sábado, 26 de diciembre de 2009
Fernando Savater y el ave de Minerva
Se trata más bien de una guía amical y fraterna por el mundo de las ideas y las figuras más representativas de la filosofía, sus puntos culminantes, sus anécdotas y sus curiosidades. Se trata también de presentar a esta disciplina milenaria sin los oropeles solemnes ni los alambicamientos de seriedad que tanto ha dado que temer al hombre de a pie, y por ello, haciendo un guiño a Kierkegaard, Savater dice que ésta será una aventura sin temor ni temblor.
Empezando por el principio, nos entrega su atractivo concepto de la filosofía: “Llamamos ‘filosofía’ al esfuerzo por contestar esas preguntas --se refiere a aquellas sobre el tiempo, la libertad, la muerte, etc.-- y por seguir preguntando después, a partir de las respuestas que has recibido o que has encontrado tú mismo. Porque una característica de ponerse en plan filosófico es no conformarse fácilmente con la primera explicación que tienes de un asunto, ni con la segunda, ni siquiera con la tercera o la cuarta”. Como podemos notar, le está hablando a un cercano tú, con la familiaridad y la confianza que es característica de la obra de Savater.
Para nuestro filósofo, ligado tempranamente a los temas de la ética, lo único imprescindible que debemos saber es: cómo se debe vivir, de dónde venimos y hacia dónde debemos encaminar nuestras vidas, pues todos los demás saberes son triviales. Esto también lo supo Sócrates, y por eso dijo aquello del “sólo sé que nada sé”, y sin embargo el oráculo de Delfos lo nombró como el más sabio de todos los hombres: “Sócrates prefiere fingir que es un ignorante absoluto y que en cambio toma a sus interlocutores por grandes sabios… De modo que sigue preguntando y preguntando, para despertar en el otro dudas respecto a lo que cree saber y luego las ganas de aprender cuando se dé cuenta de que aún no sabe”. Esto es lo que se conoce como ironía, una de las magistrales creaciones del mítico ateniense.
Luego aborda sencillamente el delicado asunto de la definición de un filósofo: “¿Qué es un filósofo?”, se pregunta, para enseguida darnos su respuesta: “Alguien que trata a todos sus semejantes como si también fuesen filósofos y les contagia las ganas de dudar y de razonar”. Magnífica forma de aproximarse a la labor de un filósofo en el más amplio sentido del término.
Hablando del juicio a Sócrates y su vibrante defensa, Savater cita una frase memorable del filósofo de Atenas: “Una vida que no reflexiona ni se examina a sí misma no merece la pena vivirse”. Creo que en esas palabras se condensa el más elevado destino de la condición humana.
Y así, prosiguiendo por Platón y Aristóteles, desfilan por el libro un conjunto de hombres que en todos los tiempos se han planteado esas interrogantes eternas y evasivas del problema de la vida, hombres saturados más de preguntas que de respuestas, y que hicieron de sus vidas un ejercicio del entendimiento y de la meditación, de la reflexión y a veces también de la práctica.
Así por ejemplo, cuando al filósofo Aurelio Agustín (que no es otro que el San Agustín de la Iglesia), le preguntaron qué era el tiempo, la ingeniosa respuesta de aquél no se hizo esperar: “¿El tiempo? Si no me lo preguntan, sé lo que es; si me lo preguntan, no sé que es”. Estas palabras gustaba de repetir Jorge Luis Borges, el poeta que merodeaba todos los arrabales de la sabiduría.
Cuando llega al siglo XVIII, Savater recuerda una frase que sería el emblema del llamado Siglo de las Luces: “¡Deja de creer y atrévete a saber!”. Después de tantos siglos de dominio teológico, la filosofía se emancipaba de ese yugo gnoseológico y se atrevía por nuevos rumbos y nuevas búsquedas.
En ese tono, el prodigioso Voltaire haría resonar los siglos venideros con su voz vitalista e insolente: “El paraíso terrenal está donde yo estoy”. Era la aspiración del pensador por mejorar la vida antes que desentrañar los misterios del Universo. Pues “nada grande se ha hecho en el mundo sin pasión” agregaría el hermético Hegel.
Además, según John Stuart Mill, es mejor “ser un hombre descontento que un cerdo satisfecho”; porque el sentido de la vida humana está precisamente en la búsqueda de ese sentido, y el hombre auténticamente superior no puede conformarse con las migajas del pan del conocimiento, puesto que “los dogmas de cualquier clase paralizan la riqueza de la búsqueda humana”, al decir de Dewey.
Es mucho lo que habría que destacar de este libro esencial, mas debo poner punto final aclarando el sentido del título con las propias palabras del autor: “…según la metáfora de Hegel, el ave de Minerva (la lechuza, emblema desde la antigüedad de la filosofía) no echa a volar hasta el crepúsculo, cuando ya el día y sus acontecimientos han terminado…”. El gran pensamiento sólo germina en la más profunda noche.
Por último, las palabras de Alba, la niña que es partícipe del diálogo al final de cada capítulo con Nemo: “Ser humanos significa que nunca podremos estar satisfechos ni cansarnos de preguntar”. Nos espera pues una ardua y fructífera tarea.
Lima, 26 de diciembre de 2009.
sábado, 19 de diciembre de 2009
Encantos Andinos
La producción es original desde su formato, pues se presenta cual si fuera un retablo ayacuchano, figurando en la portada el título del disco y los nombres de ambos artistas. Uno despliega las alas de dicho retablo y aparece una imagen con el dibujo de los cinco músicos que conforman el elenco completo de la producción: Jaime Guardia, charango y voz; Pepita García Miró, voz; José Guardia, guitarra; Chimango Lares, violín; Gregorio Condori, arpa.
El trabajo musical es notable, la interpretación individual deslumbrante, mientras que el ensamble deja traslucir una armonización de sonidos e instrumentos que dialogan en un contrapunto de magnífica factura. El charango y la voz de Jaime Guardia discurren soberbios por cada tema, convirtiéndose en muchos momentos en la voz cantante del conjunto. A su vez, Pepita García Miró despliega sus dotes canoras al hacer el dúo al gran maestro de la villa de Pauza. José Guardia, el hijo de Jaime, se acopla perfectamente al grupo en el acompañamiento de guitarra. Mientras que Gregorio Condori hace vibrar su arpa discreta con el sonido de los vientos del Ande. Pero es el violín de Andrés Lares León -- conocido musicalmente como Chimango--, el que destaca por su singularísima manera de arrancarle lamentos y quejidos tutelares a su mágico instrumento. Esto se puede apreciar en varias canciones de la producción, sobre todo en la pista Nº 10, donde se luce en toda su magnificencia cuando interpreta el huayno Solo de mi pueblo.
Los yaravíes son majestuosos y llenos de una imponente melancolía, los huaynos intercalan sus ritmos lentos, ligeros y alegres, y las huayllachas o carnavales nos transmiten esa jocunda alegría que también forma el sustrato anímico del alma popular del hombre andino.
Es bienvenido un lanzamiento de esta naturaleza, en medio de un panorama muchas veces desolador de nuestra música popular, dominado en su mayor parte por una legión de autodenominados músicos e intérpretes que han sucumbido al facilismo más ramplón en sus composiciones y versiones respectivas. Nada nos alegra tanto como el saber que los auténticos artistas tienen su propio sitial en el gusto de un importante sector del público melómano que aprecia las obras de calidad.
Si hay una palabra que marca la diferencia entre este tipo de producciones y todo el resto que abunda en el mercado, esa sería virtuosismo. Es la frontera clave que separa la obra de arte de la chapucería que quiere contrabandearse como tal. Uno reconoce las obras de legítima factura artística cuando el espíritu se rinde ante el talento y la maestría del ejecutante, cuando llevados por la diestra mano de quien sabe pulsar unas cuerdas, somos transportados a misteriosos estadios de vivencias estéticas irrepetibles.
Y todo eso es lo que tiene Encantos Andinos, una amalgama de músicos geniales que han confluido milagrosamente para entregarnos la belleza de su arte. Un puñado de virtuosos en sus respectivos instrumentos, que reunidos en esta polifonía deslumbrante, le sacan sonidos a las montañas, saben hacer hablar a los ríos y rumorear a los valles y punas de la serranía. Sin duda, el mejor regalo por estas fechas.
Lima, 19 de diciembre de 2009.
viernes, 11 de diciembre de 2009
La encrucijada de Copenhague
Se trata de un encuentro realmente importante, pues a estas alturas del siglo XXI, los efectos de la emisión de gases contaminantes, que lo producen principalmente los grandes países industrializados, ha tomado una senda sin retorno de recrudecimiento en todas sus formas, convirtiéndose en la más grave amenaza sobre el inmediato porvenir de todas las especies vivas de la Tierra.
