemplo del provinciano que a fuerza de innumerables sacrificios y de pasar por mil y un pellejerías se ha asentado como un exitoso profesional de la banca y las finanzas. El camino se presenta como un auténtico desafío de la ingeniería a la destreza y la versatilidad de cualquier conductor, pues está hecho de sinuosas curvas temerarias y de riesgosos trayectos por desfiladeros que bordean los abismos insondables de las montañas andinas.
Después de atravesar los numerosos poblados de que está salpicada la carretera central, y luego de cinco horas de recorrido paciente y tenaz, arribamos a la legendaria ciudad que alguna vez, allá por el siglo XVI en que fue fundada por los españoles, fuera la primera capital de estos reinos que los conquistadores llamaron Perú. Al ingresar apenas el auto a la villa de Hatun Xauxa, un reguero de recuerdos y pensamientos se agolpan en la memoria sobre los años vividos en esta noble y salutífera ciudad ahíta de leyenda e historia.
No tenemos un plan ni un programa para disfrutar de estos siete prometedores y esperanzados días que nos aguardan desde que ya empezamos a sentir el friecito singular del primer atardecer en esta pequeña urbe situada a 3,335 m.s.n.m., aproximadamente. Es una tarde de verano, sin embargo, porque los meses de esta cálida estación se viven allá entre calcinantes mediodías, copiosas lluvias vespertinas y negrísimas noches tachonadas de estrellas.
El deleite comienza en la mesa, cuando la tía Antu nos sirve un humeante caldo de gallina acompañado de esos panecillos deliciosos e incomparables que los jaujinos llamamos bollos y panes de huevo. Un café caliente con más panes especiales, cierran la merienda de ese día para reponernos del invisible cansancio del viaje. Un largo y conversado reencuentro con los familiares que nos acompañan es el prólogo de una noche que debe significar también una visita a los laberintos noctámbulos de un pueblo que suele dormir temprano, pero que tiene también sus vericuetos por donde emprender eso que Celine denominó viaje al fin de la noche.
Los visitantes, así como los lugareños que acostumbran hacer vida nocturna, tienen dos claras alternativas en el céntrico jirón Junín, que ahora es un paseo peatonal y que conduce directamente a la plaza principal. Sean jóvenes o adultos, apostarán por acudir a cualquiera de los dos locales que se miran frente a frente en la misma calle: la moderna discoteca Montana –que según me dicen es la mejor del departamento- y una especie de peña de música variada llamada La Tinya Cantos Bar.
Son evidentemente dos experiencias distintas: los ritmos y los sonidos de la música juvenil del momento, algo que no lo hace diferente de cualquier discoteca de la capital o de cualquiera otra ciudad del país, por un lado; y la música en vivo por el otro, a cargo de unos muchachones de edad indiscernible, cuajados y experimentados en las lides del recuerdo, los sones del folclore y los ritmos populares de todos los tiempos. Suele decir Carmen, mi mujer, que una visita a Jauja sin recalar en La Tinya, es como no haberla realizado.
En ambos, por coincidencia y aparte de los tradicionales y conocidos tragos que se expenden en todos los lugares de esta naturaleza, se sirve el único y especialísimo trago de la provincia hecho de muña, un vegetal muy aromático y de poderes estomacales como ninguno. Con la diferencia de que en uno lo sirven con hielo y en el otro caliente. Uno puede pasarse una noche entera con unas cuantas jarras de muña para matizar el ambiente y condimentar la conversación. Y hasta animados por unas copas del licor de la tierra, atrevernos a dar unos pasos de baile en el escenario improvisado de la noche.
Otro día ya estamos en plena naturaleza; invitados por Mati, una amiga de Carmen, acudimos a su casa de campo, a pocos kilómetros de la ciudad. Llegamos pasado el mediodía, nos recibe con un frugal almuerzo campestre que sería el prolegómeno de una larga caminata por terrenos secos, sembradíos y pasto abundante. Un rumoroso río discurre cerca, lo atravesamos por un gracioso puente artesanal. En la otra orilla nos esperan media docena de vacas y vaquillas que su dueña debe llevar a descansar.
