Latinoamérica ha sido testigo, en las
últimas semanas, de intensas jornadas de movilización ciudadana en protesta por
impopulares medidas económicas dictadas por sendos gobiernos de la región,
manifestaciones que han tenido una secuela trágica de muertes, heridos,
detenidos y grandes daños a los bienes públicos.
Dos países han sido los focos de atención
más preocupantes, tanto por la envergadura de los acontecimientos como por lo
que aquello significa desde el punto de vista de la imposición de un modelo
económico que no ha hecho sino agravar las condiciones de vida de las grandes
mayorías de la población.
Ecuador ha sido uno de ellos, donde a
partir del alza del precio de los combustibles, quitando el subsidio a los
mismos, decretado por el gobierno del presidente Lenín Moreno, se ha desatado
una reacción masiva en diversas ciudades del país, especialmente en Quito, la
capital, contra una receta claramente inspirada en las recomendaciones del FMI.
El primer mandatario se instaló inclusive en Guayaquil en los primeros días de
la crisis, como tratando de huir de los hechos, para inmediatamente regresar a
la capital cuando las protestas desbordaban lo previsible.
Un periodista y presentador mediático
peruano, que dirige un programa muy sintonizado de televisión desde Miami, ha
tenido el desparpajo de preguntarse ante la teleaudiencia por qué reclaman los
indígenas del Ecuador por el precio de la gasolina si ni siquiera tienen
automóvil, citando irónicamente marcas lujosas como un Audi o un Jaguar. ¿Puede
haber un comentario más cretino que este? ¿No sabe acaso este espécimen que la
elevación del precio de los combustibles incide directamente en toda la
economía de un país? ¿Lo ignora realmente, o quiere hacerse el desentendido
para confundir a la opinión pública? Es un caso que pareciera ya linda con lo
patológico.
El otro país en cuestión es Chile, que ha
sufrido uno de esos episodios extraños y paradojales de una sociedad que hasta
ese momento era vista como un oasis en medio de este desierto caótico que es
Sudamérica, un verdadero milagro del crecimiento económico que lo ha puesto a las
puertas del primer mundo, un ejemplo envidiable de desarrollo que bien podía
ser imitado por cualquiera de sus vecinos. Y, sin embargo, de pronto estalla
esa burbuja de una manera descomunal. El gobierno decreta la subida de los
pasajes en el metro y súbitamente los usuarios, donde han jugado un rol
protagónico los estudiantes, reaccionan violentamente exigiendo su eliminación.
Se suceden días caldeados de marchas, saqueos, enfrentamientos con la policía,
incendios de vagones de metro y de centros comerciales, y al gobierno no se le
ocurre mejor cosa que imponer el estado de emergencia y el toque de queda,
reminiscencias funestas de los peores años de la dictadura pinochetista.
Sin duda que el alza de los pasajes ha sido
sólo el pretexto, el detonante de un malestar que se ha ido incubando mucho
tiempo, algunos piensan que hasta treinta años; una tensión que ha llegado al
punto de ebullición, que sólo esperaba una mínima grieta por donde explotar de
la forma como lo ha hecho, asombrando al observador externo que creía que
efectivamente Chile se encaminaba con pasos seguros a ser el primer país de
Latinoamérica en alcanzar el tan ansiado desarrollo. ¡Vana ilusión! Lo que han
desnudado esta crisis han sido las carencias de un modelo económico neoliberal
que es la prolongación de aquél impuesto por el régimen de Pinochet, cuyas
consecuencias han saltado por los aires en los sucesos de octubre, como son uno
de los sistemas de transporte más caros del mundo, una economía privatizada,
una educación de baja calidad, pensiones de hambre, los servicios de salud
inalcanzables; es decir, el ensanchamiento de las desigualdades sociales, la
brecha entre un puñado de ricos con los privilegios de siempre y una masa de
pobres presa del hartazgo de una realidad que los margina, los excluye y
termina por arrebatarles la dignidad como seres humanos.
Esta respuesta inédita de una ciudadanía
que cada vez es más consciente de sus aspiraciones y derechos, es un mensaje
clarísimo que los más desfavorecidos lanzan a los cuatro vientos, un clamor que
las clases dirigentes deben ser capaces de leer y aprehender, si quieren evitar
la profundización de una flagrante injusticia social que concluya devorando el
futuro y los sueños de millones de hombres y mujeres de nuestros países.
Se ha destapado, pues, una gigantesca olla
de presión, un conjunto de tensiones reprimidas durante años. Cuando el pueblo
vive bajo estas condiciones y no se atienden sus expectativas, cuando se
ignoran sus necesidades y se soslayan sus derechos, se crea una atmósfera
altamente hostil que en algún momento va a producir una reacción, como
justamente lo acaba de demostrar una película que es ampliamente comentada por
estos días, Joker, el caso de un
individuo, con ciertos visos de alguna enfermedad mental es cierto, asediado y
agredido por el medio, que termina reaccionando de manera desaforada y
demencial ante un sistema que no ha hecho otra cosa que pisotearlo y
ningunearlo en todas sus formas.
Este viernes 25 Chile ha sido escenario de
la más multitudinaria marcha pacífica de su historia moderna, con cerca de un millón
y medio de personas en las concentraciones en todo el país. Entonando cánticos
alusivos a la exclusión, con pancartas elocuentes expresando las frustraciones
y los abusos que han sufrido en todo este tiempo, la ciudadanía ha dejado
sentir su amargo descontento. Grandes lecciones nos dejan estos hechos, que
ojalá como sociedad podamos asimilarlas y aquilatarlas, para que se puedan ir
corrigiendo esas taras que arrastramos como vestigios atávicos de una época que
ya debió ser superada.
Lima,
25 de octubre de 2019.