martes, 28 de agosto de 2012

Assange: ni ángel ni demonio


     La concesión del asilo diplomático al periodista australiano Julian Assange por parte del gobierno ecuatoriano, la semana pasada, ha desatado una crisis política de considerables dimensiones entre la nación sudamericana y el Reino Unido. Ello porque aquél se encontraba refugiado en la sede de la embajada de ese país en Londres, adonde había llegado hace más de dos meses para evitar su extradición a Suecia, donde es acusado por delitos sexuales.
     El asunto tiene, como puede verse, diferentes aristas, lo que complica el caso y lleva a interpretaciones antojadizas y a consideraciones subjetivas que poco pueden aportar a una salida racional del problema. En primer lugar está fuera de toda duda la facultad soberana que posee cualquier país del mundo para conceder la protección diplomática al ciudadano que se lo solicite, mediando para ello, por supuesto, argumentos válidos que la respalden.
De este derecho ha hecho uso el gobierno de Rafael Correa, previa evaluación de los aspectos legales y políticos en juego, los que evidentemente ahora son materia de discusión y análisis.
     Desde el punto de vista del Derecho Internacional, la actuación del Estado asilante es perfectamente lícita, pues cumple con los requisitos que establece la Convención de Viena de 1961. Sin embargo, quien ha procedido de manera altisonante y prepotente ha sido, curiosamente, el gobierno inglés, pretendiendo desconocer el derecho de Assange y amenazando con intervenir por la fuerza, si fuera necesario, para capturarlo y enviarlo luego extraditado al país nórdico. Aduce para ello una ley interior de 1987, aprobada por una causal particular, pero que pretende aplicar saltándose las normas que rigen las relaciones internacionales, en una actitud que nos recuerda su pasado imperial y que desafía abiertamente el orden jurídico imperante.  
     A pesar de que los países de la OEA se han mostrado algo tibios para dar su respaldo a Ecuador, no ha sido así con relación a UNASUR, el organismo subregional que ha apoyado de manera contundente al gobierno sudamericano en el entredicho que sostiene con Londres. Significativamente, en el caso del Reino Unido, los países europeos no se han pronunciado, no obstante no ser aquel signatario de ese gran conglomerado que es la Unión Europea.
     Por otro lado, la figura y la imagen de Julian Assange, director del Portal de internet conocido como WikiLeaks, volcado a la fama por haber revelado a través de ese medio una ingente cantidad de información confidencial que involucra el accionar secreto, muchas veces ilegal e indecoroso, de las grandes potencias, especialmente los Estados Unidos, se ha visto jaloneada por voces contrapuestas que juzgan su actuación, pues mientras para algunos no se trata sino de un “oscuro ladronzuelo de la intimidad ajena”, un “vivillo oportunista”, como lo ha calificado el escritor Mario Vargas Llosa en su reciente columna en el diario El País de España, para otros el australiano “algún día entrará a la historia como quien desnudó la infame intimidad de los grandes poderes”, según afirma agudamente el periodista Guillermo Giacosa.
     El Premio Nobel ha ido más allá en sus calificaciones, refiriéndose al Presidente ecuatoriano y a su protegido como que “son tal para cual”, cuya actuación quizá termine favoreciendo no a la libertad, sino “a sus enemigos más acérrimos”. Afirmación muy subjetiva, sin duda, la del novelista, tanto como aseverar, candorosamente, que Estados Unidos es el “principal valedor” de la democracia liberal en Occidente. Porque si se trata de asociaciones similares, no creo que agradaría al escribidor que se diga de él y de Bush, por ejemplo, que “son tal para cual”, o que con José María Aznar “son tal para cual”, o con David Cameron, o con Angela Merkel, o con Mariano Rajoy, por las coincidencias políticas y los servicios ideológicos que alguna vez prestó a aquellos.
     Sintomáticamente, Vargas Llosa se ha mostrado muy quisquilloso por que no se revele la inicua conducta delincuencial del gran imperio capitalista, en sus aventuras bélicas por diferentes rincones del orbe, escudándose en que “debe mantenerse dentro de una reserva confidencial, como el que afecta a la vida diplomática y a la defensa”. Recusa además el que lo haya hecho no contra las dictaduras ni los gobiernos despóticos, “infiltrándose en los secretos de los gobiernos totalitarios”, sino contra los “países libres”, aquellos que respetan la libertad de prensa y poseen “una legalidad digna de ese nombre”. Habría que decirle que estos puntos de vista, además de temerarios y relativos, pecan de cierta inocencia rayana en la complicidad, pues quién puede creer realmente que en dichos países impera, especialmente en el norteamericano, una legítima y auténtica libertad de prensa. Creo que confunde con libertad de empresa, un pilar fundamental del sistema que defiende.
     Además, existe el peligro de que tras el pedido de extradición a Suecia, donde muy bien ha podido tendérsele una trampa con el concurso de sus acusadoras, se esconde el interés de Estados Unidos de someterlo a sus tribunales bajo el cargo de espionaje, proceso que bien podría terminar con una condena a la pena capital. Están muy seguros quienes ponderan la independencia y la calidad de la justicia sueca; mas siempre vale la pena andarse son suspicacias cuando se trata de la defensa de la vida. Es por ello también que más de 4000 intelectuales estadounidenses han suscrito una carta de solidaridad con Julian Assange, encabezados por los siempre admirados Noam Chomsky, Oliver Stone y Michael Moore. ¿Cuál es su objetivo principal? Apoyar el asilo ecuatoriano para evitar el riesgo de que Assange sea extraditado a los EE.UU.
     Ni ángel ni demonio, el controvertido periodista, al que no le perdonan ni le perdonarán jamás el haber hecho públicos los bochornosos papeles del Pentágono, es simplemente una víctima de los poderes planetarios, el chivo expiatorio de una sociedad hipócrita y llena de dobleces, el cordero propiciatorio de un mundo dominado por las fuerzas más siniestras, cuyos rostros exhiben sonrientes y pletóricas posturas, pero cuyas almas envilecidas por la ambición y el ansia de poder se mueven en un pantano de oscuros designios.

Lima, 28 de agosto de 2012.

sábado, 25 de agosto de 2012

Crónicas marcianas


     El arribo a la superficie del planeta Marte del Curiosity, un verdadero laboratorio rodante en forma de robot, ha significado para el mundo científico todo un logro trascendental. El sólo hecho de haber enviado a un objeto mecánico, que ha recorrido millones de kilómetros durante más de 8 meses, ya constituye de por sí una hazaña portentosa de la ciencia terrestre.
     Cuando en la madrugada del lunes 6 de agosto, el rover se posaba en suelo marciano, luego de haber superado impecablemente la prueba mortal de esos siete minutos que mantuvo en vilo a los hombres de ciencia en su sede de la NASA en California, se abría una nueva era en las posibilidades de la exploración espacial, especialmente aquella que tiene como objeto al planeta vecino desde hace más de tres décadas.
     Efectivamente, se trata del séptimo viajero terrícola desde que en la década del 70 lo hicieran el Voyager 1 y el Voyager 2, dos gemelas naves no tripuladas que marcaron el inicio de los estudios y el conocimiento del astro colorado que es motivo de muchos  enigmas para el hombre.
     Además de ser fantástica la distancia recorrida, lo es también la precisión con que ha maniobrado el equipo que ha tenido como misión depositar en el lugar elegido a esta modernísima nave, premunida de los más avanzados instrumentos que la ciencia y la tecnología humana han sido capaces de desarrollar en todos estos años.
     Sin embargo, es solo el comienzo de una misión que durará un año marciano, aproximadamente 23 meses terrestres, tiempo en el que el Curiosity se dedicará a estudiar la composición del suelo, las rocas y las diversas capas que componen Marte, así como sondear la posibilidad de la presencia de microorganismos que puedan hacer vislumbrar la posibilidad de algún tipo de vida en ese inhóspito planeta.
     El descenso en el cráter Gale, milimétricamente planeado desde la Tierra, ha tenido por objeto aprovechar al máximo una composición rocosa que los científicos no han dudado en calificar de una verdadera joya geológica, pues le permitirá al pequeño vehículo espacial explorar la historia del planeta a través de las superposiciones de suelos, lo que a su vez podría servir para conocer nuestro propio pasado.
     Las pruebas de maniobrabilidad a las que se le ha sometido en las semanas siguientes a su arribo, han sido aprobadas satisfactoriamente por el rover, estando ya en condiciones de iniciar su marcha por la superficie marciana, a la vez que va desperezándose para desplegar todo el asombroso equipo que lleva para las múltiples tareas que deberá cumplir.
     Va equipado de un brazo de más de dos metros que es a la vez pala mecánica, excavadora y ojo de rayos láser, mientras va desplazándose lentamente fotografiando y filmando el desértico paisaje de Marte. Las primeras imágenes que ha enviado a la Tierra, permiten observar un horizonte de colinas y montes mustios, un sendero mineral donde ya ha dejado su huella.
     No cabe duda de que es el acontecimiento científico del año, el suceso que marcará un hito en la investigación de este hermano del Sistema Solar, que el ser humano ha emprendido con las más sofisticadas armas que le facultan su desarrollo tecnológico y científico.
     El sitio exacto donde el Curiosity ha amartizado ha sido bautizado como Lugar Ray Bradbury, en homenaje y reconocimiento al recientemente fallecido escritor estadounidense  de ciencia ficción. La denominación es altamente simbólica y justa, pues el autor de Crónicas Marcianas ha sido uno de los pioneros en señalar hace más de medio siglo las portentosas posibilidades que el planeta con nombre de dios romano traía para nosotros los humanos.
     Ahora solo nos queda esperar y observar atentos la ardua labor que cumplirá ese embajador metálico terrestre en un espacio tan distinto al nuestro, donde no hay oxígeno, las temperaturas pueden descender a 90° bajo cero y aparentemente tampoco tiene agua. Pero eso no le importa al Curiosity, que es inmune a esas urgencias que el ser humano sencillamente no podría resistir.

Lima, 25 de agosto de 2012.
      

sábado, 18 de agosto de 2012

La educación sentimental


     Felicia de los Ríos Salcedo es una adolescente que quiere dejar el testimonio de su último año de estudios en un colegio secundario, contando con detalle y buena prosa sus vivencias de esa época al lado de un grupo de estudiantes en un colegio internado de monjas en la ciudad andina de Soray, en los andes centrales. Muchos años después, su sobrino nieto Claudio Errázuriz Salcedo encuentra los manuscritos y decide publicarlos, con la previa autorización de las herederas de su tía. Así, con este artificio literario, muy común por lo demás en la historia de la literatura, surge la tercera novela del escritor jaujino Edgardo Rivera Martínez, Diario de Santa María (Alfaguara, 2008).
     En las primeras páginas del diario, la autora no deja de manifestar su agrado de estar otra vez en Jauja, pues su familia había tenido que mudarse a Cerro de Pasco y luego a Huarón, por razones de trabajo del padre. Pero el súbito fallecimiento de éste, determina a madre e hija a regresar a su tierra, para prolongar el negocio familiar y establecerse definitivamente en ella. Se detiene a contar la vida de su tío Teodoro, hermano de su madre, quien vive en Concepción, pero que las visita frecuentemente. Él es viudo, tiene un hijo en el extranjero y está secretamente enamorado de Maruja Linares, una paisana a quien la madre de Felicia no ve con buenos ojos, motivo de la viva curiosidad de Felicia.
     Debido a que no encuentran una vacante en el colegio de la ciudad, pues ese año la institución no brindaba la enseñanza del quinto de secundaria, Felicia es matriculada en un colegio regentado por religiosas isabelinas y que lleva el ostentoso nombre de Colegio de Educandas de Nuestra Señora de Santa María, situado en Soray, un pueblito cercano a Concepción, en el Valle del Mantaro. Debemos tener presente que para el año en que se escriben los diarios, 1935, la actual provincia de Concepción estaba adscrita políticamente a la provincia de Jauja, adquiriendo su presente categoría recién en el año 1951.
     Al ingresar el primer día de clases, Felicia se entera que tendrá como compañera de cuarto a una chica francesa que debe llegar en unos días. Mientras tanto, traba amistad con varias de sus condiscípulas, entre ellas Matilde, una joven ayacuchana, e Isabel, apurimeña. Igualmente va reconociendo al personal de religiosas que son las encargadas de impartir las enseñanzas de las diversas materias.
     A los pocos días llega Solange, la francesita, con quien Felicia establecerá una amistad singular y altamente fecunda. Se entabla entre ellas una corriente de simpatía poderosa y única, pues comparten gustos similares y una formación rica en antecedentes familiares y culturales. Una amistad que llega a rozar, en numerosos momentos, un suave y delicado erotismo -una amistad sáfica-, que sirve de experiencia y aprendizaje para esa educación sentimental que viven estas dos jóvenes, recluidas en un recinto escolar en medio de la frondosidad del valle, entre alisos, eucaliptos y quinuales.
     Comparten aficiones artísticas muy similares, sobre todo la música y la poesía, además de la pintura, pues la “gringuita” -como la llaman en el colegio- es creadora de bellas acuarelas. El padre de Solange, un ingeniero francés que labora en una Compañía francesa en las minas de Huarón, se encarga de llevarle a su hija, cada vez que la visita, libros de poesía y discos de música clásica. Regalos que serán un auténtico deleite para estas jovencitas, ávidas de vivencias estéticas y goces espirituales. Un día comentan, por ejemplo, la ópera Armide de Lully, otro emprenden lecturas de Safo y José María Eguren. Luego leen a Federico García Lorca; circunstancia en que Felicia, entre el asombro y la culpa, asiste a los primeros raptos eróticos de su amiga.
     La presencia de la música es esencial en el mundo narrativo de Rivera Martínez, como cuando las alumnas se ponen a cantar huainos y canciones de la tierra. Felicia es amante de los yaravíes, a la par que Solange estrena una victrola, obsequio del señor Aubert, donde escuchan a los grandes compositores. Puede resultar ciertamente inverosímil el que un par de adolescentes, aun en esa época, gusten de la ópera, las arias y las melodías de la música culta. Pero es el sello de la obra narrativa del novelista jaujino, el abrazo fraterno de dos civilizaciones, el encuentro, en feliz comunión, de las expresiones culturales de Occidente y del mundo andino.
     También abundan las referencias a la literatura, empezando por la temprana vocación poética de Felicia, su preferencia por Vallejo, o cuando revisan la biblioteca del abuelo materno en Jauja, en ocasión de una de las pocas visitas que hace Solange a su amiga en un día de salida del colegio. Asimismo cuando Solange recibe un nuevo presente de su padre, una antología de poesía femenina francesa contemporánea, que ambas señoritas leen extasiadas, conociendo de paso a las nuevas exponentes de la poesía gala.
    Es muy perceptiva la narradora con relación al paisaje de Jauja: los campos de quinua, los cerros entre el ocre, el azul y el violado; así como de lo fantástico, cuando cree escuchar a María Felicia, su bisabuela muerta por un rayo. Dice muy poéticamente: “…y seguirá siendo solo una sombra en la sombra sin fin de la muerte”.
     Las relaciones con las monjas es motivo también de muchos pasajes de la novela, pues así como hay religiosas rígidas y antipáticas, como sor Adela, hay otras más bien dulces y generosas, como sor Lucía. Es precisamente sor Adela quien sorprende un día a Felicia leyendo poesía, libros paganos para la estrecha concepción literaria de la hermana, y que de esta manera ejerce su particular censura a las inquietudes de nuestra protagonista.
     Pero el hecho que precipitará el fin de los diarios, y simultáneamente el fin de la novela, es el incidente entre Solange y sor Adela, una previsible fricción entre la educación liberal de la francesa y la ortodoxia dogmática de la religiosa. Cuando sucede el bochornoso enfrentamiento, y Solange ve próxima su expulsión del colegio, Felicia y su amiga comparten sus creaciones: ella sus poesías, ésta sus acuarelas. Es diciembre, los últimos exámenes están a la vista y ambas compañeras deben despedirse, haciéndose múltiples promesas de visitas, llamadas y cartas. No todas se cumplen, es verdad, por la fuerza de la realidad, pero quedará en las dos el imborrable recuerdo de un momento intenso y hermoso de sus vidas.
     Una tierna y encantadora novela, que he leído con fruición y nostalgia, tal vez por los recuerdos de ese mágico rincón, que comparto con Felicia y su fina sensibilidad.