De regreso en la casa de campo conocimos sus granjas y criaderos de conejos, cuyes, gallinas y cerdos, todos tratados con la dedicación y el esmero que sólo una persona con la vocación de Mati puede ofrecerles. Ya cerca de la despedida nos obsequia una botella de leche de vaca, uno de los manjares de mi infancia. El tiempo se ha puesto fosco y amenaza llover, unas gruesas gotas de lluvia empiezan a caer al momento de decirnos adiós. En el trayecto al paradero de autos que debe llevarnos a la ciudad nos sorprende un furioso aguacero que nos obliga a buscar refugio debajo del alero de alguna de las casas del camino.
Y así, entre visitas frustradas al Convento de Ocopa -coincidentemente el único día que lo visitamos estaba cerrado al público-, un almuerzo típico en el centro turístico de Ingenio, y la degustación de otros platos tradicionales de la región en los puestecitos del mercado y en la propia casa familiar, se fueron agotando los días de unas vacaciones excepcionales gozados entre el aire límpido y purificador de las alturas y la cóncava recepción de los seres que hicieron el fuego de mi niñez.
El día planeado para el regreso a la capital nos levantamos muy temprano y emprendimos el viaje del retorno. El auto se deslizaba sereno y raudo por la pista matinal, atravesando los paisajes queridos que no volveríamos a ver hasta una próxima oportunidad que nos deparara el destino. Al acercarse el punto más alto de la cordillera, en el abra de Anticona, a 4,818 m.s.n.m., un manto raído de hielo veteaba los cerros de Los Andes, infundiéndoles cierta atmósfera espectral que no nos abandonó durante varios kilómetros, mientras Scarlett y Sebastián, mis hijos, dormían plácidamente en el asiento posterior.
Luego fue el descenso, lleno de curvas y maniobras de peligro, sorteados hábilmente por la pericia juvenil de Ramón, que en 4 horas exactas nos trajo de vuelta a casa. Ya habrá ocasión para referirme a lo que vi y sentí al reencuentro filial con la madre tierra, con su presente y su avizorado porvenir. Por ahora, me quedo con el regusto de esos días vividos intensamente, esperando repetirlos en un tiempo muy próximo.
Lima, 21 de enero de 2012.
lunes, 16 de enero de 2012
La bendita revocatoria
Desde hace cierto tiempo se escucha con insistencia creciente, como si fuera una cantilena, la mención de una palabra que ya es de harto dominio público, entonada son solemnidad y con los visos más graves de seriedad por un coro insípido de voces que chillan sus titulares y vociferan sus titulares desde los más diversos soportes de los medios de comunicación: revocatoria.
Los sectores más retrógrados de nuestro espectro político -aquellos que han estado enquistados en el poder desde hace siglos- se han dedicado a orquestar paciente y prolijamente una campaña de descrédito y agresión realmente gratuita contra la gestión de la alcaldesa de la capital de la República.
La derecha torpe y atorrante, a través de sus felipillos de turno, no perdona todavía que una mujer de izquierda, honesta y con un claro sentido del progreso social, haya triunfado en las elecciones del 2010 para ocupar el vetusto sillón de Nicolás de Ribera, el Viejo. Es por ello que ha lanzado sus más encarnizados ataques a la señora Susana Villarán, valiéndose de una jauría rabiosa que acomete día y noche y desde ángulos diferentes.
Es verdad que la administración edil de la agrupación Fuerza Social (FS) ha cometido varios errores en su primer año de gestión, pero la verdadera razón de ser de esta labor de demolición a su lideresa es el capricho preocupado y enconado de quienes tienen rabo de paja, pues quieren impedir a toda costa que salgan a luz los tremendos negociados del gobierno municipal anterior -un diablillo me susurra al oído: Comunicore. ¿Sino cómo se explica que el principal cabecilla y promotor de esta campaña sea el señor Marco Tulio Gutiérrez, figura cercanísima a la administración precedente?