Cuando en 1997 se suscribió el Protocolo de Kyoto, había algunas esperanzas de que los países más desarrollados se comprometieran directamente con sus acuerdos, pero el primero en evadir su responsabilidad fue precisamente la primera potencia, uno de los principales emisores, junto con China, de gases de efecto invernadero. Es por ello que muchas de las decisiones que se acordaron en esa ocasión, han sido implementadas lenta y morosamente por los demás países, al sentir la falta de compromiso de quien debiera liderar una cruzada de esta naturaleza.
Pero resulta que dicho Protocolo estará vigente sólo hasta el año 2012, haciéndose necesario un nuevo pacto mundial sobre un asunto de primera magnitud, quizás el más importante de todos los que actualmente preocupan al mundo entero. No basta que los países firmantes se comprometan a una reducción paulatina de emisiones de CO2, ni que le señalen plazos como se ha hecho con el anterior y con otros acuerdos complementarios, sino que verdaderamente se pongan en práctica las medidas concretas para reducir drásticamente las causas del calentamiento global.
Lo que realmente está en juego en estos avances y retrocesos es, indudablemente, el interés de aquellos países más desarrollados en seguir su desmesurada carrera de crecimiento económico, a costa inclusive de la misma naturaleza, y de los trastornos que ya experimenta como consecuencia de un uso excesivo de sus recursos. Así como también de su carencia absoluta de una ética ecológica, que les permite medir sus índices de desarrollo económico al margen del bienestar del resto de la humanidad.
La causa central del fenómeno se puede atribuir al uso de combustibles fósiles, como el carbón, el petróleo y el gas, razón por la que China, Estados Unidos, Rusia e India -- los cuatro mayores contaminantes del planeta--, se resisten hasta ahora a prestar su concurso para una política eficaz que combata efectivamente el cambio climático.
Pachauri, el ganador del Premio Nobel de la Paz del año 2007 junto con Al Gore, ha recordado a propósito las amenazas que se ciernen contra la vida en la tierra: subida del nivel de los mares; desaparición del hielo; aumento de sequías y olas de calor y reducción de disponibilidad de agua; a las que podemos agregar la desertificación, la extinción gradual de especies, la hambruna y un largo etcétera que no haría sino abonar los motivos legítimos para el espanto.
Es por ello que el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), ha puesto en alerta a la comunidad internacional sobre lo que vaya a decidirse en Copenhague, que si bien no alienta puntualmente al optimismo, es una de las pocas ocasiones que tiene el género humano de aferrarse a una pequeña esperanza.
Para terminar, he leído con estupor en algunos medios, que existe un supuesto grupo de científicos que sostienen que se han exagerado deliberadamente los peligros del cambio climático, y que el principal responsable de este fenómeno no es el hombre, sino la propia naturaleza, situación que vendría sucediendo desde hace muchísimo tiempo. ¿A quién quieren exculpar con estas pretendidas conclusiones dizque científicas? ¿Quiénes le hacen el juego por estos lares, repitiendo sus falacias que buscan soslayar responsabilidades evidentes y propósitos inicuos? Que cada quien saque sus propias conclusiones, pues Copenhague no debería jamás ser una oportunidad perdida.
Lima, 12 de diciembre de 2009.
domingo, 6 de diciembre de 2009
Mario Vargas Llosa: la libertad y la vida
La exposición titulada “La libertad y la vida”, que se exhibe en la remozada Casa O’Higgins del Jirón de la Unión, en el Centro Histórico de Lima, es una muestra interesante sobre la vida y la obra de quien es, qué duda cabe, nuestro más importante escritor nacional y uno de los mayores del idioma castellano.
En catorce salas especialmente acondicionadas, se han desplegado materiales diversos que van desde fotografías, manuscritos, afiches y libros, hasta documentales, entrevistas, films y discursos en soporte audiovisual. Lo que primero sorprende al visitante es encontrarse en la primera sala con una cantidad de hojas manuscritas regadas por el piso, sujetas al mismo para evitar ser diseminadas por el leve soplo del caminante, o cogidas por algún curioso e incauto observador. Enseguida se puede apreciar la cronología del novelista, en sendos paneles acompañados por diapositivas con las imágenes respectivas de cada etapa de su vida. En medio de ambos –en una urna de vidrio- la máquina de escribir, valioso testigo, del infatigable escribidor.
