El sábado que se fue, decidí que podía ser un buen día para emprender eso que, con cierta cursilería, se puede llamar turismo cultural, o, más snob aún, tour cultural. Aunque en verdad la decisión ya la había tomado algunos días antes, enterado por los medios de prensa de la exhibición de sendas exposiciones de arte y literatura en diversas salas y centros culturales del centro de Lima.
A media mañana, iniciamos el recorrido --pues estuve acompañado por mis dos hijos-- visitando la Casa de la Literatura Peruana, ubicada en lo que antiguamente fue la célebre Estación de los Desamparados, viejo edificio colonial que servía de embarque del servicio de trenes hacia la región del centro del Perú, medio que utilicé innúmeras veces en mis años de estudiante universitario para viajar al reencuentro con los seres queridos de la provincia.
Pues en esta novísima Casa se ha montado una exposición-homenaje al notable escritor liberteño Ciro Alegría --coincidiendo con el centenario de su nacimiento--, autor de tres novelas emblemáticas de lo que los estudiosos llaman la literatura de la tierra: Los perros hambrientos, La serpiente de oro y El mundo es ancho y ajeno. En tres salas contiguas del amplísimo local se pueden ver los libros del novelista en distintas ediciones, así como traducciones a diferentes lenguas del mundo de sus obras principales; fotografías en los más variados escenarios, diplomas de los premios que ganó, medallas conmemorativas, recuerdos personales, cartas de su puño y letra, y un sin fin de otros detalles que completan la imagen de ese ilustre personaje de nuestras letras.
Nuestro siguiente punto de destino era el Centro Cultural de San Marcos, situado en el legendario local de la Casona, en el Parque Universitario de la capital, y sede esta vez de dos importantes exposiciones del arte contemporáneo. El primero de ellos dedicado a la plástica peruana del siglo XX, con una muestra representativa de cuadros y esculturas de los más destacados artistas de la última centuria. Se pueden ver obras de José Sabogal y Julia Codesido, ambos indigenistas; de Enrique Camino Brent y Camilo Blas; de Fernando de Szyszlo y Tilsa Tsuchiya; así como de Milner Cajahuaringa, Alberto Quintanilla, Gerardo Chávez, Enrique Polanco, José Tola, Lika Mutal, Venancio Shinki, etcétera. Es decir, los nombres más encumbrados de la actualidad, juntos, quizá por primera vez, en una demostración de la vitalidad y la riqueza de la actividad artística en nuestro país.
En paralelo, y en otro ambiente de la misma Casona, se expone la trayectoria vital y la obra de Oscar Niemeyer, insigne arquitecto brasileño que tuvo el encargo de planificar y diseñar los edificios de la ciudad de Brasilia, actual capital del Brasil, pero que recién a mediados del siglo pasado reemplazó a Río de Janeiro como tal. Los bocetos y los planos que se exhiben, así como la maqueta de la ciudad, nos revelan a un personaje que revolucionó la concepción arquitectónica moderna, a través de esos heterodoxos diseños de la catedral de Nuestra Señora de la Aparecida; del Palacio de Planalto; del Congreso Nacional; del Palacio de Itamaraty, sede de la cancillería brasileña; y de tantos otros edificios que hacen de Brasilia una de las ciudades más vanguardistas del mundo. Además se pueden observar también sus obras en otras ciudades de países como Francia, Portugal, Alemania, Argelia, Italia, Gran Bretaña, Israel, Estados Unidos, el Congo y Venezuela.
La singularidad de Niemeyer radica en su exploración de la línea curva, preferencia que distingue su apuesta estética y que ha transformado radicalmente la arquitectura y la urbanística contemporáneas. Sin duda, una exposición que no puede dejarse de ver y que hizo, junto con las anteriores, que ese nuestro sábado fuera uno de los más fructíferos del año que va.
Lima, 25 de febrero de 2010.
jueves, 25 de febrero de 2010
viernes, 19 de febrero de 2010
La peste
Una de las novelas más importantes del siglo XX es, sin duda, la obra publicada en 1948 por el escritor y filósofo francés, de origen argelino, Albert Camus, con el título que encabeza este artículo. Se trata de una parábola sobre la condición del ser humano en situaciones límite. A través de la crónica del doctor Bernard Rieux, nos enteramos de los dramáticos acontecimientos que se suceden en Orán, “una ciudad como otra cualquiera, fea y tranquila”, situada en la zona costera de Argelia, desde el instante en que el médico descubre en el pasadizo de su departamento una rata muerta.
Este hecho, en apariencia insignificante y aislado, más la muerte de Michel, el viejo portero, desatará en la ciudad una epidemia que gradualmente irá sitiando la existencia cotidiana de sus habitantes, y convirtiendo sus grises y comunes días en espacios de abierta desesperación y desasosiego que los hará replantearse el norte de sus vidas y el contenido de su afanes y trajines.
Cuando Rieux le comenta al periodista Raymond Rambert sus primeras impresiones de la peste, éste le dice: “Habla usted en el lenguaje de la razón, usted vive en la abstracción”; pues suele ser muy común reaccionar ante el lenguaje de la mesura y la concisión, con el desaforado nerviosismo de quienes ante una situación novedosa no saben enfrentar la realidad más que con los elementos que el instinto nos pone a la mano.
Muchos conciudadanos --este es el tratamiento municipal que el cronista da a sus vecinos-- se ven forzados a salir de la ciudad, otros tienen que separarse de sus seres queridos, mientras que cada quien va asumiendo su nueva condición con la dolorosa resignación de saber que un mal invisible y mayor, superior a sus fuerzas, se apodera de sus transitorias vidas para quedarse sabe dios hasta cuándo.
Es el caso del mismo doctor Rieux, que ve partir a su esposa --aquejada de una enfermedad de largo tratamiento-- hacia un sanatorio localizado en otra ciudad. También es el caso del periodista Rambert, atrapado en la ciudad en medio de la peste, tratando de mil maneras de poder encontrar un salvoconducto, sea legal o no, para reencontrarse con su mujer que lo espera a muchos kilómetros.
El narrador resume sus reflexiones en una frase memorable: “el gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas que sólo puede terminar el día del encuentro”. A esta esperanza se aferran todos quienes han quedado desamparados al ser declarada en cuarentena la ciudad y, como consecuencia de ello, cerrada a toda entrada y salida.
Una fuente invalorable que utiliza el narrador para reconstruir los hechos es el cuaderno de un personaje singular, Tarrou, quien ha dejado valiosas anotaciones sobre sus impresiones de diversas facetas de la vida en Orán durante la epidemia. Por ejemplo, refiriéndose a la madre del médico, quien ha venido a vivir con su hijo ante la ausencia de su esposa, dice: “una mirada donde se lee tanta bondad será siempre más fuerte que la peste”. O esta admirable descripción de la ciudad en un momento de la tarde: “Hacia las dos, la ciudad queda vacía: es el momento en que el silencio, el polvo, el sol y la peste se reúnen en la calle”.
Y así describe el narrador a la ciudad tomada por la peste: “La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada”. Imagen apocalíptica que sitúa en su real dimensión esta plaga bíblica que el padre Paneloux usará en su sermón para fustigar la conciencia de los azorados cristianos que lo escuchan una tarde en ese reducto de salvación en medio del infierno de la peste.
“El hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma”, razona el narrador sobre los extremos a que puede llevarnos una situación excepcional cuando se vuelve parte de la normalidad de la vida de un pueblo.
Otra secuela del mal que se puede vislumbrar en relación a los sentimientos es lo que anota el cronista con estas palabras: “La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes”.
Hay otros personajes en la historia que sucumben a su modo a los avatares de la peste, como Joseph Grand, auxiliar del Ayuntamiento, que colabora como un cruzado en las labores de los equipos sanitarios del doctor Rieux y que termina traspasado por la peste; o como Othon, el juez que es confinado en el estadio por razones sanitarias, apartado de su familia, de su mujer y, sobre todo, de su hijo, cuya muerte es uno de los episodios más dramáticos de la novela, que describe los estertores del niño con una fuerza insuperable. El juez moriría poco después.
Pero es el rentista Cottard el único personaje aparentemente beneficiado con la peste, pues posee algunos negocios que, con el advenimiento de la peste, le granjearán jugosas ganancias en medio de esa pérdida general que todos experimentan a su manera. Y aun cuando el padre Paneloux quiera socorrer las almas contritas de los oranenses con una forzada reflexión teológica: “El sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual”, la sensación que se percibe entre la población es desoladora e inconsolable.