Los que votamos por Susana Villarán, para impedir que esa derecha herodiana y cainita tome el timón municipal de la ciudad de Lima, no vamos a prestarnos jamás a esa farsa veraniega que recorre con sus planillones playas y plazas recolectando firmas para juntar las 400 000 necesarias que la ley exige para sus innobles propósitos. Yo no voy a caer en el juego sucio y distractor de una gavilla de pillos travestidos de señorones dizque preocupados por el desarrollo de la ciudad.
Es su derecho hacerlo, desde luego, pues es un acto legalmente permitido y por lo tanto perfectamente lícito; pero la revocatoria de un alcalde o de cualquier otra autoridad solo se justifica por la ineficacia y la ineficiencia de dicha autoridad, por su incapacidad, desidia o corrupción en el manejo del cargo, mas no por el simple despecho de quienes perdieron las elecciones y ahora quieren ganar en la mesa merced a las trampas de la mentira, la desinformación y el engaño.
Las encuestas no pueden erigirse en barómetros incuestionables, en pruebas fehacientes de la bondad o no del trabajo de un alcalde, que en algunos casos puede ser silencioso y soterrado, a menos que creamos que su labor solo es aquella que realiza a través de obras ostentosas y visibles, lo cual linda muchas veces con el mero populismo.
Dejemos que Susana Villarán desarrolle su labor al frente de la Municipalidad de Lima como lo viene haciendo hasta ahora, pues como dice el periodista Guillermo Giacosa, lúcido como siempre y ajeno a las amargas pasiones de otros: “Si las críticas no se pueden sustentar con cifras, quedan en el plano de lo opinable. Me puede gustar o no el desempeño de Susana Villarán, pero es innegable que la alcaldesa ha invertido más que su antecesor Luis Castañeda en su primer año de gobierno y que muchas de sus actividades –orientadas a la promoción cultural– no parecen importar demasiado a quienes intentan, desde los medios, orientar a la opinión pública. Es evidente que comunicar lo que se hace y comunicarlo bien es una forma de multiplicar la obra. Ese, quizá, es el error que producen encuestas negativas, pero es un error, no un delito, ni una improvisación, ni una expresión de indolencia. Indica, más bien, la predominancia de la preocupación social por sobre la preocupación política. Desafortunadamente, ambas preocupaciones deben marchar juntas cuando se ejerce un cargo sobre el que confluyen tantos intereses contrapuestos.”
No podemos pues ser mezquinos y dejarnos llevar como borregos por un personajillo gris e interesado. No somos un rebaño que se deja arrastrar por este pastor de pacotilla más sus gonfaloneros de la caverna y sus furgones de cola de la prensa de alquiler.
Jauja, 15 de enero de 2012.
Los sectores más retrógrados de nuestro espectro político -aquellos que han estado enquistados en el poder desde hace siglos- se han dedicado a orquestar paciente y prolijamente una campaña de descrédito y agresión realmente gratuita contra la gestión de la alcaldesa de la capital de la República.
La derecha torpe y atorrante, a través de sus felipillos de turno, no perdona todavía que una mujer de izquierda, honesta y con un claro sentido del progreso social, haya triunfado en las elecciones del 2010 para ocupar el vetusto sillón de Nicolás de Ribera, el Viejo. Es por ello que ha lanzado sus más encarnizados ataques a la señora Susana Villarán, valiéndose de una jauría rabiosa que acomete día y noche y desde ángulos diferentes.