Lima, 18 de agosto de 2012.
       
     

sábado, 11 de agosto de 2012

Un gurú de Occidente


     Dentro de los cincuentenarios conmemorativos de este año, hay uno especialmente entrañable para mí: el de la muerte del escritor alemán Hermann Hesse, acaecida el 9 de agosto de 1962 en Suiza, país que eligió para vivir cuando el suyo era inminente que cayera bajo las zarpas del nazismo.
     Abundan las referencias a la vida y a la obra de este auténtico lobo estepario, un creador del cual Vargas Llosa ha dicho que ha gozado del mayor privilegio que puede disfrutar un escritor, el que una juventud rebelde e iconoclasta del mundo entero lo haya convertido en su maestro y su principal valedor moral y ético.
     Fue en los años ochenta, en esos fervorosos días de la vida universitaria, que conocí a Hermann Hesse y que se erigió en uno de mis referentes filosófico-literarios más duraderos y profundos. Fueron tiempos de esa primera juventud que, ansiosa de búsquedas, se encuentra en un camino con múltiples direcciones, en ese dilema terrible de la elección vital de un sentido a la existencia.
     Es allí que la irrupción del Premio Nobel 1946 sería capital para muchos que, como yo, nos hallábamos en un periodo de tránsito y desasosiego. Las primeras vivencias del amor, el asalto intempestivo de la muerte, las preguntas sobre el ser y su destino, nos acuciaban de tal manera, que solo la palabra de este gurú de Occidente podría servirnos de brújula y norte. El primero de sus libros que pude leer con ese fervor único de joven desbrujulado fue precisamente El lobo estepario, al cual seguiría, uno tras otro, Siddhartha, Demian, Narciso y Goldmundo y El juego de los abalorios, obras que considero esenciales en mi formación espiritual.
     El gran aprendizaje que obtuvo de su estancia en Oriente, impregnó su obra de ese misticismo peculiar que la caracteriza, teñida por su fecunda inmersión en las filosofías de la India y en las enseñanzas y hallazgos de los grandes maestros de la espiritualidad más acendrada. Esa cosmovisión, cuyos trazos se asientan en la milenaria sabiduría de ese lado del mundo, era lo que nos subyugaba poderosamente. Todo hallaba su explicación y entendimiento en las luminosas páginas de esos libros bellísimos que escribió, aun cuando muchas veces también nos dejaba suspendidos de la incertidumbre y el cuestionamiento, estados ante los que deberíamos seguir sin dudar las huellas de sus propias reflexiones y apelar por último a la voz despierta de nuestro propio interior.
     Compartí con varios amigos de juventud, que aún lo siguen siendo, la pasión por Hesse, de quien hablábamos y discutíamos a toda hora: en los pasillos de la ciudad universitaria, en las calles de la ciudad, en la banca de un parque, en el café literario, en el comedor de estudiantes. A él habría que dirigirle estos versos que escribió, dedicados a Hölderlin: “Amigo de mi juventud, a ti regreso agradecido / ciertos atardeceres, cuando entre los saucos / en el jardín que duerme suena sólo / la fuente susurrante”. Pues eso fue para nosotros Hesse, un querido amigo de juventud, una fuente inagotable de la más escanciada sabiduría, una voz balsámica en medio de las tormentas que amenazan toda vida.
     Todavía suenan en mis oídos las canciones de su arpa divina, a las cuales regreso cada vez que siento esas nostalgias que jamás terminan. Estoy parafraseando al gurú más cercano de mi derrotero, aquel hombre que desde su propia rebeldía y desafío, se convirtió en el padre espiritual de generaciones enteras de seres humanos, ávidos de encontrar las respuestas certeras a sus interrogantes más cruciales.

Lima, 11 de agosto de 2012.

sábado, 4 de agosto de 2012

Una obra maestra


     La experiencia inaudita de entrar en contacto con una creación en la que el autor ha dejado todo su talento, la munificencia de su arte, es la que he tenido al leer Ligh in august (1932), novela del eximio narrador estadounidense William Faulkner, y traducida al español como Luz de agosto. He visto confirmada por propia vivencia lo que la crítica asume como una de sus verdades esenciales con respecto a la obra del Premio Nobel.
     La historia de Lena Grove, que viaja tortuosamente desde Alabama hasta Jefferson, territorios situados en el mítico mundo de Yoknapatawpha, con el único fin de encontrar al padre de su hijo, es el eje temático que nuclea la trama novelesca. Lena, al perder a sus padres, va con su hermano McKinley al aserradero de Doane; allí queda en cinta y se marcha, camina varios días y le sale al encuentro, en la carretera por donde avanza descalza, Armstid. Va en pos de Lucas Burch, así se llama el hombre que busca, pero nadie le conoce. Alguien le ha dicho que está en Jefferson, empleado en un aserradero. Un lugareño se ofrece a llevarla; arriban a la ciudad y ella se sorprende del recorrido que ha hecho.
     Ha comenzado el despliegue de la magia narrativa de Faulkner. Llegan a Jefferson dos forasteros para trabajar en el aserradero de Simms. El primero es Christmas, pensativo y hosco; el otro es Brown, gesticulador y alocado. Byron Bunch, un antiguo obrero del taller, los observa e intercambia opiniones con Mooney, el capataz. Un día, Lena Grove aparece en el aserradero cuando Byron cargaba pilas de tablas, inquiere por un tal Lucas Burch, pero quien le responde es Byron Bunch, entonces ella cree que se trata solo de una pequeña confusión de letras al pronunciar el apellido, pues hasta ese momento no había podido observar bien el rostro del muchacho. Al final del breve diálogo que sostienen, se desliza la posibilidad de que Joe Brown pueda ser Lucas Burch. Byron siente que ha hablado demasiado.
     Hightower es un reverendo que vivía con la obsesión del día en que su abuelo murió sobre su caballo al galope. Tiene una mujer cuya conducta extraña es motivo de comentarios en el pueblo. Ella muere en Menphis, en azarosas circunstancias en las que no se logra establecer si fue asesinada o se suicidó. Es hallada en una situación escabrosa y el pastor es obligado a dimitir de su iglesia. Él se niega al principio, pero luego tiene que rendirse ante la fuerza de la realidad. Byron relata a Hightower el episodio del incendio de la casa de la señorita Burden, quien es hallada con la cabeza casi seccionada en el segundo piso, por un campesino que acertaba a pasar por allí. Los sospechosos, dos hombres que vivían en la cabaña contigua a la casa, desaparecen. Se trata de dos conocidos nuestros: Christmas y Brown. Éste reaparece al cabo de un tiempo y ofrece colaborar con el sheriff. Al perecer, Christmas mantenía una relación de tres años con Joanna Burden, y ahora le ha prendido fuego a la casa, huyendo en seguida y manteniéndose en la clandestinidad.
     El narrador nos presenta a Christmas y sus extraños movimientos en la casa, instantes previos a la gran conmoción. Luego, en un salto temporal, asistimos a un episodio entre un niño de 5 años y la encargada del refectorio de 25. Es un hecho banal, pero revelador. El portero secuestra al niño, que no es otro que Christmas, porque es negro. Se sabe, además, que fue dado en adopción, a esa edad, a un tal McEachern, un tipo rudo, vigoroso y cruel, un “hombre inflexible, que ignoraba la piedad y la duda”.
