Al filo del cierre de la sala de
exposiciones del Centro Cultural Garcilaso de la Cancillería, y del fin de la
temporada también, he llegado raudo para echar un vistazo a la exposición
Qutinapaq -que en lengua vernácula quiere decir “Para volver”- del artista
cusqueño Alberto Quintanilla, pintor, escultor, grabador y, en ocasiones
intensas, esforzado cantor. Precisamente es lo que pude observar en la primera
sala, donde se halla la presentación respectiva, cuando ni bien ingresé ya
escuchaba los sones de un huayno cusqueño entonado por la telúrica voz de este
peruano cosmopolita.
En el recorrido pude apreciar una muestra,
una pequeña muestra en realidad, de ese mundo onírico poblado por seres
mitológicos, monstruos fantásticos, animales fabulosos y criaturas
pesadillescas que constituyen el universo pictórico y el tema constante de la
inspiración y la obra plástica de Quintanilla.
Me impresionó vivamente un Gólgota
taurino, magnífico cuadro en el que un robusto ejemplar, acribillado de
banderillas y estoques, yace exangüe en la arena, en una especie de mudo clamor
ante la barbarie humana. En medio de una fauna diversa donde el perro de doble
faz es el protagonista indiscutible, este toro sacrificado era una pieza
singular en la exposición, ahora que vuelven a rebrotar esas viejas discusiones
sobre las corridas de toros que en estas épocas se ponen de moda en el Perú a
raíz de una tradicional feria.
Pero ese es otro tema, pues el asunto
central de la muestra era exhibir lo más representativo de la obra pictórica y
escultórica de Quintanilla, así como algunos grabados que podían observarse en
las urnas centrales de la sala. Los colores fuertes y dominantes delineaban
esas figuras recurrentes del imaginario del artista, un arte que se puede
situar entre lo abstracto y lo figurativo, o como ha dicho el mismo pintor: ni
abstracto ni figurativo, sino una suerte de realismo fantástico nutrido por las
imágenes y los seres que permearon su infancia.
Los relatos de leyendas y mitos del mundo
andino, así como los cuentos populares oídos de la boca de sus mayores, fueron
alimentando la imaginación y la memoria de quien alguna vez fue elogiado por el
mismísimo Picasso, cuando dijo que la obra del cusqueño era el primer aporte
peruano a la pintura universal. Toda una consagración de un trabajo que se ha
paseado por los más importantes museos y galerías del mundo. Ahora mismo, se
acaba de inaugurar en la Unesco, en su sede de París, nada menos que en la Sala
Miró, una exposición de Quintanilla.
Primogénito de 14 hermanos, Alberto
frecuentó, durante su niñez y juventud en la ciudad sagrada, a los artistas
populares, sobre todo mujeres, de cuyo arte y sabiduría bebió en abundancia,
participando de paso en las festividades de su pueblo, como en la de San
Sebastián, en cuyo jolgorio se mezcló con bailarines, diablillos y duendes, que
lo acunaron en ese sentido dionisíaco de la vida que posteriormente volcaría en
sus telas y sus óleos.
En sus primeros años por la Ciudad Luz, su
afición al canto lo llevó a presentaciones callejeras y a recorridos bohemios
de la mano de dos memorables artistas de ambos lados del Atlántico: la chilena
Violeta Parra y el español Paco Ibáñez. Sin embargo, su vocación por los
colores y las formas se iría decantando para hacer de él uno de los exponentes
más representativos de la plástica contemporánea.
Casado con una francesa y padre de tres
hijos, el “cholo” Quintanilla, como cariñosamente le dicen, no se ha desligado
de sus raíces, prueba de ello son sus maravillosos cuadros y esculturas, sino
que a la vez ha nutrido su formación con la impronta del arte occidental,
frecuentando la obra y el legado de notables artistas del Viejo Mundo, como
Giacometti, y de movimientos fundamentales como el expresionismo y el
surrealismo; pero lo que definitivamente ha perfilado su obra ha sido la tierra,
su tierra del Cusco, que vive en todo su
cuerpo como una presencia fecunda, cuyo humus brota por todos los poros
creativos de este cusqueño universal.
Lima, 24 de
noviembre de 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario