viernes, 28 de febrero de 2020

Desaparecidas


    El Callao, una tarde cualquiera de agosto de 2016, una escena común de la vida de una familia de jóvenes que comparten diferentes ambientes en una misma vivienda. De pronto, se suscita un incidente del que son protagonistas dos mujeres veinteañeras que culmina en un oscuro desenlace. Una de ellas está muerta y la otra se dispone a desaparecer el cadáver con la ayuda de su pareja, a quien al parecer llama en ese momento para que la ayude en su cometido. Usando cuchillos y machetes, trocean el cuerpo y cada quien se reparte el macabro botín, que lo van a enterrar en lugares diferentes. El cuerpo sin vida, descuartizado por sus verdugos, pertenece a Solsiret Rodríguez Aybar, 23 años,  estudiante de Sociología de la Universidad Nacional Federico Villarreal, madre de dos niños y activista de los movimientos feministas. Sus presuntos asesinos, Andrea Aguirre y Kevin Quevedo. El muchacho es hermano de Bryan, el padre de sus hijos. Este comunica a los padres de la víctima que ésta ha abandonado el hogar, dato que a ellos les parece inexplicable y acuden a la policía a asentar la denuncia de su desaparición. El suboficial a cargo los recibe con una frase que resume toda la incomprensión y el desprecio que sigue demostrando la autoridad ante un caso como este, que no se preocupen, que tal vez se marchó con las amigas, cansada de cuidar a los hijos, o con la cabeza caliente con algún enamorado. Es decir, el mismo esquema mental y conceptual que el machismo ultramontano ha inoculado en los cerebros de quienes no quieren entender la problemática de la violencia de género y sus secuelas trágicas, de quienes se niegan a mirar la realidad escudándose en prejuicios y creencias anacrónicos. Y cuando el caso pasó al Poder Judicial, dos fiscales que no hicieron su trabajo como debían, dilataron las investigaciones por más de dos años sin ningún resultado positivo. Sólo en manos del nuevo fiscal Jimmy Mansilla pudo resolverse el expediente a través de una acuciosa labor de investigación, tan importante y eficaz que logró dar con los sospechosos y con el cuerpo de Solsiret –después de tres años y medio del crimen– a través de un peritaje de antropología forense. Ese cuerpo que, según la policía y el ministro de entonces que avaló el documento, se divertía en una playa norteña y publicaba fotos en las redes sociales. ¡Vaya incompetencia!
    Ciudad de México, sábado 8 de febrero, se reporta la desaparición de una joven de 25 años. Vivía con su pareja, un hombre de 46 años llamado Erick Francisco Robledo, a quien ya había denunciado el año pasado por maltrato físico y psicológico. Al día siguiente son hallados los restos desollados de Ingrid Escamilla, licenciada en Administración de Empresas Turísticas. Otra parte de su cuerpo, el asesino quiso desaparecerlo por el drenaje. Cierto sector de la prensa, amarillista y sensacionalista hasta la náusea, tuvo el desparpajo de publicar las fotos de Ingrid tal como fueron encontrados, desatando la justa indignación de la población y de los colectivos feministas. La revictimización de la víctima es un fenómeno que sólo sirve para alimentar el morbo y obtener réditos económicos, ensañándose doblemente con el dolor y la dignidad de una familia que vive sus horas más álgidas.
    Otra vez Ciudad de México, esta vez en el sur, en Xochimilco, el 11 de febrero desaparece al salir del colegio la niña Fátima Aldriguett, de apenas 7 años, recogida por una mujer que se la lleva de la mano, según las imágenes de las cámaras de seguridad. Su madre había tenido un retraso de unos minutos para esperarla a la salida, como hacía todos los días. La denuncia ante la policía no facilita su búsqueda, enredada la entidad en absurdos burocratismos que sólo facilitan el truculento final, pues la menor es sometida a abuso sexual y torturas antes de exterminarla y arrojar sus restos en una bolsa en un botadero de basura a menos de 3 kilómetros del punto de su desaparición. Gladis Giovanna Cruz Hernández, la raptora, amiga de la madre, quien a fines del año pasado la había acogido en su casa por problemas con su pareja, se la llevó en complicidad de Mario Alberto Reyes Nájera, quien según los testimonios recogidos la había amenazado con violar a sus hijas si no le conseguía una niña.
    Solsiret, Ingrid, Fátima… son sólo los nombres más mediáticos de una espantosa pesadilla que nuestros países deben presenciar todos los días, cada vez cometidos con una perversidad y saña mayores y con detalles escalofriantes que espeluznan y aterran. Y lo peor es que los gobiernos no pueden hacer nada para detener esta ola feminicida de escándalo, las sociedades tienen que seguir enfrentando posturas reaccionarias y negacionistas de tantos sectores interesados en mantener el statu quo, porque para ellos se trata de exageraciones y aspavientos sin sentido, o sencillamente de realidades que sus ojos ciegos de ignorancia, cerrazón y estulticia no quieren ver.
    No sé qué tan válida e imperiosa sea la necesidad de decretar la Alerta por Violencia de Género (AVG) en el Perú, como se hizo en México en noviembre pasado, pues los resultados hasta ahora en ese país, con 10 mujeres asesinadas por día, no permiten abrigar mayores esperanzas en esa medida; así como la alerta Amber, cuando se trata de niños, a pesar de que en más de dos décadas de vigencia, según las estadísticas, ha servido para salvar la vida de no pocos menores en los Estados Unidos, nacida en 1997 y oficializada  el año 2002. Algún paso tenemos que dar para impedir esta desgraciada avalancha de muerte y dolor que enluta y deshonra a nuestros pueblos.   

Lima, 22 de febrero de 2020.         

jueves, 13 de febrero de 2020

La Diosa Coronada


    El tema del amor ha sido una constante en la historia de la literatura, y lo seguirá siendo sin duda, pues se trata de una de las vivencias centrales del ser humano, un sentimiento universal que igualmente es el motor principal de muchísimas obras de las artes en general, sean éstos la pintura, la música y el cine, por mencionar algunas. Casi se podría afirmar, a riesgo de caer en la generalización, que no hay creación artística que no sea de amor, comprendiendo en este concepto tanto su sentido positivo como sus posibilidades contradictorias y antagónicas, pero que tienen como su eje solar a esa pasión ciclónica que hace presa de hombres y mujeres, sean cuales sean sus preferencias amorosas, en cualquier época de su breve existencia.
    Tal vez una de esas historias de amor más emocionantes y divertidas, además de espléndidamente escrita, corresponda al queridísimo Gabriel García Márquez, que en su novela El amor en los tiempos del cólera (Ed. Oveja Negra, 1985), nos entrega una apasionante ficción narrativa que, según los estudiosos de su obra, está basada en la propia historia de amor de sus padres, que el usó como materia prima para construir esta novela que se desliza por el mundo del arte con total autonomía, un universo propio que participa de aquella noción del deicidio que Vargas Llosa utilizó para abarcar la obra total del colombiano.
    Hace más de tres décadas que leí por primera vez esta fascinante historia, cuando atravesaba mi corazón una doble desventura que el destino me tenía reservada. Lo que no recordaba muy bien era el inicio, la muerte del fotógrafo Jeremiah de Saint Amour, que su mejor amigo, el doctor Juvenal Urbino, constata al ser llamado de urgencia. En realidad se trató de un suicidio, pues el exiliado usó cianuro de oro para acabar una vida que ya ingresaba de lleno a la vejez, que para él era un estado indecente que debía evitarse a tiempo. Ese mismo día de Pentecostés, el doctor Urbino estaba invitado al almuerzo por las bodas de plata matrimoniales de su discípulo, el doctor Lácides Olivella. Este hecho aciago cambia los planes, pues luego del almuerzo debe volver a casa para su siesta sagrada, y he ahí que él también se encuentra con la muerte al tratar de alcanzar al loro que había escapado por la mañana, refugiado entre el follaje de los árboles del jardín. Cae de la escalera y agoniza en el lodazal del patio ante los gritos de pánico de la servidumbre y de su esposa, Fermina Daza, que llega justo a tiempo para oír las últimas palabras de su compañero de toda la vida: “Sólo Dios sabe cuánto te quise”.
    Luego de las exequias del médico, reaparece en la vida de Fermina Florentino Ariza, su pretendiente de más de medio siglo, a quien ella esa noche despacha con una frase lapidaria, que era en verdad la misma que había pronunciado aquella vez en que Florentino la aborda en el mercado, tras el exilio forzado de ella impuesta por el padre al enterarse de las intenciones del telegrafista, manifestadas en cientos de cartas que él descubre por una infidencia de una monja del colegio donde estudiaba su hija. En todas ellas el remitente llama a su musa La Diosa Coronada, que será el santo y seña de su fugaz relación. Ese intenso noviazgo epistolar de algunos años termina de manera tajante, cuando Fermina lo ve en su real condición, probablemente al haberse corrido los velos de la ilusión, y lo despide de forma inapelable arrojándolo irremisiblemente al desamparo y al desencanto. Lo obliga a devolverle todos los regalos enviados durante ese tiempo, exigencia que deja a Florentino en un estado de zozobra que durará exactamente cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días.
    El doctor Juvenal Urbino de la Calle era un flamante y joven médico de 28 años recién llegado de París, hecho que produce un revuelo de palomas al ser catalogado como el soltero más codiciado de la ciudad. Conoce a Fermina por un golpe de suerte que el narrador atribuye a un error clínico. Después de las naturales resistencias iniciales de Fermina Daza al asedio perseverante del doctor, éste vio allanado su camino al contar con la providencial complicidad del padre, un oscuro comerciante llamado Lorenzo Daza, quien ve en el pretendiente el mejor partido posible para la hija rebelde. La noche en que se celebra la boda, Florentino desciende a los fondos abisales de la desolación, trajinando sin rumbo por los sombríos parajes del puerto.
    Son incontables las amantes de ocasión que Florentino sostendrá en los largos años de espera, pues en ningún instante se le pasó por la cabeza renunciar al amor de Fermina Daza. Bajo la divisa de mosqueteros: Infieles, pero no desleales, llevará una vida errabunda por los brazos de mujeres como Leonela Cassiani, la viuda de Nazareth y América Vicuña, entre tantas otras, convencido de que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna, convicción que lo llevó a acuñar una frase sentenciosa: “El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas.”
    Así que, cuando acaece la muerte de su rival de toda la vida, cree llegado el momento largamente acariciado de materializar su demencial sueño, y a pesar de los desplantes y rechazos del comienzo, no ceja en su empeño de locura de alcanzar por fin el objetivo en que había cifrado su misma existencia. Lentamente irá cediendo Fermina a los requerimientos renovados del pertinaz enamorado. Su empecinamiento irá socavando de a pocos la voluntad debilitada y vulnerable de una mujer que ya no tenía que rendirle cuentas a nadie, pues ni los hijos podrían esta vez interponerse entre ellos, por lo que termina rindiéndose a los asedios de bucanero de Florentino Ariza. Con el pretexto de un viaje de placer y descanso, invita a Fermina a un paseo en uno de los buques de la Compañía Fluvial del Caribe, de la que ya era prácticamente el máximo jefe.
    Esa travesía por el río de La Magdalena se convierte en todo un símbolo de un amor que reta a la misma muerte, pues para evitar molestias indeseadas, Florentino convence al capitán del buque, Diego Samaritano, de izar la bandera amarilla de la emergencia sanitaria, en una época en que el cólera hacía estragos en algunas poblaciones cercanas, razón por la que ante la negativa del encargado del puerto para que pueda atracar la embarcación que él supone infestada por la peste, decide dar marcha atrás y proseguir su navegación en un ir y venir del carajo que duraría toda la vida, como responde Florentino ante la pregunta ansiosa y temerosa del capitán.
    Descomunal historia donde García Márquez ha sometido al amor pasión al escalpelo poderoso de su observación despiadada de entomólogo, desnudando los entresijos más recónditos de una experiencia compleja, contradictoria y sujeta a los vaivenes que va imponiendo el tiempo y los propios devaneos del corazón de los protagonistas, además del contexto de los usos y costumbres que en toda sociedad sirven de telón de fondo a la comedia humana. Estupenda novela que uno lee con la sensación invencible de que cada frase, cada palabra debe ser memorizada para siempre jamás, porque está edificada con los materiales inmarcesibles de la maestría y la genialidad sin límites. Es quizás, de todos los libros del novelista de Aracataca, el que he disfrutado con mayor fervor.  

Lima, 11 de febrero de 2020.            
     

miércoles, 5 de febrero de 2020

La conspiración


    La forma cómo acabó el gobierno progresista de Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954, mediante un golpe de Estado que involucró a varios gobiernos de la región, entre ellos el de Rafael Leonidas Trujillo de la República Dominicana, bajo la batuta de la poderosa CIA y del propio gobierno de los Estados Unidos de América, con el presidente Eisenhower al mando, es el meollo argumental de Tiempos recios (Alfaguara, 2019), la reciente novela del Premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa. Pero lo realmente sorprendente es conocer el entramado que estuvo detrás del embuste que sirvió de coartada para que se pusiera fin al más importante experimento democratizador en el país centroamericano, acusado falsamente de constituir una cabecera de playa del comunismo internacional para sentar sus reales en el continente. Todo eso fue posible gracias al genio demoníaco de dos personajes grises en sí mismos, pero que la historia ha registrado como los artífices de tamaña patraña: Edward L. Bernays, considerado el padre de las Relaciones Públicas y Sam Zemurray, el empresario aventurero que fundó la United Fruit Company, la empresa emblemática del capitalismo norteamericano en una época signada por las secuelas de la posguerra y una campaña insidiosa sobre las supuestas amenazas de la Unión Soviética en América.
    Zemurray propone a Bernays el cargo de director de relaciones públicas de la compañía, cuya mala fama en EE.UU. y Centroamérica era su principal problema. Éste ve ya atisbos preocupantes en el gobierno de Juan José Arévalo (1945-1950), un verdadero peligro para la empresa en Guatemala, entonces inventa el bulo de la amenaza comunista, convenciendo a los encorbatados señores del Directorio de la United Fruit reunidos en Boston.
    El otro hilo de esta madeja está constituido por la historia de Marta Borrero Porras, la hija del doctor Arturo Borrero Lamas, que irrumpe en la narración con su embarazo precoz a los quince años. Es obligada por el padre a casarse con el médico Efrén García Ardiles, el mejor amigo de aquél y autor del desaguisado. Se celebra la unión casi en secreto en un lugar apartado de la ciudad, y el doctor Borrero decide tajantemente olvidarse de la hija y dar por concluida su larga amistad con quien será el padre de su nieto. Después de cinco años de un matrimonio de conveniencia y de circunstancias, Marta Borrero abandona la casa común, a su marido y a su hijo, pequeño aún. Busca a su padre para pedirle perdón, pero éste la rechaza y desconoce como hija. Entonces es que consigue refugio y protección en el Presidente de la República, Carlos Castillo Armas, antiguo amigo de su padre y líder de la asonada golpista, de quien termina convertida en amante.
    El 15 de marzo de 1951 es elegido presidente de Guatemala Jacobo Árbenz, un político de tendencia liberal que había sido cercano colaborador de Juan José Arévalo y firmemente convencido de las bondades del sistema capitalista, tan es así que se declara admirador entusiasta del gobierno estadounidense, al que aspira tomar como modelo para edificar en su país una auténtica sociedad próspera y democrática. Esa misma noche, en la soledad de su escritorio y ante un vaso de whisky, lejos ya del ruido de la celebración de la victoria, decide dejar el alcohol, promesa que cumplió hasta el fin de su mandato.
    Por otro lado, Carlos Castillo Armas, desde su cuartel general en las afueras de Tegucigalpa, coordinaba la llegada de los mercenarios del Ejército Liberacionista que la CIA había reclutado para derrocar a Árbenz. El embajador norteamericano en Guatemala, John Envil Peurifoy, apoyó abiertamente  el accionar de los alzados, que desde Honduras preparaban el siniestro plan golpista. Pero antes, el coronel Carlos Enrique Díaz, jefe del Ejército, le pide la renuncia a Jacobo Árbenz, prometiendo respetar las reformas emprendidas, para aplacar así los intentos rebeldes de un sector del mismo, azuzado por el representante diplomático del gran país del norte. Una vez logrado el objetivo de la conspiración, y estando Castillo Armas en el poder, Enrique Trinidad Oliva, su jefe de Seguridad  y Johnny Abbes García, llamado el dominicano, son los encargados de la ejecución del plan que el Generalísimo Trujillo había trazado: acabar con Castillo Armas, el presidente que él ayudó a colocar y que no cumplió los tres pedidos que le hiciera antes de que accediera al gobierno mediante el golpe de Estado a Jacobo Árbenz. Abbes García encarga al cubano Carlos Gacel Castro, su chofer, llevar a Marta Borrero a San Salvador, donde él la esperaría. Ella no entiende lo que ha pasado, pero se deja conducir por el grandulón con gran temor hasta cruzar la frontera.
    Por su participación en la conspiración, Enrique Trinidad Oliva pasó cinco años en cárceles civiles y militares hasta que fue amnistiado. Pero al reconquistar su libertad, se encontró en la más absoluta miseria. Pide ayuda al turco Ahmed Kurony, quien había sido su testaferro en el negocio de los casinos que tuvo con Abbes García durante el período de Castillo Armas. Mientras tanto, Marta Borrero, ayudada por Abbes García, el nuevo jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), consigue trabajo como comentarista de radio en la Ciudad Trujillo, desde donde lanza feroces críticas a los liberacionistas guatemaltecos, a quienes llama “los traidores” y acusa del crimen de Castillo Armas. Oliva sería asesinado posteriormente en una calle céntrica de Guatemala, mediante una bomba que hizo explotar su auto, a pesar de que vivía bajo una identidad falsa después de su salida de prisión, donde purgó pena por su participación en el magnicidio. Por esta misma época miss Guatemala –como era conocida Marta Borrero– vive un episodio tragicómico con el Negro Trujillo, el hermano del Generalísimo y a la sazón presidente fantoche del país, al que casi le arranca la oreja de un mordisco el día que éste la invita a Palacio para hacerle una propuesta indecente.
    Luego del otro magnicidio, el de Rafael Leonidas Trujillo en la República Dominicana, Johnny Abbes García es enviado por el presidente Joaquín Balaguer al consulado en Japón, jugada que resultó una treta para alejarlo del país. Lo cierto era que había caído en desgracia; su mala suerte lo llevó finalmente a Haití, donde trabajó para Jean Claude Duvalier, Papá Doc, hasta que en un aquelarre monstruoso fue ultimado con su mujer y sus hijas por los tonton macoutes, las fuerzas auxiliares del régimen conformadas por expresidiarios y delincuentes comunes. Este dato es puesto en tela de juicio por la verdad histórica, mas estamos dentro de una ficción, donde lo único que importa, o debe importar al lector, es la verosimilitud de aquello que se narra.
    Buena novela, sobre todo por la intrigante historia que recoge los acontecimientos que rodearon a una de las tantas mentiras enormes que han servido a la potencia imperial para justificar sus terribles tropelías en diferentes puntos del continente. Sin alcanzar la intensidad de La fiesta del Chivo, otra ficción política, se lee, sin embargo con gran interés por la destreza que despliega el narrador para contarnos un pasaje del pasado de Latinoamérica que al parecer se repetía con bastante frecuencia. Tal vez no hemos superado del todo esta aciaga condenación cíclica que nos ha envuelto desde que tenemos memoria, a juzgar por recientes hechos en Bolivia que han suscitado la preocupación y la incertidumbre entre nuestros pueblos.

Lima, 24 de enero de 2020.  
   

sábado, 1 de febrero de 2020

El asesino de la corbata


    Un orador político se dirige a una pequeña multitud en una calle de Londres al pie del Támesis, cuando una pareja de entre el público dirige su mirada de casualidad al río y ve el cuerpo de una mujer flotando en sus aguas, está semidesnuda y con una corbata atada al cuello. Dan la voz de alarma y toda la gente da la espalda al candidato para acercarse al muelle y observar la macabra escena. Es el impactante inicio de la película Frenzy (Frenesí, 1972) de Alfred Hitchcock, el maestro indiscutible del suspenso. La policía rescata el cuerpo y empieza su tarea a la caza del asesino, siguiendo las pistas que va recogiendo a través de diversas evidencias.
    En una fonda de Covent Garden, llamada El Globo, un hombre joven se anuda una corbata parecida a la que habían usado para ahorcar a la mujer del río; está en una habitación lúgubre y desarreglada. Baja luego al primer piso, coge una copa y se acerca a la barra para servirse un cognac, instante en el que ingresa el encargado del bar y le pide cuentas. El mesero reacciona acremente y se suscita un altercado, producto del cual este es despedido ante las protestas de la camarera que había tratado de interceder por él. El hombre sale molesto del local y se encamina por las callejuelas del mercado de esa zona comercial; va en busca de Rob, un comerciante de frutas que viste muy atildadamente dirigiendo su negocio. Al enterarse de la suerte del hombre, le ofrece ayuda, por lo pronto posada y dinero. El hombre le agradece pero rechaza el dinero y sale con dirección a la empresa matrimonial de su exesposa Brenda.
    El encuentro es desastroso, salen a luz las recriminaciones y pendencias de antaño, más por el espíritu confrontacional del hombre –quien atraviesa una mala racha– que por la actitud de la mujer, más bien contemporizador. Se calman los ánimos finalmente y deciden encontrarse para cenar en el club de ella. Otro encuentro que termina mal por el reaccionar irascible del hombre. Salen del lugar y un taxi los lleva a la casa de la mujer, él insiste en acompañarla un momento, pues luego va a dormir a un asilo de menesterosos, al no tener dinero suficiente para un hotel. Allí tiene otro escarceo violento con un asilado que pretende robarle los billetes que su exmujer le había colocado en el bolsillo del pantalón sin que él lo supiera.
     La siguiente secuencia es truculenta: Rob hace una visita a la agencia matrimonial de Brenda, la encuentra sola y comienza a reclamarle por el servicio solicitado que jamás le fue cumplido, ante lo que ella replica que ello sucede por los gustos excéntricos del cliente. Rob se exaspera y le propone salir a almorzar, ante cuya proposición ella, estratégicamente, acepta. En el momento en que ella se levanta, toma su cartera y se dirige a la puerta para salir, Rob la ataca sujetándola fuertemente para forzarla, le dirige algunas palabras que confirman sus pretensiones y finalmente abusa de ella para ahorcarla de forma inmisericorde con la corbata que lleva. Es en este instante en que el espectador ve confirmadas sus sospechas de quién es el asesino en serie de la ciudad, por más que algunas pistas apuntaban en primer lugar al modesto camarero de El Globo, como el hecho de que al regresar de almorzar la secretaria lo ve salir del edificio donde yace ya muerta la dueña del negocio. Este último dato resulta crucial para incriminar a Richard, quien es aprehendido por los agentes, llevado a juicio y sentenciado sumariamente. Sin embargo, valiéndose de una ingeniosa treta, logrará ser llevado al tópico para una atención médica, de donde logrará fugarse para ir en busca de Rob y tratar de vengarse de su delación.   
    Resuelto el misterio, lo que sigue no es sino la confirmación de una secuela de crímenes que siguen dando dolor de cabeza a la policía, cuyo jefe lentamente tiene que ir atando cabos para dar con el autor. La siguiente víctima será la camarera que, luego de pasar una noche en el hotel junto a Richard, regresa al bar para recoger sus pertenencias y la cámara nos hace ser testigos de la presencia de Rob charlando animadamente en el bar con otro personaje. Pero al enterarse la chica de que el administrador ha dado parte a la policía de su desaparición y del peligro que ello significa para el tipo a quien acompañó, ella abandona inmediatamente el local y, curiosamente, quien la aborda a la salida es nada menos que Rob, quien le ofrece ayuda y la lleva al departamento que ya conocemos donde termina consumando su nueva fechoría. El tratamiento cinematográfico alcanza el clímax,  su esplendor estético cuando, luego de trasponer la puerta el asesino y su víctima, la cámara retrocede lentamente descendiendo por las escaleras con un movimiento tembloroso que nos invita a imaginar la escena violenta que ocurre arriba.
    Esa noche Rob sale decidido a deshacerse del cuerpo de su víctima. Baja el bulto en una carretilla que lleva a un camión de papas aparcado cerca al muelle, mientras suenan las campanadas de la medianoche en una cercana iglesia. Viste de estibador, con gorra y mandil, que luego arroja a la calle. Estando de vuelta en su departamento, echado en el sofá y bebiendo un trago, repentinamente se pone en pie y se acerca a divisar por la ventana la noche silente y la ciudad dormida, e inmediatamente se acuerda de algo que empieza a buscar afanosamente por todo los rincones. No lo encuentra y desesperado sale a recuperar el objeto que se imagina está en posesión de quien acaba de ultrajar. Vuelve al camión, cautelosamente sube donde está la carga para localizar el bulto que hace unos minutos depositó allí. Pero en ese afán, siente que el camión se pone en movimiento, da unos giros y sale a la carretera. Toma la pista y avanza velozmente en medio del paisaje nocturno. La puertecilla de la tolva no ha podido cerrar Rob, el chofer tampoco se ha dado cuenta, y eso hace que a medio camino las papas vayan cayendo a la carretera, mientras aquel sigue buscando el prendedor con sus iniciales, hasta que logra dar con él luchando para arrancarlo de la mano entumecida de Bárbara. Cuando el chofer decide hacer una parada en un restaurante para comprar algo de comer, Rob aprovecha la oportunidad para salir del camión, esconderse en el baño, tomar algo y perderse en la oscuridad. El chofer emprende nuevamente la ruta y los productos que caen se hacen más evidentes, la policía se percata de ello y empieza la persecución, segundos en los que ve con asombro cómo cae un saco, las papas se desparraman y aparece un cuerpo desnudo. El vehículo se detiene, baja el chofer y la policía constata la identidad de la mujer.
    La escena final es memorable, al encontrarse de forma providencial el enfurecido vengador y el propio detective en la habitación de Rob, adonde ambos acuden por razones diversas. Uno para consumar su propósito y el otro para cumplir su misión. Cuando Richard se acerca para asestarle un golpe con una barra metálica a la persona que se acurruca en la cama, descubre horrorizado que no es Rob, sino el cuerpo sin vida de otra mujer víctima de la furia psicopática del comerciante. En el momento que retrocede espantado, hace su ingreso el perseguidor oficial del criminal, que al instante deduce la verdad de la escena que tiene ante sus ojos. Se oyen golpes secos subiendo por la escalera, el agente de la ley se parapeta tras la puerta, cuando hace su ingreso Rob arrastrando una maleta para sacar el cadáver que yace en el camastro. Mira a los dos intrusos y repentinamente le es revelado el triste final de su carrera delictiva.
    La magia narrativa de Hitchcock, supremo maestro de la intriga, es confirmada una vez más en este expectante filme.

Lima, 18 de enero de 2020.