Es verdad que la administración edil de la agrupación Fuerza Social (FS) ha cometido varios errores en su primer año de gestión, pero la verdadera razón de ser de esta labor de demolición a su lideresa es el capricho preocupado y enconado de quienes tienen rabo de paja, pues quieren impedir a toda costa que salgan a luz los tremendos negociados del gobierno municipal anterior -un diablillo me susurra al oído: Comunicore. ¿Sino cómo se explica que el principal cabecilla y promotor de esta campaña sea el señor Marco Tulio Gutiérrez, figura cercanísima a la administración precedente?
Los que votamos por Susana Villarán, para impedir que esa derecha herodiana y cainita tome el timón municipal de la ciudad de Lima, no vamos a prestarnos jamás a esa farsa veraniega que recorre con sus planillones playas y plazas recolectando firmas para juntar las 400 000 necesarias que la ley exige para sus innobles propósitos. Yo no voy a caer en el juego sucio y distractor de una gavilla de pillos travestidos de señorones dizque preocupados por el desarrollo de la ciudad.
Es su derecho hacerlo, desde luego, pues es un acto legalmente permitido y por lo tanto perfectamente lícito; pero la revocatoria de un alcalde o de cualquier otra autoridad solo se justifica por la ineficacia y la ineficiencia de dicha autoridad, por su incapacidad, desidia o corrupción en el manejo del cargo, mas no por el simple despecho de quienes perdieron las elecciones y ahora quieren ganar en la mesa merced a las trampas de la mentira, la desinformación y el engaño.
Las encuestas no pueden erigirse en barómetros incuestionables, en pruebas fehacientes de la bondad o no del trabajo de un alcalde, que en algunos casos puede ser silencioso y soterrado, a menos que creamos que su labor solo es aquella que realiza a través de obras ostentosas y visibles, lo cual linda muchas veces con el mero populismo.
Dejemos que Susana Villarán desarrolle su labor al frente de la Municipalidad de Lima como lo viene haciendo hasta ahora, pues como dice el periodista Guillermo Giacosa, lúcido como siempre y ajeno a las amargas pasiones de otros: “Si las críticas no se pueden sustentar con cifras, quedan en el plano de lo opinable. Me puede gustar o no el desempeño de Susana Villarán, pero es innegable que la alcaldesa ha invertido más que su antecesor Luis Castañeda en su primer año de gobierno y que muchas de sus actividades –orientadas a la promoción cultural– no parecen importar demasiado a quienes intentan, desde los medios, orientar a la opinión pública. Es evidente que comunicar lo que se hace y comunicarlo bien es una forma de multiplicar la obra. Ese, quizá, es el error que producen encuestas negativas, pero es un error, no un delito, ni una improvisación, ni una expresión de indolencia. Indica, más bien, la predominancia de la preocupación social por sobre la preocupación política. Desafortunadamente, ambas preocupaciones deben marchar juntas cuando se ejerce un cargo sobre el que confluyen tantos intereses contrapuestos.”
No podemos pues ser mezquinos y dejarnos llevar como borregos por un personajillo gris e interesado. No somos un rebaño que se deja arrastrar por este pastor de pacotilla más sus gonfaloneros de la caverna y sus furgones de cola de la prensa de alquiler.
Jauja, 15 de enero de 2012.
sábado, 7 de enero de 2012
Las novias de una noche
Un libro juguetón y divertido, Memoria de mis putas tristes (Mondadori), escrito por el Premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez y publicado en el 2004, suscita esta breve recensión que no quiere ser sino un cómplice abrazo de reconocimiento a uno de los íconos de la llamada nueva novela latinoamericana, aquella que tuvo su eclosión a mediados de la década del 60 del siglo pasado y que es estudiada y conocida en todos los centros de enseñanza del mundo como el boom de la literatura de estas tierras.
Al borde de los noventa años, un periodista, apodado el Profesor Mustio Collado -bautizado así y a sus espaldas por sus alumnos de uno de los colegios públicos donde enseñó-, decide regalarse “una noche de amor loco con una adolescente virgen”. Decide llamar entonces a Rosa Cabarcas, una vieja regenta de una antigua casa de citas de la ciudad, para tantear alguna novedad y conseguir un arreglo.
