sábado, 23 de marzo de 2019

César Lévano


    A la respetable edad de 92 años nos ha abandonado el periodista y escritor Edmundo Dante Lévano La Rosa, más conocido simplemente como César Lévano. Qué difícil resulta decir algo novedoso y original sobre una persona de la que se ha escrito mucho, que ha sido abordado desde diferentes ángulos por una pléyade de discípulos y admiradores que ha dejado a su paso. Este auténtico maestro de la palabra, cuya labor poliédrica abarcaba distintos campos de la actividad intelectual y artística, deja al partir un valioso legado que las generaciones siguientes de periodistas sabrán aquilatar en su justa dimensión.
    Perteneciente a una legendaria estirpe de luchadores y hombres de combate por la justicia y la libertad en este país, César Lévano le insufló al periodismo todo ese historial de épica por la humanidad, fogueado en una vida llena de avatares, padeciendo carcelería por sus ideas, soportando estoicamente en las mazmorras del poder al enfrentarse a los sátrapas de siempre, a las dictaduras y poderosos que pisotearon e infamaron la dignidad de este pueblo. De pocos hombres se puede decir que sufrieron con una moral imbatible las penurias de la persecución y el encierro.
    Figura descollante en las redacciones de numerosos medios de comunicación escritos del Perú durante décadas, ejemplar maestro en las aulas universitarias, activista político en la mejor tradición de los grandes de nuestra historia como Manuel González Prada y José Carlos Mariátegui, insobornable hombre de prensa en búsqueda sacrosanta de la verdad, su estela sin mácula servirá de paradigma para todo aquel que asuma el periodismo como la más noble de las profesiones, o como diría el recordado Gabo, como la profesión más bella del mundo.
    Hace poco había presentado su último libro sobre las luchas obreras de hace cien años por las 8 horas de trabajo, jornadas en donde fue partícipe su padre, un humilde obrero de Vitarte que le transmitió ese sentido íntimo por la justicia y la decencia de la que él fue durante toda su vida un honroso militante. Lector infatigable, hombre de letras y de acción, cada paso de su larga vida fue una cátedra constante e indesmayable de buena prosa y sutil sabiduría, propios de alguien que para ejercer su oficio ha tenido que fatigar ingentes bibliotecas y laboriosos archivos, en búsqueda permanente de esa verdad que fue su diosa laica.
    Sería mejor no hablar de sus poquísimos detractores, mas todo hay que decirlo, pues cuando fue víctima de una infame campaña de desacreditación en razón de su orientación política, de sus tomas de posición frente a los grandes males que han asolado a nuestro sufrido país, allí estuvo imbatible, como una cariátide griega, el hombre de pensamiento y de brega para enrostrarles a la canalla, dizque periodística, su mezquindad y su nimiedad, la indigencia incontrastable de sus almas.
    Cómo olvidar al autor de agudos y memorables editoriales y artículos de opinión que son modelos insuperables de belleza y profundidad, forjados sólo por quien ha recorrido también los campos floridos de la poesía, arte que cultivó secretamente para dotar a sus páginas de esa pátina de frescura y elegancia que tantos admiramos sin pudor, pues César Lévano fue uno de los pocos periodistas de estos pagos a los que se puede calificar sin dudar un segundo como un fidedigno hombre de cultura. El trato con los libros y con una realidad tan compleja y diversa como la nuestra, nos dieron a un ser dotado como nadie para el análisis inteligente y para la palabra justa.
    La formidable herencia moral e intelectual que deja trazará un camino luminoso para quienes ven a su relevante figura como un valioso referente de lucha, constancia y veracidad, un faro rotundo para orientarse en estos tiempos convulsos que él supo capear desde su modesto puesto de vigía, de observador penetrante de los hechos, de gurú mestizo cargado de años y de sabiduría.
    Hasta siempre, maestro.

Lima, 23 de marzo de 2019.