Y cuando después de varios meses el mal amaina, declarándose oficialmente su retirada, aún tiene la fuerza suficiente para clavar su espadaña en algunos personajes, que se inmolan inocentemente en medio de la algarabía de los otros. Así, Rieux recibe serenamente la noticia de la muerte de su esposa, pues es consciente de lo que el destino es capaz de dictaminar en sus más secretos designios, no sin hacerse una reflexión final que bien puede quedar como el epitafio glorioso de esta historia: “Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama”.
Lima, 19 de febrero de 2010.
Este hecho, en apariencia insignificante y aislado, más la muerte de Michel, el viejo portero, desatará en la ciudad una epidemia que gradualmente irá sitiando la existencia cotidiana de sus habitantes, y convirtiendo sus grises y comunes días en espacios de abierta desesperación y desasosiego que los hará replantearse el norte de sus vidas y el contenido de su afanes y trajines.
Cuando Rieux le comenta al periodista Raymond Rambert sus primeras impresiones de la peste, éste le dice: “Habla usted en el lenguaje de la razón, usted vive en la abstracción”; pues suele ser muy común reaccionar ante el lenguaje de la mesura y la concisión, con el desaforado nerviosismo de quienes ante una situación novedosa no saben enfrentar la realidad más que con los elementos que el instinto nos pone a la mano.
Muchos conciudadanos --este es el tratamiento municipal que el cronista da a sus vecinos-- se ven forzados a salir de la ciudad, otros tienen que separarse de sus seres queridos, mientras que cada quien va asumiendo su nueva condición con la dolorosa resignación de saber que un mal invisible y mayor, superior a sus fuerzas, se apodera de sus transitorias vidas para quedarse sabe dios hasta cuándo.
Es el caso del mismo doctor Rieux, que ve partir a su esposa --aquejada de una enfermedad de largo tratamiento-- hacia un sanatorio localizado en otra ciudad. También es el caso del periodista Rambert, atrapado en la ciudad en medio de la peste, tratando de mil maneras de poder encontrar un salvoconducto, sea legal o no, para reencontrarse con su mujer que lo espera a muchos kilómetros.
El narrador resume sus reflexiones en una frase memorable: “el gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas que sólo puede terminar el día del encuentro”. A esta esperanza se aferran todos quienes han quedado desamparados al ser declarada en cuarentena la ciudad y, como consecuencia de ello, cerrada a toda entrada y salida.
Una fuente invalorable que utiliza el narrador para reconstruir los hechos es el cuaderno de un personaje singular, Tarrou, quien ha dejado valiosas anotaciones sobre sus impresiones de diversas facetas de la vida en Orán durante la epidemia. Por ejemplo, refiriéndose a la madre del médico, quien ha venido a vivir con su hijo ante la ausencia de su esposa, dice: “una mirada donde se lee tanta bondad será siempre más fuerte que la peste”. O esta admirable descripción de la ciudad en un momento de la tarde: “Hacia las dos, la ciudad queda vacía: es el momento en que el silencio, el polvo, el sol y la peste se reúnen en la calle”.
Y así describe el narrador a la ciudad tomada por la peste: “La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada”. Imagen apocalíptica que sitúa en su real dimensión esta plaga bíblica que el padre Paneloux usará en su sermón para fustigar la conciencia de los azorados cristianos que lo escuchan una tarde en ese reducto de salvación en medio del infierno de la peste.
“El hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma”, razona el narrador sobre los extremos a que puede llevarnos una situación excepcional cuando se vuelve parte de la normalidad de la vida de un pueblo.
Otra secuela del mal que se puede vislumbrar en relación a los sentimientos es lo que anota el cronista con estas palabras: “La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes”.
Hay otros personajes en la historia que sucumben a su modo a los avatares de la peste, como Joseph Grand, auxiliar del Ayuntamiento, que colabora como un cruzado en las labores de los equipos sanitarios del doctor Rieux y que termina traspasado por la peste; o como Othon, el juez que es confinado en el estadio por razones sanitarias, apartado de su familia, de su mujer y, sobre todo, de su hijo, cuya muerte es uno de los episodios más dramáticos de la novela, que describe los estertores del niño con una fuerza insuperable. El juez moriría poco después.
Pero es el rentista Cottard el único personaje aparentemente beneficiado con la peste, pues posee algunos negocios que, con el advenimiento de la peste, le granjearán jugosas ganancias en medio de esa pérdida general que todos experimentan a su manera. Y aun cuando el padre Paneloux quiera socorrer las almas contritas de los oranenses con una forzada reflexión teológica: “El sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual”, la sensación que se percibe entre la población es desoladora e inconsolable.
Y cuando después de varios meses el mal amaina, declarándose oficialmente su retirada, aún tiene la fuerza suficiente para clavar su espadaña en algunos personajes, que se inmolan inocentemente en medio de la algarabía de los otros. Así, Rieux recibe serenamente la noticia de la muerte de su esposa, pues es consciente de lo que el destino es capaz de dictaminar en sus más secretos designios, no sin hacerse una reflexión final que bien puede quedar como el epitafio glorioso de esta historia: “Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama”.
Lima, 19 de febrero de 2010.
sábado, 13 de febrero de 2010
Miscelánea de opiniones
HAITÍ. A un mes del terrible terremoto que asoló el pequeño país caribeño, aún se siguen sacando conclusiones a modo de balance sobre lo que ha significado para la comunidad internacional un hecho de esta naturaleza. Lo primero que llama la atención de un observador medianamente informado, es la curiosa coincidencia de que un evento totalmente imprevisible --como un sismo de la magnitud que se ensañó con Haití--, haya recaído en un país que goza del cruel privilegio de ser el más pobre del continente. Un país que fue el primero en proclamar su independencia entre los países de nuestro subcontinente, pues lo hizo el 1 de enero de 1804, mientras que los más avanzados de los otros recién lo harían en 1810, razón por la que este año se aprestan a celebrar los llamados bicentenarios. Un país que reúne elementos culturales tan diversos y figuras representativas tan dispares. Pues si Haití es el país del vudú y del creole, asimismo ha visto surgir en su territorio nombres de valencia moral tan opuestas como los sanguinarios sátrapas de la dinastía Duvalier --Jean Claude y Francois--, que gobernaron con mano de hierro desde Puerto Príncipe, y Franketienne, el poeta que desde la trinchera de sus delicados versos ha sabido describir todo el drama de sus hermanos a lo largo de la historia. Otros nombres como Jean Jacques Dessalines y Toussaint L’Ouverture, ligados directamente con los sucesos de la independencia, y los Tonton Macoutes, partisanos de lúgubre fama en la isla y en el resto del mundo, completan parcialmente el paisaje humano de este demolido país que ha despertado la solidaridad mundial. Porque la gran lección que se puede extraer de todo esto, es que Haití ha servido para tomar el pulso a la humanidad, para saber cuánto de tal condición nos resta como especie, más allá de la hipocresía de rasgarse las vestiduras solo a partir del violento sismo, cuando nunca antes se hizo nada para sacar a Haití de esas inicuas condiciones de existencia que ya tenía antes terremoto. El éxodo de 250 mil personas, del millón de habitantes que tiene la capital, debe hacernos pensar en la pavorosa tragedia que vive ese pueblo hermano.
DUELO LITERARIO. Dos escritores americanos fallecieron durante el primer mes del presente año. El estadounidense Jerome David Salinger y el argentino Tomás Eloy Martínez. Dos autores a quienes, honestamente, no he leído, cuya obra no la conozco en sus detalles, aun cuando sea un lector atento de los artículos, las columnas y las crónicas periodísticas de Tomás Eloy Martínez; pues de Salinger solo me ha llegado la estela misteriosa de su leyenda y el título imbatible de su libro canónigo: The catcher in the rye, traducido primeramente como El cazador oculto, y luego definitivamente como El guardián entre el centeno. Dos autores, sin embargo, tan disímiles en la forma de asumir la literatura. Después del éxito que significó su libro más conocido, Salinger se convirtió en una suerte de eremita, hosco y distante al trato con la prensa y el público, que defendió hasta el final de sus días ese glorioso anonimato que para él era el don más preciado de un escritor. Mientras que Tomás Eloy Martínez tenía una presencia más visible y comprometida con los problemas de su tiempo, lo que demostró a través del periodismo, como también a través de su obra, un conjunto de novelas que podrían situarse a medio camino entre la historia y la ficción: La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina. Dos formas de entender el oficio de escribir, ambas igualmente válidas y respetables, pues a través de ellas se puede desentrañar la madeja recóndita de la travesía del hombre de estos tiempos, su desoladora condición de sujeto de las pasiones, como su desconcertante papel de protagonista de la historia. Tengo una deuda pendiente con ambos, que espero saldarla próximamente.