En la siguiente sala se pueden ver, en formato mayor, las portadas de las principales obras de Mario Vargas Llosa, en ediciones de diferentes lenguas del mundo. Simultáneamente, una voz en off lee fragmentos de sus novelas en diversos idiomas, mientras en un pozo de cristal se puede seguir la lectura de las mismas en una especie de manantial circular. Los textos pasan y uno tiene la sensación de estar navegando por un mar de palabras.
En recintos aledaños se observan, en pantallas plasma de televisión, documentales sobre la trayectoria vital y literaria del escritor, y entrevistas que concedió a numerosos programas de televisión de distintos canales del mundo. En una oscura salita del fondo, una pequeña muestra de los libros del autor, ajados por el tiempo y por el uso.
Una selección de algunos libros leídos por el novelista, con anotaciones y comentarios al final de las páginas, constituye una delicia para la curiosidad literaria. Pude leer las apostillas, escritas a mano por Vargas Llosa, en libros como Los Buddenbroock de Thomas Mann, Los demonios de Dostoievski, La sociedad abierta de Karl Popper y Los siete ensayos de José Carlos Mariátegui, entre otros.
En el piso superior se encuentran las salas dedicadas al Vargas Llosa periodista, político, hombre de teatro y académico. Sus crónicas y reportajes escritos para los más importantes medios de prensa de América y Europa; sus columnas de opinión en la revista Caretas y el diario El País de España; sus textos de combate con ocasión de la campaña presidencial del año 1990; su temprana y nunca postergada incursión en el teatro, y ahora también en la actuación; sus discursos más memorables, como el que pronunciara el 24 de abril de 1995 cuando recibió el Premio Cervantes en Alcalá de Henares, la patria chica del autor del Quijote, y aquel otro con ocasión de su incorporación, como miembro de número, a la Real Academia de la Lengua Española, el 15 de enero de 1996.
Una sala donde se exhiben las películas basadas en algunas de sus novelas, y otra donde se evoca su relación con la selva, a partir de ciertos episodios y pasajes de sus obras de ficción, así como esa histórica fotografía en que se ve a Mario en la famosa chingana “La catedral”, escenario de la charla entre Ambrosio y Zavalita, de la novela Conversación en la catedral, completan el recorrido-homenaje.
En suma, una muestra indispensable para quién quiera adentrarse en el conocimiento de las distintas facetas de un personaje que ya ha conquistado un espacio descollante en la cultura peruana contemporánea, y que a nivel mundial es reconocido como uno de los intelectuales más influyentes y de mayor presencia por su brillo y por su talento.
sábado, 5 de diciembre de 2009
Las visiones de Vargas Llosa
Recientemente se ha presentado en Madrid, el último libro publicado por Mario Vargas Llosa, con el título de Sables y utopías. Visiones de América Latina (Aguilar, 2009). Se trata de una recopilación de artículos, ensayos, cartas y discursos que cubren un arco de tiempo de aproximadamente cuatro décadas, en los que puede apreciarse el evolucionar del pensamiento político del escritor así como su constante e infatigable vocación por la literatura.
El libro se divide en cinco capítulos, estructurados de acuerdo a una temática común. En el primero, titulado La peste del autoritarismo, pasa revista a uno de los males endémicos de nuestras repúblicas latinoamericanas, esa enfermedad crónica que cada tanto regresa para desmentir las ilusiones democráticas que nos hemos forjado con respecto al destino de nuestros pueblos. Destacan entre sus páginas las cartas abiertas dirigidas a dos jerarcas de las dictaduras más conspicuas de aquellos años: la del General Juan Velasco Alvarado en el Perú y la del General Jorge Rafael Videla en la Argentina. También desmenuza los regímenes dictatoriales de Anastasio Somoza en Nicaragua, el de Francois Duvalier en Haití, el de Fidel Castro en Cuba y el de Augusto Pinochet en Chile. Asimismo analiza el singular caso del gobierno mexicano del PRI, al que llamó sin tapujos “la dictadura perfecta”, motivo por el cual tuvo en esa ocasión un serio entredicho con el gran ensayista y poeta mexicano Octavio Paz.