Islamofobia


    El mundo está todavía conmocionado por los arteros ataques a dos mezquitas en Nueva Zelanda, perpetrados por un  supremacista blanco que ha ocasionado la espantosa cifra de 50 muertos y decenas de heridos que se recuperan en los hospitales de ese pacífico y admirable país de 5 millones de habitantes, que ostenta, a pesar de todo, los más altos índices de democracia y calidad de vida del planeta.
    El viernes fatal, el australiano Brenton Tarrant, de 28 años, irrumpió con armas modernas en la mezquita Al Noor de Christchurch, principal ciudad de la Isla Sur del país, cuando el imán comenzaba el sermón, provocando una verdadera carnicería donde han muerto 42 personas que se encontraban orando, para luego dirigirse a la siguiente mezquita de Linwood, distante a apenas cinco kilómetros, donde ha ultimado a las 8 restantes víctimas, cifra menor debido a que un ciudadano afgano se le enfrentó, lo distrajo y finalmente lo obligó a huir. Pero lo más asombroso es que todas estas escenas el atacante ha tenido el desparpajo de transmitirlas en tiempo real por las redes sociales, ante la impotencia de las autoridades que no han podido impedir la matanza que se había anunciado minutos previos a su puesta en acción.
    Se sabe que el asesino era un conocido entrenador deportivo que tenía simpatías por los movimientos islamófobos en el resto del mundo, que había recorrido buena cantidad de países recogiendo información sobre el accionar de numerosos personajes de extrema derecha, ligados a la causa antiinmigracionista, cuyos nombres figuraban en las armas y las cacerinas que la policía ha encontrado entre las pertenencias del terrorista. Tampoco deja de llamar la atención un documento de más de 70 páginas, titulado El gran reemplazo, que el criminal distribuyó entre los correos electrónicos de algunas importantes autoridades del país, donde sustenta y trata de justificar su demencial acto, aduciendo que los inmigrantes buscan reemplazar a las poblaciones originarias de Europa y propiciar lo que él llama un “genocidio blanco”, es decir, un auténtico disparate.
    Este hecho viene a ser uno más, el más cruento tal vez, de los muchos que se suceden en diferentes rincones del mundo con una característica común: el que sus víctimas pertenezcan a las comunidades musulmanas diseminadas en numerosos países europeos, principalmente, así como en otros donde son visibles por su número e importancia. Este era justamente el caso de Nueva Zelanda, el país escogido por el criminal por ser precisamente el que menos temor despertaría entre su población hacia un ataque como este, y para provocar directamente un mayor impacto en cuanto a que ya ninguna nación podía estar a salvo de su salvaje accionar.
    En paralelo a los rebrotes de actos antisemitas en algunos países europeos, se extiende una ola de islamofobia en buena parte de Occidente, alentada por ciertas políticas restrictivas hacia la inmigración, que ponen su principal foco de atención en los países de población musulmana, especialmente medidas tomadas por el gobierno de Donald Trump en los Estados Unidos, seguido por una fila de mandatarios de corte neofascista que han impulsado una campaña de descalificación, discriminación, victimización y exclusión hacia grupos de personas provenientes de las zonas más candentes del Medio Oriente, allí donde el islam es la fe mayoritaria.
    Por eso no llama la atención de que exaltados militantes de esta deforme ideología de la muerte surjan en los lugares y en los momentos menos pensados, desatando el terror y la masacre como formas primitivas de lucha, amparándose en supuestos derechos de defensa de “su gente”, como reza en algunos pasajes de sus textos difundidos por este oligofrénico extremista de derecha.
    Debemos estar prevenidos para hacer frente a esta salvaje racha de amenazas a la convivencia global, donde irónicamente pululan individuos que pretenden construir muros, separar poblaciones, establecer guetos, evitar las migraciones en una época que debe estar signada precisamente por una apertura al cosmopolitismo y al encuentro fraterno de las comunidades y los hombres de todas las latitudes, y donde una misma aspiración debe hermanar a todas las culturas y a todas las tradiciones, el ideal de la libertad y la paz para toda la humanidad, sin las puertas al campo que ciertas mentes anacrónicas desean erigir entre nosotros.

Lima, 23 de marzo de 2019.

sábado, 16 de marzo de 2019

El gato y el ratón


    Leyendo un artículo del escritor y periodista español Antonio Muñoz Molina, donde explicaba la relación entre la literatura y el cine, a propósito de una invitación que había recibido para ocuparse de una película, dirigida por nada menos que Alfred Hitchcock y  basada en una novela negra, se disparó mi curiosidad, primero por ver la película –deseo que no se pudo cumplir a cabalidad–, y segundo por leer el libro, que no contaba entre los que figuran en mi modesta biblioteca. Pensé en la posibilidad de que estuviera disponible en forma virtual, para descargarla y leerla de ese modo. Y así fue como durante un par de semanas, estuve cautivo, placenteramente cautivo, de la fascinante historia que Patricia Highsmith nos relata en Extraños en un tren (1950), su primera novela.
    Dos hombres, Bruno y Guy, se conocen en un viaje en tren, entablan conversación y poco a poco este le va revelando al primero algunos detalles de su vida, pormenores que aquel  aprovecha para idear un pacto siniestro que será la urdimbre central de la obra. Se trata de que Bruno, un bohemio trotamundos de familia acomodada, acabe con la vida de Miriam, la esposa de la que Guy está en proceso de divorcio, a cambio de que el mismo Guy haga lo propio con el padre de Bruno, a quien su hijo detesta profundamente. La argumentación va en el sentido de deshacerse de personas que atormentan la vida de cada uno, e intercambiando los crímenes las sospechas serían casi nulas hacia ellos, algo que los  acercaría al tan deseado “crimen perfecto”. Guy tiene planes de matrimonio con Anne y Bruno espera disfrutar a sus anchas de la fortuna de su progenitor.
    Es ahí donde se pone en movimiento lo que los penalistas llaman el iter criminis, es decir el camino que habrá de conducir, inevitablemente, al objetivo mayor del homicida. Se separan provisionalmente, aun cuando Guy ha sido explícito en su rechazo al fin perseguido por Bruno, tildándolo de absurdo e insensato. Pero este no ceja en su intento de convencer a su socio en la empresa criminal que trae entre manos. Lo acosa a través de telegramas y llamadas telefónicas hacia el lugar donde se encuentre; mientras tanto, va preparando minuciosamente el plan que llevará a cabo de su parte. Indaga por el lugar donde vive Miriam y parte allí inmediatamente para ponerlo en marcha.
    Los hechos se precipitan lenta pero vertiginosamente; ubica la casa de su víctima y la sigue discretamente. Ésta, con un grupo de amigos, se dirige a un parque de diversiones, sin saber que unos ojos no le quitan la vista de encima y unos pasos seguros la acechan secretamente hasta hallar la ocasión donde proceder a su macabro fin. El momento indicado llega cuando los amigos toman un bote para, cruzando un túnel, arribar a una isla aledaña al parque de juegos. El instante exacto cuando Miriam queda sola en un paraje de la isla es aprovechado por Bruno para acercarse y estrangularla. Luego de cometido el crimen, raudamente abandona el lugar y se escabulle entre el público que ha acudido al centro recreacional. Se produce un alboroto y pronto acuden a auxiliar a la muchacha que desgraciadamente ya ha expirado.
    La noticia llega después de unos días a oídos de Guy, quien piensa inmediatamente en Bruno y vuelve a sentir los grilletes del pacto en el tren que, es cierto, él no quiso firmar; mas se ve avasallado por los hechos y sabe que ha llegado su turno de cumplirlo. Así, espoleado por una mezcla de culpa y resignación, por más que su razón y voluntad le digan lo contrario, sus pasos lo van conduciendo fatal e inexorablemente al instante crucial en que deberá acatar su sino. Un nuevo contacto con Bruno, quien lo sigue asediando, será la clarinada que precipitará los acontecimientos. Ha recibido las indicaciones precisas para desplazarse por la casa donde vive el padre de Bruno, con la señal convenida de la hora en que se encontrará a solas. Guy siente que la maquinaria no tiene marcha atrás, e irremediablemente se encamina a su fatídica cita mortal.
    A lo largo de las páginas se puede ir descubriendo también el alma de los protagonistas, sus miedos y sus vacilaciones, la angustia y la culpa que los va erosionando hasta llevarlos a los extremos de la condición humana. Hay un pasaje de la novela en que Guy dialoga  con Owen, el prometido de su exesposa y padre del hijo que llevaba en su vientre al morir, y reflexiona ante él esta estremecedora verdad: “Eso es lo malo, que nadie sabe qué aspecto tiene un asesino. ¡Un asesino no se diferencia en nada de los demás mortales!”. Lo podemos comprobar en las declaraciones que hace la gente cuando se produce un asesinato y vienen los periodistas para indagar sobre la personalidad del victimario; la mayoría que lo conocía declara que era una persona normal, y que no se explica cómo ha podido hacer lo que hizo. Será Gerard el detective que asumirá las pesquisas del caso, quien merced a una inteligente labor de cerco, jugando al gato y al ratón con su presa, llegará a resolver ambas muertes que parecían destinadas a quedar olvidadas en la sombra del misterio.
    Vale la pena sumergirse en sus páginas para seguir expectantes el decurso de la historia, atrapados en el suspense que la novelista sabe graduar para que el lector se enganche con la trama y no termine sino exhausto y gozoso con ese sorprendente final que toda novela del género policial brinda a sus asiduos seguidores.