     Sigue abriéndose el abanico de los espacios narrativos. Joe Christmas conoce a Bobbie, una camarera que encuentra en la taberna de la ciudad adonde McEachern lo lleva para una diligencia con su abogado. Comienza a salir con ella y la hace su mujer. Para salir de la casa de McEachern debe descolgarse de una cuerda por la que baja y sale al encuentro de Bobbie. Un día, McEachern descubre que Joe ha salido y va en su búsqueda. Lo encuentra, casi por instinto, en el local de una escuela donde había una fiesta; se abre paso por entre las parejas que bailan y, cuando llega al centro del salón, encuentra a Joe bailando con Bobbie. La emprende contra ella, llamándola ramera y ordenándole que se largue. Joe sale en defensa de su novia y con una silla asesta un golpe en la cabeza a McEachern, que cae inconsciente al suelo.
     Bobbie sube a un coche y se va. Joe va a casa de Bobbie y se encuentra con Max, Mame y un hombre desconocido. Se suscita un entredicho y Joe es golpeado y dejado inerte en la casa abandonada. Lentamente vuelve en sí y sale de ella para recorrer una calle de 15 años, larga e interminable, que los llevará a la mansión de la señorita Burden, adonde llega hambriento en busca de alimento. Ha encajado otra pieza del puzle narrativo del maestro.
     La señorita Burden le cuenta a Christmas la historia de su familia. Su hermano y su abuelo, ambos llamados Calvin, fueron asesinados por un tal coronel Sartoris. Ella comienza a ejercer una poderosa atracción fatal sobre Christmas, quien piensa varias veces que debería irse. Una corriente de furor físico los arrastraba por las noches para recalar en mañanas apacibles y azoradas. La relación es enigmática y absurda a la vez, y sólo podría concluir en el alevoso crimen que comete Christmas. La noche de los hechos, éste huye con el arma, que lleva sin darse cuenta.
     El incendio en la casa de Joanna Burden es el foco de atracción de todo el pueblo. Llegan el sheriff, un ayudante y numerosos curiosos al escuchar el testimonio de un campesino que pasaba por allí y se encontró con una macabra escena al interior de la mansión. El cuerpo ensangrentado de la víctima en medio de lenguas de fuego que devoraban todo lo que hallaban a su paso.
     Mientras tanto, Byron Bunch, en contra del parecer de Hightower, lleva a Lena Grove a vivir a la cabaña que fue de Christmas y Brown. El sheriff comprueba que una muchacha vive en la cabaña que antes ocuparon los dos inculpados del crimen de la señorita Burden. Por su parte, Christmas sigue su huída sin noción alguna de tiempo y lugar, hasta que llega a Mottstown, en la carreta de un negro que lo recoge de la carretera. En este pueblo, donde Christmas se pasea campante y sin problemas, es capturado. Simultáneamente, el narrador, nos presenta a los Hines, un matrimonio de ancianos, abuelos de Christmas. Mottstown se conmociona ante el negro blanco que mató a la señora de Jefferson. El tío Doc, cuyo nombre real es Eupheus, golpea a Christmas, luego aparece su mujer en la puerta de su casa, adonde llevan a Hines por su comportamiento violento en la plaza del pueblo.
     Byron revela a Hightower que Eupheus y su mujer son los abuelos de Christmas, quien es hijo de Milly, la hija de ambos. Doc Hines mata al padre del hijo de Milly por estar señalado con la negra maldición de Dios, a pesar de que ella le dice que es mexicano. Milly muere al dar a luz a Christmas. La mujer de Doc le dice a Hightower: “Pero usted tiene suerte. Un soltero. Un hombre solo que ha podido envejecer sin llegar a conocer la desesperación de amar”. Una bella frase, sin duda. En este encuentro es que la mujer pide la ayuda del reverendo para ver a su nieto, a quien no ha visto en más de treinta años. Byron traduce que lo que verdaderamente quieren es que Hightower testimonie a favor de Christmas, diciendo que la noche del crimen, y muchas otras en que Brown decía que Christmas iba a la casa grande, éste se encontraba en la casa del reverendo. Hightower se niega y los expulsa de su casa.
