La multitudinaria y contundente marcha de protesta del 12 de noviembre en el Perú marca un hito fundamental en la lucha por la defensa del Estado de Derecho, por la democracia arrebatada y por la dignidad de una ciudadanía que ha asumido con gran coraje la respuesta indignada de una nación, porque estamos viviendo horas funestas bajo un régimen que ha conculcado desde su siniestra inauguración todo vestigio de decencia y decoro al encaramarse en el poder de una manera burda y trapacera. Fiel al estilo de piratas y corsarios de otros tiempos, han asaltado la nave del Estado y pretenden conducir al país al abismo, zozobrando en ese vil intento a una población entera que no reconoce, ni puede reconocer jamás, a estos bandidos de baja estofa que se han instalado a sus anchas con la mayor desvergüenza en dos poderes del Estado, amenazando con ir por más, como lo han demostrado a las pocas horas de su grotesca ceremonia de juramentación, a través de sus cómplices que han aceptado integrar sin el menor escrúpulo el llamado «gabinete», que no es sino una cúpula teratológica de individuos ávidos de poder, salidos de sus cavernas esperando una oportunidad como ésta acceder adonde jamás podrían haber llegado por el camino democrático.
Miles de peruanos y peruanas, sobre todo
jóvenes, han hecho sentir su voz de protesta ante el mundo, desplazándose por
las calles de las principales ciudades del país, como Chiclayo, Trujillo,
Cusco, Ayacucho, Arequipa y muchas más, enfrentándose a una de las más brutales
represiones policiales de los últimos tiempos, donde se han usado gases lacrimógenos,
perdigones, balas y hasta gas pimienta, contraviniendo los marcos
internacionales del manejo policial en este tipo de eventos, mientras el
personaje que funge de “ministro del interior” mentía descaradamente en un canal
de televisión aseverando que la policía no había usado ninguno de esos
elementos. En simultáneo, en el mismo canal se presentaba la evidencia del
actuar abusivo y desproporcionado de las fuerzas del orden ante jóvenes
transeúntes que inocentemente caminaban por las inmediaciones del lugar de los
hechos.
El personaje designado por quien se hace
llamar «presidente de la república» para ocupar el puesto de su compinche mayor
es nada menos que un sujeto responsable del asesinato de 34 compatriotas nuestros
en las jornadas de lucha de Bagua en el año 2009, oportunista al acecho para
figurar en cualquier gobierno de ocasión, además de racista consumado que
alguna tuvo la desdicha de tildar de llamas y vicuñas al electorado nacional. Y
para abonar más este precioso prontuario, representante de los sectores
ultramontanos y neofascistas del país, miembro de una orden medieval y
anacrónica caracterizada por su ideología ultraconservadora y fanática. La
prensa lo llamó en su momento “Gato gordo” por su apariencia de felino
trasnochado y goloso, presto a la caza de su alimento preferido, es decir que
debe de estar de plácemes por los roedores que ahora lo acompañan en los
escondrijos de la casa que alguna vez fue el escenario de la degollina del
conquistador, como lo ha recordado a propósito el periodista César Hildebrandt.
Por su parte, el periodista y politólogo
peruano Alberto Vergara, profesor principal de la Universidad del Pacífico y
reconocido analista de los medios de prensa extranjeros, ha publicado un
artículo en el diario The New York Times
titulado «La democracia peruana agoniza», donde con gran lucidez y precisión
describe la realidad peruana calificando lo sucedido esta semana como el asalto
al Estado por quienes representan la política del carterista. Asimismo, el
mencionado periodista César Hildebrandt, quizás el más brillante del medio,
publica una carta abierta al señor Merino, es decir al usurpador, en el
semanario que dirige. Le recuerda al susodicho una cantidad considerable de
personajes de nuestra historia que alguna vez ocuparon el sillón de Pizarro por
breve tiempo, pero que jamás aparecen en los libros de historia, y mucho menos
son recordados por nadie en el Perú, sombras chinescas que se desvanecieron
para siempre en la más absoluta irrelevancia, destino al parecer de quien ha
querido jugar a la política no estando calificado ni siquiera tal vez para
administrar un establo.
Escribo esto sobre todo para quienes me
conocen de algún momento de mi vida, compañeros de clase en la escuela primaria
y secundaria, alumnos de diversos centros de enseñanza, tanto de nivel
secundaria como superior, amigos que he conocido en las pocas ocasiones que he
tenido de hacer lo que se llama vida social, y que a raíz de estos comentarios
míos han expresado puntos de vista discordantes, estando en su derecho por
supuesto, pero carentes de fundamento, faltos de consistencia, desconociendo
clamorosamente en qué consiste la marcha política de un Estado, además de
huérfanos de empatía para con la inmensa mayoría de hombres y mujeres de
nuestro país que no pueden aceptar la vileza cometida con la patria, más allá
de los nombres de quienes han ocupado la presidencia de la República, más allá
de los políticos, a quienes no defiendo ni tengo por qué defender, puesto que
ellos solos tendrán que afrontar los juicios que sean y los castigos que se
merezcan. Siento mucho que sea así, pero me gustaría recomendarles, dicho esto
con el máximo respeto, que se formen y lean más, no basta con tener un título y
creer así que se está calificado para opinar sobre todo, o que por el simple
hecho de ser usuario de las redes sociales uno está capacitado para proferir
conceptos erráticos o balbuceos gramaticales.
Pero lo más sorprendente es que no logre entenderse
lo que está pasando en la realidad, con discursos evasivos y carentes de sintonía
con el sentir de una ciudadanía que ha dado la alerta ante el mundo entero de
aquello que realmente está sucediendo aquí. Los organismos internacionales, las
organizaciones de derechos humanos, diversos gobiernos y personalidades del
mundo de la cultura y las artes, han expresado su preocupación por la forma
cómo se ha actuado desde el Congreso y ahora por la manera criminal con que el
régimen de facto reacciona ante las expresiones de repudio de esa ciudadanía
que sabe perfectamente que las personas que se han sumado al conglomerado
mafioso no los representan, que jamás habrían sido elegidas, repito, por la vía
democrática para implementar medidas retrógradas y antihistóricas como las que
a todas luces se preparan a poner en práctica, una generación decrépita y
caduca no sólo por la edad biológica de sus integrantes, sino por sus ideas
–una especie de gerontocracia mental– ajenas a la apertura fresca de una juventud
que espera una conexión, aunque sea superficial, con sus aspiraciones. Este es
el sentido profundo del mensaje que hace más de cien años lanzara el insigne
anarquista don Manuel González Prada en su famoso discurso en el teatro
Politeama, rematando con una frase que en estos momentos cobra una actualidad
asombrosa: «Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra», lema que estas
generaciones del siglo XXI –llamada ya con gran pertinencia por una socióloga
la Generación del Bicentenario– muy bien tomarían como bandera de sus luchas
por una sociedad más justa e igualitaria, por un mundo auténticamente civilizado
donde no se hayan normalizado la corrupción, las pillerías, la política del
carterismo como dice Vergara, los intereses facciosos medrando el poder al
servicio de sus mezquinas ambiciones personales y de grupo.
Un grupo importante de constitucionalistas
también están de acuerdo en que se trata de una alevosa vulneración de la Carta
Magna; los doctores Omar Cairo, Samuel Abad y César Landa y David Lobatón han
explicado con lujo de detalles cómo se ha logrado declarar la vacancia de la
presidencia merced a una interpretación mañosa del artículo 113 sobre la
incapacidad moral, una figura jurídica del siglo XIX que en su origen se
refería a la incapacidad mental, y que se ha mantenido con el tiempo sin
aclararse cuál es el sentido recto de su disposición. Y si a esto agregamos
aquello de “permanente”, le añadimos más confusión al asunto puesto que todos
sabemos que en el terreno de la moral nos movemos en un ámbito totalmente
subjetivo, y que si se aplicara como se ha hecho, la gran mayoría de
congresista estarían incursos en la misma causal, debiendo también ser
cuestionados y expectorados de sus cargos.
Por último, estoy seguro de que ningún
intelectual, artista o persona ligada al mundo de la cultura avala la felonía
cometida. Susana Baca, valiosa exponente de la música peruana y
latinoamericana, ha renunciado al cargo que ocupaba en una instancia
gubernamental; Sonaly Tuesta, poeta y periodista conductora del programa
«Costumbres» en el canal estatal, igualmente ha presentado su renuncia por las
mismas razones, lo mismo ha tenido que hacer el queridísimo Ricardo Bedoya con
su magnífico programa de cine «El placer de los ojos», porque más allá de las
estrictas cuestiones jurídicas o legales aquí está en juego también el asunto
supremo de la ética. Si esto no les dice nada a quienes se empeñan en seguir
apoyando al usurpador y a sus felipillos, es que sencillamente no entendieron
nada. Seguiremos en el combate con las armas de la pluma y del pensamiento
hasta lograr la salida de los impostores del mando de la preciosa barca de la
patria, hollada y deshonrada por unos rufianes sin nombre.
Lima, 14 de noviembre de 2020.
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