Lima, 13 de febrero de 2010.
DUELO LITERARIO. Dos escritores americanos fallecieron durante el primer mes del presente año. El estadounidense Jerome David Salinger y el argentino Tomás Eloy Martínez. Dos autores a quienes, honestamente, no he leído, cuya obra no la conozco en sus detalles, aun cuando sea un lector atento de los artículos, las columnas y las crónicas periodísticas de Tomás Eloy Martínez; pues de Salinger solo me ha llegado la estela misteriosa de su leyenda y el título imbatible de su libro canónigo: The catcher in the rye, traducido primeramente como El cazador oculto, y luego definitivamente como El guardián entre el centeno. Dos autores, sin embargo, tan disímiles en la forma de asumir la literatura. Después del éxito que significó su libro más conocido, Salinger se convirtió en una suerte de eremita, hosco y distante al trato con la prensa y el público, que defendió hasta el final de sus días ese glorioso anonimato que para él era el don más preciado de un escritor. Mientras que Tomás Eloy Martínez tenía una presencia más visible y comprometida con los problemas de su tiempo, lo que demostró a través del periodismo, como también a través de su obra, un conjunto de novelas que podrían situarse a medio camino entre la historia y la ficción: La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina. Dos formas de entender el oficio de escribir, ambas igualmente válidas y respetables, pues a través de ellas se puede desentrañar la madeja recóndita de la travesía del hombre de estos tiempos, su desoladora condición de sujeto de las pasiones, como su desconcertante papel de protagonista de la historia. Tengo una deuda pendiente con ambos, que espero saldarla próximamente.
Lima, 13 de febrero de 2010.
jueves, 11 de febrero de 2010
Nelson Mandela
Con ocasión del cumpleaños número 90 del legendario líder sudafricano Nelson Mandela, en noviembre de 2008 salió publicada esta nota que ahora comparto con motivo de celebrarse los veinte años de la liberación del venerable tata.
El pasado 18 de julio cumplió noventa años de vida uno de los políticos más grandes que ha dado el siglo XX a la humanidad: Nelson Mandela; el primer presidente negro que ha tenido Sudáfrica, que llegó al poder democráticamente después de haber estado 27 años preso y cuya figura es respetada y admirada por las personalidades más diversas del mundo contemporáneo.
Había nacido en la aldea de Qunu, en el pueblo de Umtata, de la provincia oriental del Cabo, por entonces capital del territorio del Transkei, donde tuvo una educación basada en los preceptos de la religión de los misioneros británicos que colonizaron el país. En medio de la pobreza reinante, su familia, perteneciente a la etnia de los Xhosa, le brindó lo necesario para ir perfilando en el futuro líder aquellas cualidades y valores que lo convertirían en el protagonista central de las luchas contra el régimen segregacionista del apartheid en Sudáfrica.
Desde aquella época se le empezó a conocer con el nombre tribal de Madiba, tratamiento afectuoso que recibe hasta hoy entre sus más allegados. Estudió derecho en una universidad de Johannesburgo, la ciudad más poblada de Sudáfrica, y junto con Oliver Tambo, su compañero de luchas, se dedicaría a patrocinar la defensa de los derechos de los negros en medio de los atroces años de la política racista y abusiva del gobierno de Pretoria.
Su ingreso al Congreso Nacional Africano, el partido que promovía la lucha contra el sistema del apartheid, le daría la posibilidad de liderar las jornadas de lucha más intensas en contra de una política que significaba la marginación más humillante de los hombres de su raza en el mismo suelo donde habían nacido. Obligados a visitar iglesias y escuelas para negros, a viajar en transportes para negros, a hacer todo separados de la minoría blanca que los gobernaba, los habitantes originarios del extremo sur del continente africano sentían el escarnio y la afrenta en cada acto público y privado de sus vidas. Para enfrentar ese orden de cosas inicuo y ominoso, Nelson Mandela se valió de las enseñanzas de Gandhi, ese otro gigante del siglo XX, de quien tomó la no violencia y la resistencia pacífica como métodos de lucha. Esto le valió varios procesos judiciales y otros tantos internamientos en prisión por el gobierno de los afrikáans.
Pero sería en 1963 que comenzaría su más largo encierro en prisión, cuando fue confinado en la isla de Robben Island, asignándosele el número 46664, y donde viviría todos los horrores y las privaciones de una carcelería de 27 años, durante los cuales, sin embargo, Mandela nunca perdió la paciencia y la esperanza, pues sabía que finalmente su perseverancia triunfaría, y por ello se sometió a esa dura prueba de sacrificio con tenacidad y estoicismo.
En los años siguientes, la presión internacional por la liberación de Mandela iría creciendo cada vez en distintos rincones del orbe, mientras el gobierno de Botha se negaba sistemáticamente a dar el paso, recrudeciendo las condiciones de su encierro al mismo tiempo que se agudizaba el enfrentamiento en las calles, como en el caso del famoso barrio de Sowetto, en Johannesburgo, símbolo de la resistencia por la libertad y la justicia.
Finalmente en 1990, bajo el gobierno de De Klerk, y ante la imposibilidad de resistir más el clamor mundial por la libertad del histórico líder, Mandela es liberado, e inmediatamente se incorpora a la lucha activa por la abolición del apartheid, proceso que gradualmente culmina en 1994 cuando es elegido abrumadoramente en las urnas como Presidente de Sudáfrica. El año anterior se le concedía el Premio Nobel de la Paz, así como recibiría otras decenas de premios a lo largo de su valiosa y combativa carrera de hombre público.
Alguien ha dicho que si la humanidad tendría la posibilidad de tener un padre, ese sería sin duda Nelson Mandela; una figura donde se unen los valores y los principios más sagrados del hombre de estos tiempos. No han escaseado los elogios y las palabras de admiración para un gigante de la política mundial, uno de los pocos que quedan con la autenticidad y la pureza del querido Madiba.
Después de haber dejado el poder y la política, en 1999, se ha consagrado con igual fervor al trabajo de su Fundación de lucha contra el SIDA, enfermedad que hace estragos en su país principalmente, así como en el África en general y el resto del mundo. Es considerado por muchos como un verdadero santo laico de nuestra época, un hombre sin igual que ha demostrado ante la historia su grandeza y humildad tanto en la cúspide del poder y la fama como en la adversidad de la persecución y la cárcel.
¡Feliz cumpleaños Madiba!
El pasado 18 de julio cumplió noventa años de vida uno de los políticos más grandes que ha dado el siglo XX a la humanidad: Nelson Mandela; el primer presidente negro que ha tenido Sudáfrica, que llegó al poder democráticamente después de haber estado 27 años preso y cuya figura es respetada y admirada por las personalidades más diversas del mundo contemporáneo.
Había nacido en la aldea de Qunu, en el pueblo de Umtata, de la provincia oriental del Cabo, por entonces capital del territorio del Transkei, donde tuvo una educación basada en los preceptos de la religión de los misioneros británicos que colonizaron el país. En medio de la pobreza reinante, su familia, perteneciente a la etnia de los Xhosa, le brindó lo necesario para ir perfilando en el futuro líder aquellas cualidades y valores que lo convertirían en el protagonista central de las luchas contra el régimen segregacionista del apartheid en Sudáfrica.
Desde aquella época se le empezó a conocer con el nombre tribal de Madiba, tratamiento afectuoso que recibe hasta hoy entre sus más allegados. Estudió derecho en una universidad de Johannesburgo, la ciudad más poblada de Sudáfrica, y junto con Oliver Tambo, su compañero de luchas, se dedicaría a patrocinar la defensa de los derechos de los negros en medio de los atroces años de la política racista y abusiva del gobierno de Pretoria.
Su ingreso al Congreso Nacional Africano, el partido que promovía la lucha contra el sistema del apartheid, le daría la posibilidad de liderar las jornadas de lucha más intensas en contra de una política que significaba la marginación más humillante de los hombres de su raza en el mismo suelo donde habían nacido. Obligados a visitar iglesias y escuelas para negros, a viajar en transportes para negros, a hacer todo separados de la minoría blanca que los gobernaba, los habitantes originarios del extremo sur del continente africano sentían el escarnio y la afrenta en cada acto público y privado de sus vidas. Para enfrentar ese orden de cosas inicuo y ominoso, Nelson Mandela se valió de las enseñanzas de Gandhi, ese otro gigante del siglo XX, de quien tomó la no violencia y la resistencia pacífica como métodos de lucha. Esto le valió varios procesos judiciales y otros tantos internamientos en prisión por el gobierno de los afrikáans.