En Auge y declive de las revoluciones, segundo capítulo del libro, Vargas Llosa insiste en una de sus tesis más recurrentes: la de que los movimientos revolucionarios en América Latina han sido poco menos que lastres que han entorpecido el desarrollo económico y político del continente, y que la revolución en estas tierras es una insensata utopía que solo ha traído atraso, subdesarrollo y pobreza a nuestros países. Si al comienzo mostró su entusiasmo por la revolución cubana, como casi toda la intelectualidad de la época, poco a poco se fue desencantando por ciertos sucesos que menciona en el libro, como por ejemplo el del emblemático caso del poeta Heberto Padilla.
En el tercer capítulo –Obstáculos al desarrollo: nacionalismo, populismo, indigenismo, corrupción--, desentraña lo que, desde su perspectiva, son los mayores factores que han impedido el crecimiento y el avance de América Latina. Es certero cuando describe al nacionalismo como una de las taras más visibles del espíritu provinciano y estrecho de muchos de los políticos y hombres públicos de la región; así como cuando achaca al populismo su demagógico afán de entroncarse con las masas a través de medidas efectistas y engañosas. En lo que se refiere a la corrupción, la realidad es evidente por sí sola. Pero cuando pone en el mismo saco al indigenismo, no hace una justa apreciación de sus aportes y sus logros, pues acentúa interesadamente lo que de exagerado y maniqueo tiene, en algunos de sus representantes, esa corriente ideológica.
Defensa de la democracia y del liberalismo es el cuarto capítulo, donde destacan nítidamente las conferencias “El liberalismo entre dos milenios” y “Confesiones de un liberal”, expresiones acabadas de lo que constituye el credo político del laureado novelista, a la par que magistrales piezas argumentativas sobre uno de los lados más polémicos de su figura intelectual. Es interesante también el deslinde que hace con relación a ciertas afirmaciones que hizo en alguna ocasión su famoso tocayo, recientemente fallecido: Mario Benedetti.
Sin embargo, el último capítulo –Los beneficios de la irrealidad: arte y literatura latinoamericana--, es el más sustancioso e indiscutible de todos. Desfilan por entre sus páginas queridos personajes de la cultura latinoamericana, como el barroquísimo poeta cubano José Lezama Lima; el Premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez; el singular pintor y escultor, también colombiano, Fernando Botero; el infaltable maestro argentino Jorge Luis Borges; el entrañable cronopio bonaerense Julio Cortázar; el notable escritor chileno José Donoso; el memorable cinéfilo, cronista y fabulador de La Habana, Guillermo Cabrera Infante; nuestro querido y admirado Fernando de Szyszlo; la cada vez más valorada pintora mexicana Frida Khalo y, por último, el insuperable ensayista y poeta, también de las tierras aztecas, Octavio Paz. Todos ellos acompañados de espléndidas aproximaciones y lúcidos juicios sobre sus respectivas obras y sobre sus relevantes figuras en el mundo del arte y la cultura de esta parte del orbe que, gracias a ellos, ha podido situarse en un nivel de contemporaneidad con todos los hombres.
Lima, 24 de octubre de 2009.
Un tupamaro al poder
Sus rivales en la contienda electoral han sido, principalmente, Luis Alberto Lacalle del Partido Nacional (PN), y Pedro Bordaberry del Partido Colorado (PC), quienes han sacado el 30% y el 17% de los votos, respectivamente. Lacalle es un ex presidente de centroderecha, cuyo partido también es denominado blanco, y Bordaberry es hijo del dictador Juan María Bordaberry, líder histórico de los colorados y que gobernó la República Oriental del Uruguay en los años más convulsos de su vida republicana.
Simultáneamente a las elecciones presidenciales, se han realizado dos referendos en los que se ha consultado al pueblo sobre aspectos vitales para la democracia uruguaya. El primero, sobre la vigencia de la llamada Ley de Caducidad, que impide juzgar a militares acusados de violaciones de los derechos humanos durante la dictadura de 1973 a 1985. El segundo, para autorizar o no la participación, vía voto electrónico, de los emigrantes, que según cifras oficiales exceden los 500,000.
Los resultados han dejado un sabor amargo entre las filas de quienes apoyaron el voto por el sí, pues el 48% alcanzado no es suficiente para anular una ley que ampara la impunidad y violenta de forma aleve e inicua el estado de derecho en el país de Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti y Eduardo Galeano, probablemente sus figuras literarias más universales. Esa ley cancela la posibilidad de llevar a los tribunales a quienes cometieron crímenes y atentaron contra los derechos humanos de miles de ciudadanos en la que fue una de las peores y típicas dictaduras sudamericanas de fines del siglo pasado.