     Nace el hijo de Lena. Byron llama a Hightower y va en busca de un médico. Reflexiona el reverendo ante un gesto dudoso de Byron: “Esto no es digno de Byron. Pero ocurre a menudo que nuestras acciones no parecen ser dignas de nosotros. Ni nosotros dignos de nuestras acciones.” Byron le ha pedido a Lena que se case con él, y ella le ha dicho que no. El reverendo visita a Lena, ella le cuenta que Byron ha prometido llevarle a Lucas Burch; pero luego se enteran de que Byron se ha marchado, dejando el aserradero donde trabajaba.
     Byron llega a Jefferson, donde el gran jurado juzga a Christmas. Luego va a su pensión y encuentra que la señora Beard ha guardado todas sus pertenencias en una maleta. Busca al sheriff para pedirle que envíe a Brown o Burch con un agente a la cabaña donde está Lena. Escondido entre unos arbustos, ve a Brown entrar a la cabaña, sube a su mula y se va sin mirar atrás. Llega a la colina y vuelve la mirada, ve la cabaña y un hombre que corre por detrás de ella, mientras el agente espera en la puerta principal. Brown salta por la ventana luego de hablar con Lena y huye, corre varias millas y se encuentra en medio de cabañas de negros. Pide un favor a una negra, que alguien le lleve un recado al sheriff. Aparece un negrito, a quien le pide llevar un papel para Watt Kennedy, el sheriff. El negrito parte y a seiscientos metros se encuentra con Byron, a quien da detalles del paradero de Brown. Lo encuentra entre unos matorrales y traban pelea; Byron queda sangrante y Brown desaparece. Un tren pita a la distancia, y cuando pasa delante de Byron, éste ve que Brown trepa a un vagón. Luego pasa una carreta y el hombre que va en ella le comunica que en la ciudad han ejecutado a Christmas.
     Christmas huye en el momento en que es llevado para su ejecución. Corre a refugiarse en casa del pastor Hightower. Un capitán de la Guardia Nacional, Percy Grimm, de 25 años, forma un pelotón con miembros de la Legión. Él es el que persigue al fugitivo hasta divisarlo ingresando a la casa del reverendo. Aparta al viejo en el vestíbulo, llega a la cocina donde se esconde Christmas detrás de una mesa a modo de parapeto. Le dispara los cinco tiros de su automática y lo remata con un cuchillo de carnicero profiriendo una lapidaria racista: “Ahora dejarás a las mujeres blancas en paz, incluso en el infierno.”
     Hay una maravillosa descripción plástica del atardecer: “La luz cobriza acaba de extinguirse; el mundo flota en una espera verde, semejante, en color y en textura, a la luz filtrada por un cristal polícromo.” Es una de esas pinceladas poéticas que son frecuentes en la novela. A continuación, Hightower rememora sus fantasmas: su padre, su madre y su criada negra. Es una larga disquisición que hace el pastor de su pasado.
     En el capítulo final, un hombre cuenta a su mujer cómo recogió en su camión a Lena Grove y Byron Bunch, con el niño de ella en brazos, en una carretera que los llevaría a Tennessee. De esta manera se ha colocado la última pieza del complejo y asombroso rompecabezas que es esta espléndida novela.
     A la luz del atardecer de este frío invierno, con los destellos de agosto parafraseando el título de la novela de Faulkner, concluyo esta singular lectura que será, estoy seguro, una de las más importantes de este año y una de las más memorables de mi vida. Una auténtica obra maestra, labrada por el genio insuperable del profundo sur.

Lima, 4 de agosto de 2012.