En el estilo de sus anteriores novelas, con ese sello característico de su prosa conversada y reflexiva, que se detiene cada tanto para meditar sobre las cosas y los hombres, el escritor y Premio Nobel portugués José Saramago publicó en el año 2000 La caverna (Alfaguara); obra que cierra la trilogía que según los críticos está compuesta por Ensayo sobre la ceguera y Ensayo sobre la lucidez.
La historia de Cipriano Algor, de oficio alfarero, de su hija Marta y su esposo Marcial Gacho, nos conmueve por su discreta sencillez y su pesaroso transcurrir, tanto como por esa marca de designio inexorable que muchas cosas del mundo de hoy y de ayer experimentan ante el empuje avasallador de las fuerzas de una modernidad entendida sólo como crecimiento tecnológico desmedido y desarrollo prodigioso del llamado progreso material.
Unos humildes alfareros, hombre y mujer dedicados al cada vez más despreciado oficio de modelar el barro, son de pronto asaltados por una era vertiginosa que trae consigo los logros del sorprendente avance industrial, pues ante la instalación en la ciudad de un novísimo Centro comercial, el negocio de las lozas, que era el modo y sentido de vida de nuestro personajes, amenaza convertirse en menos del tiempo previsto en un auténtico anacronismo de la vida moderna.
Cuando el jefe le anuncia a Cipriano que “el Centro ha decidido dejar de comprar los productos de su empresa”, él sabe que es el comienzo del fin del negocio de las lozas. La hija le propone, entonces, hacer muñequitos de barro, como una forma de enfrentar la inminente debacle. Eligen seis figuras de una larguísima lista que encuentran en la Enciclopedia.
Cipriano lleva la propuesta a la Empresa -donde por cierto trabaja su yerno de guarda interno, con la esperanza de pronto ascender a guarda residente-, los empleados le dejan un resquicio de oportunidad al prometerle que su pedido será elevado a consulta para que en un tiempo prudencial le sea comunicada la decisión final. Pasan los días, mientras se entretienen con la compañía de un perro anónimo que un día cualquiera se les aparece por la casa, al que bautizan como Encontrado, nombre que resume de modo literal la condición del can.
Al fin lo llaman para decirle que su propuesta ha sido aceptada parcialmente, pues debe ser puesta a prueba a través de una encuesta entre los clientes del Centro para conocer las posibilidades del negocio. Cipriano rumia su esperanza con el acercamiento a Isaura, una vecina viuda a quien había obsequiado un cántaro en los tiempos de la negativa de la empresa a seguir comprándole sus productos. La hija quiere estimular esta relación pero Cipriano se cierra en un mutismo impenetrable; es allí cuando surge esta frase luminosa de Marta: “A las semillas también las entierran, y acaban naciendo.”
Cuando luego de la consulta popular el ofrecimiento de Cipriano es finalmente rechazado, eso significa la quiebra de un orden pacientemente urdido por el alfarero y su familia. Y más aún cuando Marcial consigue el tan ansiado ascenso que implica la mudanza de toda la familia al Centro, eso ya es la estocada final a una forma de vida fagocitada por la arremetida incontenible de una nueva época que a la humanidad terminará trastocándola en sus esencias y sus raíces más fidedignas.
En su nueva vida, Cipriano se aventura por las instalaciones ultramodernas de su flamante conjunto residencial, como una manera de hacer menos difícil la ardua tarea de la adaptación, labor más que compleja para un sexagenario como él. En esos recorridos furtivos, olfateando y ojeando los signos y las señas de una existencia artificial, nuestro pequeño héroe va a dar con uno de los secretos mejor guardados de los poderosos propietarios de tan descomunales arquitecturas.
Se decreta la prohibición de trasponer una vía; los guardas son dispuestos por turnos para vigilar la intangibilidad del lugar vedado. Cipriano decide visitar por su cuenta y riesgo los subterráneos de la babilónica mansión. La visión de la caverna en los estratos más profundos del Centro es tan pavorosa, que decide abandonar el lugar para siempre; posteriormente su hija y su yerno harán lo mismo. Los cuerpos maniatados de seres gigantescos al interior de la gruta son la perfecta alegoría de la condición de todos los residentes de aquella gigantesca jaula cibernética.
Mientras tanto, Cipriano ha encontrado en los brazos y los ojos de Isaura, esa renacida vitalidad que le permite otear con ojos rejuvenecidos el porvenir que le espera, así sea en medio de la más completa incertidumbre física y material. El amor como la tabla de salvación ontológica por excelencia, el afecto mutuamente compartido como el antídoto del más negro y amargo escepticismo, de ese pesimismo mortal que rodea al ser humano cuando ha perdido las señas y los latidos de su andar por este mundo.
El hecho de comercializar la caverna, aduciendo que se trata de la caverna de Platón -uno de los mitos más socorridos de la filosofía universal-, le da un cariz de tierna ironía y severa crítica a este mundo deformado por los demonios voraces del afán de lucro y el enriquecimiento material, corroído por el espíritu fenicio que desvaloriza hasta anularlas a esas formas de vida naturales y en estrecha conexión con los inveterados arcanos del cosmos y su prometida trascendencia espiritual.
Lima, 25 de febrero de 2012.
sábado, 25 de febrero de 2012
jueves, 16 de febrero de 2012
Gabriel García Márquez: el deicida triunfante
Lo que un escritor y su obra significan desde la perspectiva de lo estrictamente literario y como expresión de la cultura y el quehacer humanos, son analizados sesuda y prolijamente por Mario Vargas Llosa en un libro que fue a la vez su tesis doctoral, publicado en 1971 y cuyo título es simultáneamente una descripción y una calificación: García Márquez. Historia de un deicidio.
Si bien la obra no ha sido reeditada -por razones muy personales que el propio Vargas Llosa ha preferido mantener en reserva-, su presencia y aporte para el estudio y el conocimiento de la creación ficcional del Premio Nobel colombiano son invalorables. Es, quizá, el acercamiento más completo a la obra que hasta ese momento se había publicado de García Márquez, es decir La hojarasca, La mala hora, Los funerales de la Mamá Grande, El coronel no tiene quien le escriba y la monumental Cien años de soledad.
A partir de la consideración de que la obra de un novelista, sobre todo de un novelista, es una desmesurada e ímproba pretensión de sustituir a la divinidad, hazaña que el autor de ficciones acomete con todas las armas que su talento o su genio le proveen, Vargas Llosa desmenuza las técnicas y los procedimientos a los que echa mano el creador para dar forma y contenido a ese mundo autónomo e imaginario que debe competir con el real y cotidiano que todos conocemos.
El libro inaugura interpretaciones originales y sugerentes sobre la génesis de la creación literaria, como aquella de los famosos ‘demonios’, que el autor agrupa en tres categorías: los personales, los históricos y los culturales. Los primeros son aquellos que pertenecen al ámbito doméstico de la vida del escritor, sus relaciones familiares y sus propias experiencias vitales; los segundos pertenecen a su tiempo, a los hechos y los acontecimientos que han marcado su devenir existencial en un espacio y en una época determinados; y los culturales aquellos que conforman sus búsquedas y hallazgos en el terreno intelectual y artístico.
Todos dominados, sin embargo, por el ‘demonio’ de la soledad, la experiencia, tema u obsesión central del demiurgo, fuente primordial de la elaboración estética del hijo predilecto de Aracataca. Vargas Llosa llega a afirmarlo rotundamente: “‘decidió’ escribir el día que descubrió la soledad.”
El tránsito de la simple experiencia humana a la elaboración estética es uno de los más complejos asuntos que nos ayuda a dilucidar el libro, para lo cual voy a citar dos párrafos luminosos del extenso ensayo: “La creación literaria consiste no tanto en inventar como en transformar, en trasvasar ciertos contenidos de la subjetividad más estricta a un plano objetivo de realidad.” El otro: “Un escritor no ‘inventa’ sus temas: los plagia de la realidad real en la medida en que ésta, en forma de experiencias cruciales, los deposita en su espíritu como fuerzas obsesionantes de las que quiere liberarse escribiendo.”
