Todavía están frescos en la memoria de
todos los espeluznantes acontecimientos de Newtown, una hasta ahora apacible
localidad del Estado de Connecticut en los Estados Unidos, que de pronto se ha
convertido en el escenario de un macabro hecho de sangre. El pasado 14 de
diciembre, un joven de 20 años ha empuñado tres armas que su madre
coleccionaba, y luego de acabar con la vida de ésta, se ha dirigido al centro
educativo primario a 8 kilómetros de su casa para consumar la masacre que ha espantado
al mundo entero.
Las investigaciones aún no han esclarecido
los motivos del múltiple asesinato, violenta deriva que ha terminado con la
vida de 20 niños y 6 adultos en el centro de enseñanza, además de la del propio
criminal y la de su madre. Se trata de la enésima matanza de ese tipo en el
país que ha hecho del culto de las armas toda una característica de su ser
nacional.
Muchas veces los norteamericanos se han
visto confrontados por una situación de este tipo, y en todas las ocasiones postraumáticas
siempre se han repetido las mismas reflexiones sobre la posesión de armas y su
necesaria regulación a través de una legislación más restrictiva, para terminar
a las pocas semanas en el silencio y el olvido que incubaría a su vez una próxima
tragedia.
Eso, cuando no se han perdido en
elucubraciones entre ingenuas y disparatadas sobre las causales profundas de
esta conducta, que ya se puede calificar de sistemática dentro de los márgenes
que la clasificación permite. Se ha dicho, por ejemplo, y nada menos que de la
boca de un congresista, que estas actitudes se deberían a la educación laica
que impera en las escuelas. O que las armas no son las culpables de los
crímenes, sino los hombres que las usan. Y otras más descabelladas aún, como sugerir
que se permitan armas en dichos centros de enseñanza.
Lo que estas visiones quieren eludir es la
realidad apabullante de un reguero de muertos debido a la proliferación de
armas que son vendidas con suma facilidad y sin mayor control. El poderoso
lobby de los fabricantes de armas -conglomerado siniestro de los negociantes de
la muerte-, tiene evidentemente mucho de responsabilidad en este asunto que
concierne a la nación en su conjunto.
Si a esto le añadimos una cultura
orientada al más despiadado materialismo, con la vorágine del consumo, el
individualismo rampante y la industrialización de la violencia como tendencias
dominantes, tendremos las consecuencias letales que ahora ya no tienen que ser
solamente lamentadas ni lloradas, sino asumidas drásticamente desde el poder
para restringir al máximo al menos uno de estos explosivos ingredientes.
Las propuestas a este respecto del
presidente Obama deben ir hasta conseguir la aprobación por el Congreso de una
norma que limite severamente la posesión de armas entre los ciudadanos de la
unión. Los congresistas que se opongan a una nueva legislación para un control
más estricto de las armas serán cómplices de futuros crímenes de esta magnitud.
Una sociedad que ha inculcado a sus
miembros la cultura del más fuerte, que le prodiga a cada paso ejemplos nada
edificantes de una actitud como gobierno frente al resto del mundo, que vive
inmersa en la alocada carrera por el crecimiento económico, pero donde los
valores del auténtico humanismo estás ausentes, no puede realmente esperar otra
cosa.
No sólo es esta madre la que no sabía a
quién estaba criando bajo su techo, sino un país entero el que quizás ignora
qué seres se forman bajo estos influjos nefastos que terminan produciendo estos
cuervos que cada tanto arrancan los ojos de una nación ya en franca ceguera que
se encamina a su definitiva decadencia moral.
Lima, 22 de
diciembre de 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario