sábado, 5 de diciembre de 2009

José María Arguedas: 40 años después

El 28 de noviembre de 1969, un disparo certero en la sien iniciaba la dolorosa agonía de quien es, inobjetablemente, el mayor escritor peruano del siglo XX, tanto por razones estrictamente literarias como también por razones extraliterarias. El 2 de diciembre llegaba a su fin una existencia singular y extraordinaria, llena de avatares truculentos y designios aciagos, pero también de incidencias felices y de hallazgos asombrosos.
Su partida de este mundo dejó sumida en la mayor de las tristezas, y en la más obscura pesadumbre, tanto a la intelectualidad nacional como a ese pueblo humilde y sencillo que él encarnó de la manera más fidedigna. Ese pueblo que veía en el novelista a uno de sus más legítimos representantes y ardorosos defensores.
Nadie como Arguedas supo consustanciarse y valorar de una forma tan entrañable las diversas manifestaciones de la llamada cultura popular, desde su lengua ancestral --que él hablaba como ninguno—hasta sus cantos y danzas, costumbres y mitos; es decir, todo aquello que ahora cabe en la sola denominación de folklore, sin olvidar por supuesto que José María era también antropólogo y un fervoroso enamorado de todas las expresiones artísticas del alma popular.
El agua clara de su palabra sabía discurrir prodigiosamente por esos ríos profundos del espíritu de la colectividad que él amaba, expresando en su límpida prosa la agreste belleza de esos diamantes y pedernales que anidaban en los anónimos corazones de millones de seres que, trepados por siglos en las estribaciones de los Andes, daban curso en sus fiestas y reuniones a la plena alegría y comunión cósmica en las alturas soledosas de este país irrigado por todas las sangres de su diversidad cultural.
Además, cantaba maravillosamente cual auténtico indio de la sierra sur, siendo el impulsor de la carrera musical de insignes intérpretes de la música andina como el eximio charanguista Jaime Guardia y el endiablado violinista Máximo Damián, quienes también serían sus mejores amigos, tanto como lo fueron venerables caballeros de la aristocrática Lima, entre ellos el destacado maestro y ex Ministro de Educación Carlos Cueto Fernandini, el notable filósofo Luis Felipe Alarco, además de otros ilustres miembros de la familia Miró Quesada.
Hace algunos años, el Centro de Folklore que lleva su nombre lanzó una producción musical con la voz de José María, cantando huaynos y carnavales --entre ellos el inolvidable Carnaval de Tambobamba--. Años después, el Departamento de Etnomusicología de la Pontificia Universidad Católica del Perú editó un disco compacto, en donde además de las canciones y melodías que interpretaba con un gusto inusitado, se podían escuchar breves momentos de una improvisada clase de canto que José María impartía a quien en esos instantes era su aprovechada alumna: María Rosa Salas, también antropóloga y destacada estudiosa e intérprete de la música andina.
Escuchar el canto sublime y peculiar de José María, aflautándose en esas inflexiones características de la música serrana, con sus matices de grito jubiloso y de plegaria mística, era ascender a las cumbres inéditas del placer estético y la emoción metafísica. Era su forma de sentir, en la carne y en los huesos, el alma milenaria de su tierra y de su gente.
Vivió torturado íntimamente por esos fantasmas que lo asaltaron en su infancia, cuando estuvo bajo el poder perverso de su madrastra y de su hermanastro. Esas huellas lacerantes lo acompañaron toda su vida, como sombras siniestras que le fueron sorbiendo de a pocos las ganas de vivir. Esto, sumado a otras decepciones y adversidades que experimentó ya de adulto, podría explicar su decisión fatal de suicidarse esa imprevista mañana de noviembre de 1969.
Como quiera que fuese, su vida fructífera y su obra inmortal nos seguirán acompañando cada vez que queramos entender un poco mejor a esta tierra nuestra en que el zorro de arriba y el zorro de abajo siguen dialogando, a veces infructuosamente, para construir una nación armoniosamente integrada. Un brillante ensayo de Mario Vargas Llosa --La utopía arcaica--, reconoce el valor de gran creador que fue Arguedas, aun cuando algunos han querido ver también una interpretación sesgada de la corriente indigenista, a la cual los estudiosos han adscrito la obra de nuestro genial compatriota.

Lima, 28 de noviembre de 2009.

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