Como vemos, pues, existe el propósito de desentrañar hasta la médula el oficio de escribir ficciones, descartando de plano esa socorrida ‘invención’ que para muchos es la clave de la literatura. Pero ya Vargas Llosa está negándolo, cuando reafirma que “La originalidad en literatura no es un punto de partida: es un punto de llegada.” Todo ese amasijo de vivencias conscientes e inconscientes, sedimentadas en los diferentes estratos de la mente humana, dispara en algunos la vocación por la expresión literaria, y eso es el escritor.
En cuanto a la dimensión valorativa de la obra de arte, que en el caso de la literatura se asienta esencialmente, aparte de la calidad en sí de la novela, en la capacidad de persuasión que consigue el novelista, en esa verosimilitud que impregna a sus historias y que terminan convenciendo a sus lectores de su veracidad literaria y haciéndolos vivir inenarrables momentos de dicha y felicidad, Vargas Llosa remata con una certeza que comparto: “La grandeza o la pobreza de una ficción sólo puede medirse, internamente, analizando su poder de persuasión, que depende de su forma, y, externamente, examinando sus relaciones con la realidad real de la que toda realidad ficticia es representación y negación.”
García Márquez habría cumplido, de esta manera, el propósito mayor de un novelista, erigiéndose en ese deicida triunfante que luego de fraguar su portentosa obra logra suplantar al mismo Dios en la labor de creación, ordenación y destrucción de un mundo. Pues en el instante en que Aureliano Babilonia, en Cien años de soledad, descifra los pergaminos de Melquíades, donde se cuenta la historia entera de Macondo, detalle por detalle, en ese mismo instante un ventarrón bíblico arrasa con el pueblo y termina la novela.
Porque toda su obra apuntaba a Cien años de soledad, ésta se consagra como la novela total, aquella donde el tiempo y el espacio exteriores y ajenos a ella no existen, pues la historia de Macondo y los Buendía comienza y termina en sí misma. Ejemplo máximo de creación autónoma de una realidad no puede haber otro en la historia de la literatura contemporánea, razón por la que García Márquez es todo un símbolo del deicida mayor, el signo y el sino del artista cabal.
Lima, 16 de febrero de 2012.
Si bien la obra no ha sido reeditada -por razones muy personales que el propio Vargas Llosa ha preferido mantener en reserva-, su presencia y aporte para el estudio y el conocimiento de la creación ficcional del Premio Nobel colombiano son invalorables. Es, quizá, el acercamiento más completo a la obra que hasta ese momento se había publicado de García Márquez, es decir La hojarasca, La mala hora, Los funerales de la Mamá Grande, El coronel no tiene quien le escriba y la monumental Cien años de soledad.
A partir de la consideración de que la obra de un novelista, sobre todo de un novelista, es una desmesurada e ímproba pretensión de sustituir a la divinidad, hazaña que el autor de ficciones acomete con todas las armas que su talento o su genio le proveen, Vargas Llosa desmenuza las técnicas y los procedimientos a los que echa mano el creador para dar forma y contenido a ese mundo autónomo e imaginario que debe competir con el real y cotidiano que todos conocemos.
El libro inaugura interpretaciones originales y sugerentes sobre la génesis de la creación literaria, como aquella de los famosos ‘demonios’, que el autor agrupa en tres categorías: los personales, los históricos y los culturales. Los primeros son aquellos que pertenecen al ámbito doméstico de la vida del escritor, sus relaciones familiares y sus propias experiencias vitales; los segundos pertenecen a su tiempo, a los hechos y los acontecimientos que han marcado su devenir existencial en un espacio y en una época determinados; y los culturales aquellos que conforman sus búsquedas y hallazgos en el terreno intelectual y artístico.
