sábado, 26 de diciembre de 2009

Fernando Savater y el ave de Minerva

Cerrando su tetralogía filosófica, compuesta por Ética para Amador, Política para Amador y Las preguntas de la vida, el filósofo español Fernando Savater ha publicado Historia de la Filosofía sin temor ni temblor, un recorrido ameno, didáctico y sustancioso por el pensamiento filosófico occidental desde los griegos hasta hoy. Evidentemente que no están todos los filósofos que en el mundo han sido, pues no se trata de una obra rigurosamente académica ni de un manual convencional de historia de la filosofía.
Se trata más bien de una guía amical y fraterna por el mundo de las ideas y las figuras más representativas de la filosofía, sus puntos culminantes, sus anécdotas y sus curiosidades. Se trata también de presentar a esta disciplina milenaria sin los oropeles solemnes ni los alambicamientos de seriedad que tanto ha dado que temer al hombre de a pie, y por ello, haciendo un guiño a Kierkegaard, Savater dice que ésta será una aventura sin temor ni temblor.
Empezando por el principio, nos entrega su atractivo concepto de la filosofía: “Llamamos ‘filosofía’ al esfuerzo por contestar esas preguntas --se refiere a aquellas sobre el tiempo, la libertad, la muerte, etc.-- y por seguir preguntando después, a partir de las respuestas que has recibido o que has encontrado tú mismo. Porque una característica de ponerse en plan filosófico es no conformarse fácilmente con la primera explicación que tienes de un asunto, ni con la segunda, ni siquiera con la tercera o la cuarta”. Como podemos notar, le está hablando a un cercano tú, con la familiaridad y la confianza que es característica de la obra de Savater.
Para nuestro filósofo, ligado tempranamente a los temas de la ética, lo único imprescindible que debemos saber es: cómo se debe vivir, de dónde venimos y hacia dónde debemos encaminar nuestras vidas, pues todos los demás saberes son triviales. Esto también lo supo Sócrates, y por eso dijo aquello del “sólo sé que nada sé”, y sin embargo el oráculo de Delfos lo nombró como el más sabio de todos los hombres: “Sócrates prefiere fingir que es un ignorante absoluto y que en cambio toma a sus interlocutores por grandes sabios… De modo que sigue preguntando y preguntando, para despertar en el otro dudas respecto a lo que cree saber y luego las ganas de aprender cuando se dé cuenta de que aún no sabe”. Esto es lo que se conoce como ironía, una de las magistrales creaciones del mítico ateniense.
Luego aborda sencillamente el delicado asunto de la definición de un filósofo: “¿Qué es un filósofo?”, se pregunta, para enseguida darnos su respuesta: “Alguien que trata a todos sus semejantes como si también fuesen filósofos y les contagia las ganas de dudar y de razonar”. Magnífica forma de aproximarse a la labor de un filósofo en el más amplio sentido del término.
Hablando del juicio a Sócrates y su vibrante defensa, Savater cita una frase memorable del filósofo de Atenas: “Una vida que no reflexiona ni se examina a sí misma no merece la pena vivirse”. Creo que en esas palabras se condensa el más elevado destino de la condición humana.
Y así, prosiguiendo por Platón y Aristóteles, desfilan por el libro un conjunto de hombres que en todos los tiempos se han planteado esas interrogantes eternas y evasivas del problema de la vida, hombres saturados más de preguntas que de respuestas, y que hicieron de sus vidas un ejercicio del entendimiento y de la meditación, de la reflexión y a veces también de la práctica.
Así por ejemplo, cuando al filósofo Aurelio Agustín (que no es otro que el San Agustín de la Iglesia), le preguntaron qué era el tiempo, la ingeniosa respuesta de aquél no se hizo esperar: “¿El tiempo? Si no me lo preguntan, sé lo que es; si me lo preguntan, no sé que es”. Estas palabras gustaba de repetir Jorge Luis Borges, el poeta que merodeaba todos los arrabales de la sabiduría.
Cuando llega al siglo XVIII, Savater recuerda una frase que sería el emblema del llamado Siglo de las Luces: “¡Deja de creer y atrévete a saber!”. Después de tantos siglos de dominio teológico, la filosofía se emancipaba de ese yugo gnoseológico y se atrevía por nuevos rumbos y nuevas búsquedas.
En ese tono, el prodigioso Voltaire haría resonar los siglos venideros con su voz vitalista e insolente: “El paraíso terrenal está donde yo estoy”. Era la aspiración del pensador por mejorar la vida antes que desentrañar los misterios del Universo. Pues “nada grande se ha hecho en el mundo sin pasión” agregaría el hermético Hegel.
Además, según John Stuart Mill, es mejor “ser un hombre descontento que un cerdo satisfecho”; porque el sentido de la vida humana está precisamente en la búsqueda de ese sentido, y el hombre auténticamente superior no puede conformarse con las migajas del pan del conocimiento, puesto que “los dogmas de cualquier clase paralizan la riqueza de la búsqueda humana”, al decir de Dewey.
Es mucho lo que habría que destacar de este libro esencial, mas debo poner punto final aclarando el sentido del título con las propias palabras del autor: “…según la metáfora de Hegel, el ave de Minerva (la lechuza, emblema desde la antigüedad de la filosofía) no echa a volar hasta el crepúsculo, cuando ya el día y sus acontecimientos han terminado…”. El gran pensamiento sólo germina en la más profunda noche.
Por último, las palabras de Alba, la niña que es partícipe del diálogo al final de cada capítulo con Nemo: “Ser humanos significa que nunca podremos estar satisfechos ni cansarnos de preguntar”. Nos espera pues una ardua y fructífera tarea.

Lima, 26 de diciembre de 2009.

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