Es el comienzo de una increíble historia de amor y deseo, en la que este sabio triste, como lo llama su vieja amiga, irá hilvanando en el recinto de su magullada memoria, los recuerdos de sus incontables trasiegos por los reinos de Eros y Afrodita. Inveterado colaborador de El Diario de La Paz, sus notas dominicales alternarán en su vida con los lances de amor venal que él preferirá por sobre todo.
Delgadina es el nombre de la niña de catorce años que Rosa Cabarcas le ofrece para ese capricho onomástico, ocasión para la que nuestro héroe nonagenario se prepara como si fuera a realizar su primera comunión. Las diez de la noche es la hora pactada para el encuentro, y mientras espera confiesa que el corazón se le iba llenando de una espuma ácida que le impedía respirar. Entretanto decide pastorear el tiempo abocándose al cuidado de su vestimenta, la que lucirá esa noche descomunal.
Se ha dicho que la novela es una versión caribeña de La casa de las bellas durmientes, obra de otro Premio Nobel, el japonés Yasunari Kawabata; la que habría servido de inspiración para el colombiano. Pero yo las veo distintas, por más que el tema de ambas tenga en común el tratarse de las insólitas relaciones entre bellas y jóvenes doncellas y maduros y crepusculares caballeros. Sucede sencillamente que en literatura, una misma historia contada por dos autores distintos es ya otra historia, puesto que la realidad de la ficción está hecha fundamentalmente de palabras.
Estoy pensando también en otra novela contemporánea: Lolita, del ruso-norteamericano Vladimir Nabokov, aun cuando las líneas de contacto con las anteriores sean más difusas; Humbert Humbert tiene cierta dosis de sadomasoquismo en esa obsesión por su nínfula, rasgo ausente en las otras mencionadas. Pero la trama se sirve en todas ellas del mismo argumento: núbiles doncellas asediadas por la rapacidad amatoria de veteranos o seniles varones, machos indoblegables en las lides del orgullo y del cuerpo.
Pero volviendo al libro, que he leído placenteramente los últimos días del año que se fue, esa primera noche en que el longevo periodista se dispone a disfrutar de su sueño encarnado, algo curioso acontece en el encuentro, algo que el propio protagonista lo explica de esta manera: “Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor”.
Esta escena, para cuya realización todo parece ponerse en marcha de manera casi involuntaria y azarosa, como si una fuerza extraña y a la vez natural lo hubiera dispuesto así -el temor instintivo de la niña que la hace protegerse a través del sueño, el cuidado que pone el viejo para no desbaratarlo-, es lo que comparte como leit motiv con la novela de Kawabata. Además, esa es, en ésta, la condición que se les exige a los clientes para ser aceptados en la casa de las bellas dormidas.
Un episodio violento alejará por largo tiempo a Delgadina de nuestro enamorado periodista. Luego de tiras y aflojes con Rosa Cabarcas, quien por cierto se aleja del pueblo para evitar el escándalo por lo sucedido en su recinto, vuelven a ponerse en contacto para retomar el acuerdo inicial bajo el señuelo de una frase que se dicen al teléfono. Es la clave convenida para que todo vuelva a ponerse en marcha, y terminar como lo dice de modo inmejorable el personaje central de la novela: “Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.”
Escrita con el estilo característico del autor de Aracataca, pleno de brillos poéticos y descripciones sorprendentes, poseedor de un lenguaje único y reconocible a leguas, el libro se lee con el repetido deleite de una historia llena de picardía y buen humor y una prosa exquisita y escanciada hasta el límite por el ejercicio y el tiempo.
Lima, 7 de enero de 2012.
Al borde de los noventa años, un periodista, apodado el Profesor Mustio Collado -bautizado así y a sus espaldas por sus alumnos de uno de los colegios públicos donde enseñó-, decide regalarse “una noche de amor loco con una adolescente virgen”. Decide llamar entonces a Rosa Cabarcas, una vieja regenta de una antigua casa de citas de la ciudad, para tantear alguna novedad y conseguir un arreglo.
Es el comienzo de una increíble historia de amor y deseo, en la que este sabio triste, como lo llama su vieja amiga, irá hilvanando en el recinto de su magullada memoria, los recuerdos de sus incontables trasiegos por los reinos de Eros y Afrodita. Inveterado colaborador de El Diario de La Paz, sus notas dominicales alternarán en su vida con los lances de amor venal que él preferirá por sobre todo.
Delgadina es el nombre de la niña de catorce años que Rosa Cabarcas le ofrece para ese capricho onomástico, ocasión para la que nuestro héroe nonagenario se prepara como si fuera a realizar su primera comunión. Las diez de la noche es la hora pactada para el encuentro, y mientras espera confiesa que el corazón se le iba llenando de una espuma ácida que le impedía respirar. Entretanto decide pastorear el tiempo abocándose al cuidado de su vestimenta, la que lucirá esa noche descomunal.
Se ha dicho que la novela es una versión caribeña de La casa de las bellas durmientes, obra de otro Premio Nobel, el japonés Yasunari Kawabata; la que habría servido de inspiración para el colombiano. Pero yo las veo distintas, por más que el tema de ambas tenga en común el tratarse de las insólitas relaciones entre bellas y jóvenes doncellas y maduros y crepusculares caballeros. Sucede sencillamente que en literatura, una misma historia contada por dos autores distintos es ya otra historia, puesto que la realidad de la ficción está hecha fundamentalmente de palabras.
Estoy pensando también en otra novela contemporánea: Lolita, del ruso-norteamericano Vladimir Nabokov, aun cuando las líneas de contacto con las anteriores sean más difusas; Humbert Humbert tiene cierta dosis de sadomasoquismo en esa obsesión por su nínfula, rasgo ausente en las otras mencionadas. Pero la trama se sirve en todas ellas del mismo argumento: núbiles doncellas asediadas por la rapacidad amatoria de veteranos o seniles varones, machos indoblegables en las lides del orgullo y del cuerpo.
Pero volviendo al libro, que he leído placenteramente los últimos días del año que se fue, esa primera noche en que el longevo periodista se dispone a disfrutar de su sueño encarnado, algo curioso acontece en el encuentro, algo que el propio protagonista lo explica de esta manera: “Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor”.
Esta escena, para cuya realización todo parece ponerse en marcha de manera casi involuntaria y azarosa, como si una fuerza extraña y a la vez natural lo hubiera dispuesto así -el temor instintivo de la niña que la hace protegerse a través del sueño, el cuidado que pone el viejo para no desbaratarlo-, es lo que comparte como leit motiv con la novela de Kawabata. Además, esa es, en ésta, la condición que se les exige a los clientes para ser aceptados en la casa de las bellas dormidas.
Un episodio violento alejará por largo tiempo a Delgadina de nuestro enamorado periodista. Luego de tiras y aflojes con Rosa Cabarcas, quien por cierto se aleja del pueblo para evitar el escándalo por lo sucedido en su recinto, vuelven a ponerse en contacto para retomar el acuerdo inicial bajo el señuelo de una frase que se dicen al teléfono. Es la clave convenida para que todo vuelva a ponerse en marcha, y terminar como lo dice de modo inmejorable el personaje central de la novela: “Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.”
Escrita con el estilo característico del autor de Aracataca, pleno de brillos poéticos y descripciones sorprendentes, poseedor de un lenguaje único y reconocible a leguas, el libro se lee con el repetido deleite de una historia llena de picardía y buen humor y una prosa exquisita y escanciada hasta el límite por el ejercicio y el tiempo.
Lima, 7 de enero de 2012.
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