Todos dominados, sin embargo, por el ‘demonio’ de la soledad, la experiencia, tema u obsesión central del demiurgo, fuente primordial de la elaboración estética del hijo predilecto de Aracataca. Vargas Llosa llega a afirmarlo rotundamente: “‘decidió’ escribir el día que descubrió la soledad.”
El tránsito de la simple experiencia humana a la elaboración estética es uno de los más complejos asuntos que nos ayuda a dilucidar el libro, para lo cual voy a citar dos párrafos luminosos del extenso ensayo: “La creación literaria consiste no tanto en inventar como en transformar, en trasvasar ciertos contenidos de la subjetividad más estricta a un plano objetivo de realidad.” El otro: “Un escritor no ‘inventa’ sus temas: los plagia de la realidad real en la medida en que ésta, en forma de experiencias cruciales, los deposita en su espíritu como fuerzas obsesionantes de las que quiere liberarse escribiendo.”
Como vemos, pues, existe el propósito de desentrañar hasta la médula el oficio de escribir ficciones, descartando de plano esa socorrida ‘invención’ que para muchos es la clave de la literatura. Pero ya Vargas Llosa está negándolo, cuando reafirma que “La originalidad en literatura no es un punto de partida: es un punto de llegada.” Todo ese amasijo de vivencias conscientes e inconscientes, sedimentadas en los diferentes estratos de la mente humana, dispara en algunos la vocación por la expresión literaria, y eso es el escritor.
En cuanto a la dimensión valorativa de la obra de arte, que en el caso de la literatura se asienta esencialmente, aparte de la calidad en sí de la novela, en la capacidad de persuasión que consigue el novelista, en esa verosimilitud que impregna a sus historias y que terminan convenciendo a sus lectores de su veracidad literaria y haciéndolos vivir inenarrables momentos de dicha y felicidad, Vargas Llosa remata con una certeza que comparto: “La grandeza o la pobreza de una ficción sólo puede medirse, internamente, analizando su poder de persuasión, que depende de su forma, y, externamente, examinando sus relaciones con la realidad real de la que toda realidad ficticia es representación y negación.”
García Márquez habría cumplido, de esta manera, el propósito mayor de un novelista, erigiéndose en ese deicida triunfante que luego de fraguar su portentosa obra logra suplantar al mismo Dios en la labor de creación, ordenación y destrucción de un mundo. Pues en el instante en que Aureliano Babilonia, en Cien años de soledad, descifra los pergaminos de Melquíades, donde se cuenta la historia entera de Macondo, detalle por detalle, en ese mismo instante un ventarrón bíblico arrasa con el pueblo y termina la novela.
Porque toda su obra apuntaba a Cien años de soledad, ésta se consagra como la novela total, aquella donde el tiempo y el espacio exteriores y ajenos a ella no existen, pues la historia de Macondo y los Buendía comienza y termina en sí misma. Ejemplo máximo de creación autónoma de una realidad no puede haber otro en la historia de la literatura contemporánea, razón por la que García Márquez es todo un símbolo del deicida mayor, el signo y el sino del artista cabal.
Lima, 16 de febrero de 2012.
sábado, 11 de febrero de 2012
Las papilas de Thays
Ha causado todo un revuelo mediático la opinión disidente -proferida desde su blog que mantiene en el diario El País de España-, del escritor peruano Iván Thays, sobre uno de los temas tabú de nuestra cultura nacional: la gastronomía. Thays, desconocido casi en nuestro medio, salvo para quienes solíamos frecuentar su grisáceo programa literario Vano Oficio, en la televisión estatal hará unos años, no ha sido muy comedido que digamos al arremeter contra lo que muchos consideran un aspecto esencial de nuestra identidad y orgullo patrio.
El problema no es, para mí, que alguien pueda decir simplemente que no le gusta la comida peruana, por éstas o aquéllas razones, total por qué a todo el mundo tiene que gustarle, sino que lo haga en la forma y el lugar equivocados. Pues si nos atenemos a la manera cómo se ha despachado su diatriba culinaria, el primer defecto que yo le encuentro es que ha sido generalizante, y ya sabemos que toda generalización siempre es injusta. Por lo que atañe al lugar, no tenía que hacerlo desde tan lejos y en casa ajena, que eso también suena a algo de ingratitud. Sé de sobra que se podrá aducir todo el rollo ese de la globalización y sus ventajas, pero hay cosas que sólo deberían ser dichas entre casa, ¿no es verdad?