Pero sería en 1963 que comenzaría su más largo encierro en prisión, cuando fue confinado en la isla de Robben Island, asignándosele el número 46664, y donde viviría todos los horrores y las privaciones de una carcelería de 27 años, durante los cuales, sin embargo, Mandela nunca perdió la paciencia y la esperanza, pues sabía que finalmente su perseverancia triunfaría, y por ello se sometió a esa dura prueba de sacrificio con tenacidad y estoicismo.
En los años siguientes, la presión internacional por la liberación de Mandela iría creciendo cada vez en distintos rincones del orbe, mientras el gobierno de Botha se negaba sistemáticamente a dar el paso, recrudeciendo las condiciones de su encierro al mismo tiempo que se agudizaba el enfrentamiento en las calles, como en el caso del famoso barrio de Sowetto, en Johannesburgo, símbolo de la resistencia por la libertad y la justicia.
Finalmente en 1990, bajo el gobierno de De Klerk, y ante la imposibilidad de resistir más el clamor mundial por la libertad del histórico líder, Mandela es liberado, e inmediatamente se incorpora a la lucha activa por la abolición del apartheid, proceso que gradualmente culmina en 1994 cuando es elegido abrumadoramente en las urnas como Presidente de Sudáfrica. El año anterior se le concedía el Premio Nobel de la Paz, así como recibiría otras decenas de premios a lo largo de su valiosa y combativa carrera de hombre público.
Alguien ha dicho que si la humanidad tendría la posibilidad de tener un padre, ese sería sin duda Nelson Mandela; una figura donde se unen los valores y los principios más sagrados del hombre de estos tiempos. No han escaseado los elogios y las palabras de admiración para un gigante de la política mundial, uno de los pocos que quedan con la autenticidad y la pureza del querido Madiba.
Después de haber dejado el poder y la política, en 1999, se ha consagrado con igual fervor al trabajo de su Fundación de lucha contra el SIDA, enfermedad que hace estragos en su país principalmente, así como en el África en general y el resto del mundo. Es considerado por muchos como un verdadero santo laico de nuestra época, un hombre sin igual que ha demostrado ante la historia su grandeza y humildad tanto en la cúspide del poder y la fama como en la adversidad de la persecución y la cárcel.
¡Feliz cumpleaños Madiba!
jueves, 4 de febrero de 2010
El extraño caso del profesor Hawking
Un caso singular de la ciencia contemporánea es el del físico inglés Stephen Hawking, considerado el científico más importante del siglo XX después de Albert Einstein, y que vive desde hace varias décadas recluido en una silla de ruedas, pero cuya mente abarca, entre sus múltiples intereses, los espacios interestelares.
Heredero de la cátedra de Isaac Newton en la Universidad de Cambridge, Hawking no ha cejado, aun cuando se le diagnosticó la enfermedad ALS --conocida como enfermedad de Lou Gehrig--, de investigar con denuedo y pasión únicas, sobre los secretos y los misterios que esconde el universo, tratando de conciliar las dos grandes teorías que la física ha producido en el siglo XX --la de la relatividad general y la de la mecánica cuántica--, en una única teoría cuántica de la gravedad.
Esos esfuerzos están plasmados en las numerosas publicaciones que ha realizado desde entonces, y que ha sintetizado admirablemente en un libro de divulgación científica que es todo un ejemplo de proeza de sabiduría: su Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros, cuya primera edición data del año 1988.
No deja de ser asombrosa la paradoja que constituye el caso del profesor Hawking, pues siendo víctima de una oprobiosa enfermedad degenerativa, que lo ha inutilizado gradualmente hasta convertirlo prácticamente en un despojo corporal, ello no ha afectado un ápice su inteligencia superior, su pasmosa lucidez ni su agudeza mental; por lo contrario, cada vez se ha afirmado en él esa vocación empedernida por seguir investigando y escrutando los enormes enigmas que encierra el cosmos.