Lima, 16 de marzo de 2019.            

sábado, 9 de marzo de 2019

En blanco y negro


    Es inevitable recordar, ante los recientes casos de racismo difundidos por la prensa, la contundente y lapidaria frase del eminente científico alemán Albert Einstein, quien sentenciara alguna vez, quizás como única respuesta ante el indigente espectáculo de la comedia humana, las siguientes palabras: “Existen dos infinitos: el del universo y el de la estupidez humana, aunque del primero no estoy muy seguro”. Habría que agregar que aun decir “estupidez humana” ya resulta un oxímoron pues, que se sepa, no hay indicios de que esa cualidad esté presente en otras especies. Parece que es privativo del hombre.
    Un conocido periodista de la televisión peruana, caracterizado por su locuacidad tremebunda y desbordada, suelta un comentario racista y despectivo en medio de un partido que la selección peruana jugaba con la ecuatoriana. Aludía a las características físicas de un futbolista del vecino país, destacando su color y lo que con él podría estar asociado. Una sarta de comentaristas tratan de restarle importancia a la injuriosa frase, aduciendo su aparente normalidad y su intención bromista. Y es justamente allí donde está el problema, pues la reiteración de una práctica consuetudinaria no convierte a la misma en virtuosa, ni algo dicho con deliberado sentido del humor esconde el trasfondo agraviante de ciertas palabras.
    Una trabajadora edil realizaba su trabajo en una vía importante del sur del país, cuando de pronto irrumpe una conductora que, presa de la rabia, la emprende contra la humilde mujer, por supuestamente haberla agredido al cumplir su labor dirigiendo el tránsito en un tramo donde se realizaban obras. Y la emprendió con frases insultantes llenas del más torpe y vulgar racismo, arremetiendo inclusive contra los hijos de la víctima. La energúmena, acompañaba sus palabrotas con gestos que denotaban claramente su profundo desprecio y saña.
    Aquí, en la despiadada Lima, una señorona muy encopetada, socia de uno de esos clubes exclusivos de las clases altas de la ciudad, se permitió deslizar un comentario despectivo con respecto a las nanas, esas mujeres humildes que realizan la labor de niñeras para los hijos de estas familias pudientes que, precisamente, también suelen ser socias del club de marras. Dijo, entre otras lindezas, que cómo era posible  que aquellas muchachas utilizaran los servicios y los ambientes reservados a los elegantes miembros de su cofradía social, y que si insistían en hacerlo, pues deberían pagar por ello.
    En Norteamérica, en medio de los prolegómenos de lo que fue la entrega de esos premios anuales cinematográficos a cargo de la Academia de Hollywood, la prensa y las redes sociales recogieron impresiones infelices de ciertos individuos maledicentes, que nunca faltan, que la emprendieron contra la actriz mexicana Yalitza Aparicio, última gran revelación de la cinematografía del país azteca a raíz de su actuación en la celebrada y criticada película Roma de Alfonso Cuarón. Y lo hacían, no en orden a su performance o cualidades histriónicas, como es de suponer, sino a su origen mixteco, del cual ella, como lo ha dicho con bastante claridad y emoción, se siente orgullosa.
    Esta pobre gentuza, que cree ver en las apariencias del cuerpo, en el color de la piel o en los rasgos del rostro, el signo de la diferencia entre los seres humanos, la clave de su venerable superioridad así como la de su invencible inferioridad, no hace sino mostrar con grandísima impudicia su ignorancia supina, su atrevimiento rastrero y, no hay más remedio que repetirlo, su infinita estupidez. A estas alturas de los tiempos, camino hacia la primera mitad del siglo XXI, cuando ya la antropología ha dado por superado el viejo concepto de razas, el que existan seres de mente anacrónica y alma retorcida que pretendan todavía seguir insistiendo en sus obsoletas seudo categorías humanas, resulta por decir lo menos deprimente.
    Deberían saber estas personas corroídas por la nesciencia, que existe una sola raza, la humana, y que las diferencias de colores, tamaños y formas no indican absolutamente nada en cuanto a sus capacidades, talentos y posibilidades; pues todos poseemos las mismas condiciones biológicas de nacimiento, entre ellas la fundamental del cerebro, donde radica verdaderamente la clave de nuestro desarrollo. Que ello esté condicionado por otros factores, como los económicos, sociales o culturales, ya es otra cosa, lo cual obedece a una realidad que muchas veces es injusta e inequitativa, situación atribuible a un sistema político y económico que ha perpetuado las desigualdades y que ha dejado grandes abismos de diferencia entre los hombres.
    Es tiempo de asumir la aventura humana desde otras perspectivas, con la grandeza de quien entiende que los seres humanos estamos en este mundo para hacerlo mejor, lejos de los estereotipos y los prejuicios que nos impiden juzgar a cabalidad la presencia y trayectoria de una persona, por encima de esas visiones estrechas y reduccionistas que lo único que delatan es, al fin de cuentas, nuestra bochornosa miseria espiritual.  

Lima, 8 de marzo de 2019.