El verdadero problema radica pues, desde mi óptica, en la incapacidad orgánica, personal, física o metafísica de una persona para disfrutar de la variedad, para aceptar que el mundo es diverso e infinito y poder asumirlo gratamente desde su propia experiencia vital. Decir por ejemplo, como el susodicho, que él prefiere los restaurantes de pastas, me parece una declaración bastante pobre de estrechez gustativa, casi una confesión pública de limitación cultural, pues no se podrá negar que la comida es también una expresión, y de las más ricas, de la cultura.
Es como si alguien confesara, hablando de música por ejemplo, que sólo prefiere la salsa, o la cumbia, o el rock. Sería como cerrarse al disfrute de una cantidad infinita de otros ritmos tan deliciosos y agradables como aquellos, o más. Y dónde queda la música clásica, y el jazz, y el folclore, y los yaravíes, y la samba, y el landó, etcétera y etcétera. Por lo menos es lo que a mí me pasa; cómo podría decir que sólo disfruto de uno de ellos, no, los disfruto todos, unos más que otros quizás, pero todos son bienvenidos. Eso es apertura, versatilidad, horizonte, señores, amplitud vamos.
No quiero sumarme al cargamontón virtual que ha tenido que soportar el escritor desde su cómoda instalación en la península, recibiendo insultos y epítetos que no están realmente a la altura de ningún diálogo civilizado. La tolerancia y la paciencia no son precisamente nuestras virtudes nacionales, pues creemos que la violencia en todas sus formas, la virulencia que descalifica tanto como la amenaza simple y achorada, son las armas imbatibles del victorioso, cuando lo cierto es que no pasan de ser ridículos recursos del indigente.
Yo no creo por ello que Thays sea antipatriota o traidor, ni nada por el estilo, más bien lo que debería despertar en nosotros la sincera confesión del escritor es la compasión, pues pobrecito de él que sus papilas gustativas le hayan tocado tan limitadas y cucufatas, y que su estómago no pueda digerir una comida tan indigesta y dañina, como él ha dicho. De otra manera no me explico cómo alguien pueda denigrar de la pachamanca, la trucha frita, la papa a la huancaína, el rocoto relleno, el cebiche, el arroz con pato, el cuy colorado, el lomo saltado y paro de contar, que integran la interminable lista de nuestra riquísima cocina nacional.
Muchos platos son algo pesados, es verdad, pero comiéndolos en la justa medida y ocasión, no creo que merezcan la excomunión. Otros más bien son livianos y nutritivos, como tal parece aprecia el criticón; habiendo pues una variedad considerable de alternativas que todos aprecian, razón por la que nuestra cocina está considerada como una de las cinco cocinas más importantes del mundo. Y no lo decimos nosotros, sino quienes son los entendidos en la materia, los gourmets, esos sibaritas profesionales que se banquetean a su gusto con todos los sabores, todos los aromas y todos los colores. Porque al fin de cuentas, también se trata de arte, del suculento arte de preparar un platillo como si se tratara de escribir un poema o de componer una sinfonía.
Lima, 11 de febrero de 2012.
El problema no es, para mí, que alguien pueda decir simplemente que no le gusta la comida peruana, por éstas o aquéllas razones, total por qué a todo el mundo tiene que gustarle, sino que lo haga en la forma y el lugar equivocados. Pues si nos atenemos a la manera cómo se ha despachado su diatriba culinaria, el primer defecto que yo le encuentro es que ha sido generalizante, y ya sabemos que toda generalización siempre es injusta. Por lo que atañe al lugar, no tenía que hacerlo desde tan lejos y en casa ajena, que eso también suena a algo de ingratitud. Sé de sobra que se podrá aducir todo el rollo ese de la globalización y sus ventajas, pero hay cosas que sólo deberían ser dichas entre casa, ¿no es verdad?
El verdadero problema radica pues, desde mi óptica, en la incapacidad orgánica, personal, física o metafísica de una persona para disfrutar de la variedad, para aceptar que el mundo es diverso e infinito y poder asumirlo gratamente desde su propia experiencia vital. Decir por ejemplo, como el susodicho, que él prefiere los restaurantes de pastas, me parece una declaración bastante pobre de estrechez gustativa, casi una confesión pública de limitación cultural, pues no se podrá negar que la comida es también una expresión, y de las más ricas, de la cultura.
Es como si alguien confesara, hablando de música por ejemplo, que sólo prefiere la salsa, o la cumbia, o el rock. Sería como cerrarse al disfrute de una cantidad infinita de otros ritmos tan deliciosos y agradables como aquellos, o más. Y dónde queda la música clásica, y el jazz, y el folclore, y los yaravíes, y la samba, y el landó, etcétera y etcétera. Por lo menos es lo que a mí me pasa; cómo podría decir que sólo disfruto de uno de ellos, no, los disfruto todos, unos más que otros quizás, pero todos son bienvenidos. Eso es apertura, versatilidad, horizonte, señores, amplitud vamos.
No quiero sumarme al cargamontón virtual que ha tenido que soportar el escritor desde su cómoda instalación en la península, recibiendo insultos y epítetos que no están realmente a la altura de ningún diálogo civilizado. La tolerancia y la paciencia no son precisamente nuestras virtudes nacionales, pues creemos que la violencia en todas sus formas, la virulencia que descalifica tanto como la amenaza simple y achorada, son las armas imbatibles del victorioso, cuando lo cierto es que no pasan de ser ridículos recursos del indigente.
Yo no creo por ello que Thays sea antipatriota o traidor, ni nada por el estilo, más bien lo que debería despertar en nosotros la sincera confesión del escritor es la compasión, pues pobrecito de él que sus papilas gustativas le hayan tocado tan limitadas y cucufatas, y que su estómago no pueda digerir una comida tan indigesta y dañina, como él ha dicho. De otra manera no me explico cómo alguien pueda denigrar de la pachamanca, la trucha frita, la papa a la huancaína, el rocoto relleno, el cebiche, el arroz con pato, el cuy colorado, el lomo saltado y paro de contar, que integran la interminable lista de nuestra riquísima cocina nacional.
Muchos platos son algo pesados, es verdad, pero comiéndolos en la justa medida y ocasión, no creo que merezcan la excomunión. Otros más bien son livianos y nutritivos, como tal parece aprecia el criticón; habiendo pues una variedad considerable de alternativas que todos aprecian, razón por la que nuestra cocina está considerada como una de las cinco cocinas más importantes del mundo. Y no lo decimos nosotros, sino quienes son los entendidos en la materia, los gourmets, esos sibaritas profesionales que se banquetean a su gusto con todos los sabores, todos los aromas y todos los colores. Porque al fin de cuentas, también se trata de arte, del suculento arte de preparar un platillo como si se tratara de escribir un poema o de componer una sinfonía.
Lima, 11 de febrero de 2012.
sábado, 4 de febrero de 2012
Garzón y la memoria histórica
Ni Franz Kafka pudo imaginarse una historia más absurda que la que atraviesa el juez Baltasar Garzón, llevado al banquillo de los acusados por la ultraderecha española, acusado de prevaricato en tres juicios simultáneos: sobre las escuchas ilegales de la trama Gürtel, sobre los cursos de Nueva York y sobre la investigación de los crímenes del franquismo, una situación insólita en los tribunales de justicia de cualquier país del mundo.
Sus perseguidores, movidos por la venganza y nucleados alrededor de la organización pseudosindical Manos Limpias, aducen que en lo que se refiere al caso Gürtel, Garzón procedió ilícitamente al ordenar intervenir las comunicaciones telefónicas de los implicados en dichos actos de corrupción y sus abogados, pese a que sólo a través de ello se podría salvaguardar un bien jurídico superior, como es el interés público. Y en lo que se refiere a los cursos que el juez organizó en la ciudad estadounidense, está aclarado totalmente la financiación y el objeto de los mismos.
Habiéndose desbaratado pues los motivos distractores con que los inquisidores de Garzón querían desviar el propósito central de su accionar, ha quedado al descubierto que la verdadera razón de su pataleta histérica se debe a la intención del juez de querer investigar las atrocidades cometidas por la dictadura de Franco, espoleado por las decenas de denuncias que han llegado a sus manos de parte de familiares y víctimas del oprobio.
La argumentación más reiterada de los defensores del régimen de Franco, es que la Ley de Amnistía de 1977 le impide reabrir el caso, puesto que esa fue una de las condiciones para el proceso de transición que instauró la democracia a España. Mas se olvidan los apañadores de la impunidad, que según el derecho internacional los casos vinculados a los derechos humanos no prescriben, y por tanto ninguna ley puede estar por encima de principios consagrados en la legislación que avala las Naciones Unidas y el propio sentido de justicia.
Porque un país no puede avanzar a ningún lado cuando tiene tras de sí fosas de sangre, cadáveres insepultos, perdidos y desaparecidos desde hace 75 años. Una mujer de 81 años ha dado su declaración el otro día ante la Audiencia Nacional, citada como testigo por la defensa de Garzón, explicando dramáticamente cómo se llevaron y desaparecieron a su madre para matarla los esbirros del sátrapa, sólo por ser de izquierda. ¿A esto también llamaría “teatralización” el señor Valdés, el corajudo Primer Ministro del gobierno peruano?
Otro señor de aproximadamente la misma edad se murió a principios de año, no pudiendo ya declarar en juicio como tanto lo había querido, con la sola intención de querer saber dónde estaban los restos de sus seres queridos que la soldadesca fascista de Franco borró del mapa. Me indigna hasta límites inconcebibles lo que significan estos y otros cientos de casos parecidos, porque siento el paletazo inicuo de la injusticia más sorda y estúpida.
Un grupo significativo de juristas y expertos de todo el mundo ha señalado el carácter especialmente inaudito de este juicio en los tribunales españoles, y más de uno ha declarado que de proseguir el juicio como lo viene haciendo hasta ahora, para desembocar en la suspensión, desafuero y condena de Baltasar Garzón, la justicia española se habrá expuesto al ridículo más grotesco y a ser considerada el hazmerreír del mundo. Un hecho que llama la atención, singularísimo, único, es que el fiscal, quien se supone debe sostener la acusación, como en cualquier tribunal del planeta, no ha planteado ninguna, pues simplemente considera que las pruebas son írritas e inconsistentes.
Sostiene atinadamente el editorial del diario español El País en su edición del pasado 3 de febrero que “la mayor paradoja del juicio a Garzón es que su iniciativa sobre los crímenes del franquismo no reabre viejas heridas, como mantienen los querellantes, sino que marca el camino para cerrarlas definitivamente y que no sigan supurando.” O como ha dicho de manera inteligente la actriz Pilar Bardem: “Las heridas hay que abrirlas para limpiarlas porque si no se pudren.”
Se trata pues, en conclusión, de que los países y las sociedades, si aspiran a construir democracias sólidas, igualitarias y justas, deben poseer como uno de sus puntales más diáfanos, esa memoria histórica que les permitirá avanzar sobre terrenos transparentes, sabiendo en todo momento lo que pasó, para procesarlo y superarlo; y siendo conscientes de que nada empaña más la marcha hacia el progreso que la impunidad y el olvido, el borrón y cuenta nueva que los asesinos quisieran para que otros como ellos puedan seguir perpetrando la barbarie a su libre albedrío.
Lima, 4 de febrero de 2012.
Sus perseguidores, movidos por la venganza y nucleados alrededor de la organización pseudosindical Manos Limpias, aducen que en lo que se refiere al caso Gürtel, Garzón procedió ilícitamente al ordenar intervenir las comunicaciones telefónicas de los implicados en dichos actos de corrupción y sus abogados, pese a que sólo a través de ello se podría salvaguardar un bien jurídico superior, como es el interés público. Y en lo que se refiere a los cursos que el juez organizó en la ciudad estadounidense, está aclarado totalmente la financiación y el objeto de los mismos.
Habiéndose desbaratado pues los motivos distractores con que los inquisidores de Garzón querían desviar el propósito central de su accionar, ha quedado al descubierto que la verdadera razón de su pataleta histérica se debe a la intención del juez de querer investigar las atrocidades cometidas por la dictadura de Franco, espoleado por las decenas de denuncias que han llegado a sus manos de parte de familiares y víctimas del oprobio.
La argumentación más reiterada de los defensores del régimen de Franco, es que la Ley de Amnistía de 1977 le impide reabrir el caso, puesto que esa fue una de las condiciones para el proceso de transición que instauró la democracia a España. Mas se olvidan los apañadores de la impunidad, que según el derecho internacional los casos vinculados a los derechos humanos no prescriben, y por tanto ninguna ley puede estar por encima de principios consagrados en la legislación que avala las Naciones Unidas y el propio sentido de justicia.
Porque un país no puede avanzar a ningún lado cuando tiene tras de sí fosas de sangre, cadáveres insepultos, perdidos y desaparecidos desde hace 75 años. Una mujer de 81 años ha dado su declaración el otro día ante la Audiencia Nacional, citada como testigo por la defensa de Garzón, explicando dramáticamente cómo se llevaron y desaparecieron a su madre para matarla los esbirros del sátrapa, sólo por ser de izquierda. ¿A esto también llamaría “teatralización” el señor Valdés, el corajudo Primer Ministro del gobierno peruano?
Otro señor de aproximadamente la misma edad se murió a principios de año, no pudiendo ya declarar en juicio como tanto lo había querido, con la sola intención de querer saber dónde estaban los restos de sus seres queridos que la soldadesca fascista de Franco borró del mapa. Me indigna hasta límites inconcebibles lo que significan estos y otros cientos de casos parecidos, porque siento el paletazo inicuo de la injusticia más sorda y estúpida.
Un grupo significativo de juristas y expertos de todo el mundo ha señalado el carácter especialmente inaudito de este juicio en los tribunales españoles, y más de uno ha declarado que de proseguir el juicio como lo viene haciendo hasta ahora, para desembocar en la suspensión, desafuero y condena de Baltasar Garzón, la justicia española se habrá expuesto al ridículo más grotesco y a ser considerada el hazmerreír del mundo. Un hecho que llama la atención, singularísimo, único, es que el fiscal, quien se supone debe sostener la acusación, como en cualquier tribunal del planeta, no ha planteado ninguna, pues simplemente considera que las pruebas son írritas e inconsistentes.
Sostiene atinadamente el editorial del diario español El País en su edición del pasado 3 de febrero que “la mayor paradoja del juicio a Garzón es que su iniciativa sobre los crímenes del franquismo no reabre viejas heridas, como mantienen los querellantes, sino que marca el camino para cerrarlas definitivamente y que no sigan supurando.” O como ha dicho de manera inteligente la actriz Pilar Bardem: “Las heridas hay que abrirlas para limpiarlas porque si no se pudren.”
Se trata pues, en conclusión, de que los países y las sociedades, si aspiran a construir democracias sólidas, igualitarias y justas, deben poseer como uno de sus puntales más diáfanos, esa memoria histórica que les permitirá avanzar sobre terrenos transparentes, sabiendo en todo momento lo que pasó, para procesarlo y superarlo; y siendo conscientes de que nada empaña más la marcha hacia el progreso que la impunidad y el olvido, el borrón y cuenta nueva que los asesinos quisieran para que otros como ellos puedan seguir perpetrando la barbarie a su libre albedrío.
Lima, 4 de febrero de 2012.
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