En medio de una época que no alienta precisamente las vocaciones científicas, cuando el promedio de los hombres y las mujeres, a nivel planetario, consagran sus preciosas existencias a bagatelas y naderías, se yergue majestuoso el ejemplar destino de un hombre que teniendo que sobrellevar su existencia confinado a una máquina de ruedas, fierros y cables, tiene a pesar de ello sus ojos y su intelecto en los horizontes infinitos de este universo que nos alberga como a los seres más insignificantes e infinitesimales que cabe suponer.
Invitado por las más prestigiosas universidades y centros de investigación científica del mundo, el profesor Hawking no ha dejado pasar la menor oportunidad para desplazarse a los lugares más distantes de los cinco continentes para exponer, ante un auditorio ávido y deslumbrado, sus interesantes teorías, y ensayar las más brillantes respuestas a las interrogantes que todos se hacen sobre esa dimensión que nos sobrepasa y, a veces, nos sobrecoge de espanto. Asistido por los adelantos más sofisticados de la tecnología moderna, la voz y el pensamiento de Stephen Hawking pueden llegar a la masa expectante de un público ansioso de conocimiento y de sabiduría, con la claridad y el rigor de una auténtica revelación.
Un portentoso desafío para el estudioso de cualquier rincón del globo, una prueba casi insuperable de férrea voluntad y de apasionada consagración a la ciencia, son las notas características de este formidable ser humano que ha logrado vencer, con su solo afán de saber y su insaciable curiosidad, todas las limitaciones personales y todas las dificultades que el azar y el destino le han puesto en el camino.
Lima, 04 de febrero de 2010.
Heredero de la cátedra de Isaac Newton en la Universidad de Cambridge, Hawking no ha cejado, aun cuando se le diagnosticó la enfermedad ALS --conocida como enfermedad de Lou Gehrig--, de investigar con denuedo y pasión únicas, sobre los secretos y los misterios que esconde el universo, tratando de conciliar las dos grandes teorías que la física ha producido en el siglo XX --la de la relatividad general y la de la mecánica cuántica--, en una única teoría cuántica de la gravedad.
Esos esfuerzos están plasmados en las numerosas publicaciones que ha realizado desde entonces, y que ha sintetizado admirablemente en un libro de divulgación científica que es todo un ejemplo de proeza de sabiduría: su Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros, cuya primera edición data del año 1988.
No deja de ser asombrosa la paradoja que constituye el caso del profesor Hawking, pues siendo víctima de una oprobiosa enfermedad degenerativa, que lo ha inutilizado gradualmente hasta convertirlo prácticamente en un despojo corporal, ello no ha afectado un ápice su inteligencia superior, su pasmosa lucidez ni su agudeza mental; por lo contrario, cada vez se ha afirmado en él esa vocación empedernida por seguir investigando y escrutando los enormes enigmas que encierra el cosmos.
En medio de una época que no alienta precisamente las vocaciones científicas, cuando el promedio de los hombres y las mujeres, a nivel planetario, consagran sus preciosas existencias a bagatelas y naderías, se yergue majestuoso el ejemplar destino de un hombre que teniendo que sobrellevar su existencia confinado a una máquina de ruedas, fierros y cables, tiene a pesar de ello sus ojos y su intelecto en los horizontes infinitos de este universo que nos alberga como a los seres más insignificantes e infinitesimales que cabe suponer.
Invitado por las más prestigiosas universidades y centros de investigación científica del mundo, el profesor Hawking no ha dejado pasar la menor oportunidad para desplazarse a los lugares más distantes de los cinco continentes para exponer, ante un auditorio ávido y deslumbrado, sus interesantes teorías, y ensayar las más brillantes respuestas a las interrogantes que todos se hacen sobre esa dimensión que nos sobrepasa y, a veces, nos sobrecoge de espanto. Asistido por los adelantos más sofisticados de la tecnología moderna, la voz y el pensamiento de Stephen Hawking pueden llegar a la masa expectante de un público ansioso de conocimiento y de sabiduría, con la claridad y el rigor de una auténtica revelación.
Un portentoso desafío para el estudioso de cualquier rincón del globo, una prueba casi insuperable de férrea voluntad y de apasionada consagración a la ciencia, son las notas características de este formidable ser humano que ha logrado vencer, con su solo afán de saber y su insaciable curiosidad, todas las limitaciones personales y todas las dificultades que el azar y el destino le han puesto en el camino.
Lima, 04 de febrero de 2010.
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