La otra cuestión es quizá más controversial, pues en un país de 3,3 millones de habitantes, que no menos de 700 mil personas estén afuera, constituyendo lo que Eduardo Galeano ha llamado con agudeza la “patria peregrina”, significa un enorme desafío a los mismos conceptos de democracia, participación, derechos y deberes, que conciernen a todos los uruguayos, tanto para quienes habitan en el territorio nacional como para quienes, por diversas razones, han tenido que migrar al extranjero.
Pero lo verdaderamente sorprendente en el caso del país oriental, es que un hombre que otrora militara en las filas de un movimiento guerrillero –los legendarios tupamaros--, esté ad portas de convertirse en el próximo Presidente de la República, si logra derrotar en el balotaje que se avecina, según vaticinan las encuestas, a quien será su rival encarnizado: el ex presidente Lacalle, quien cuenta además con el apoyo, según propia y directa confesión, del líder colorado y de su partido.
Cuando hace cinco años asumió el gobierno el Presidente Tabaré Vásquez, de las mismas filas que José Mujica, se cerraba un largo ciclo de hegemonía del Partido Colorado en la política uruguaya, con breves interregnos del Partido Blanco, las dos mayores agrupaciones tradicionales de esa república. Y ahora que se apresta a dejar el cargo, con un altísimo 60% de aprobación ciudadana, puede hacerlo tranquilo pensando que su sucesor podría ser la cabeza visible de un segundo periodo de gobierno en manos de un movimiento joven en el espectro político nacional. Y aun cuando digan los maledicentes que las relaciones entre ambos caudillos no son precisamente fraternas, y que sus figuras no pueden ser más contrapuestas, no por ello van a dejar de significar una brizna de esperanza y un deseo de renacimiento para un país que se apresta a celebrar su bicentenario de la independencia, pero para quien, paradójicamente, y según el mismo Galeano, la independencia sigue siendo una tarea pendiente, así como para toda América Latina.
Lima, 31 de octubre de 2009.
Claude Lévi-Strauss o el pensamiento salvaje
Discípulo aplicado de Emile Durkheim y de Marcel Mauss, lector aprovechado y agradecido de Marx y de Freud, así como investigador interesado en los estudios de Roman Jakobson y Ferdinand de Saussure, Lévi-Strauss levantó el enorme soporte de su pensamiento antropológico a partir de una experiencia singular en contacto directo con los habitantes de las llamadas, por entonces, sociedades primitivas.
Un telefonazo providencial lo catapultó a las selvas amazónicas brasileñas, donde, durante cuatro años (1935-1939), convivió con los miembros de diversas tribus indígenas: los bororo, los guaycurú, los nambikwara y tupi-kawahib especialmente. De esta inmersión en el mundo y la cultura de pueblos considerados “atrasados”, surgió uno de los libros más brillantes que se hayan escrito en el siglo XX, Tristes trópicos, texto híbrido, a caballo entre la autobiografía y el documento antropológico, entre la poesía y la ciencia, rara conjunción de saberes que el maestro asumía con una solvencia y una destreza inusitadas.
Considerado como el padre de la Antropología, ha dado a esta ciencia títulos imprescindibles como Antropología estructural, Las relaciones elementales del parentesco, El pensamiento salvaje, el ya mencionado Tristes trópicos, Raza e historia, Mitologías y otros más, que constituyen su legado más valioso para el conocimiento de aquello que se considera sus aportes más importantes, como la denominada teoría de la alianza, los procesos mentales del conocimiento humano y la estructura de los mitos.
Claude Lévi-Strauss ha roto con una vieja tara que encapsulaba el abordaje y el conocimiento de otras culturas: el etnocentrismo. Decidido a esclarecer las estructuras que subyacen por debajo de todas las manifestaciones de la vida humana, se abocó a desentrañar la naturaleza de las relaciones de parentesco, la prohibición universal del incesto, el funcionamiento de la mente, el misterio de los mitos y un largo etcétera.
En un enjundioso ensayo de 1966, titulado Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, el poeta mexicano Octavio Paz se dedicó a expurgar los puntos más sensibles de la obra del filósofo francés. “Lévi-Strauss … concibe a la sociedad como un conjunto de signos: una estructura”, escribe en esa obra definiendo con gran precisión la corriente que se puso en boga a la mitad del siglo pasado: el estructuralismo. Sigue diciendo Octavio Paz: “su obra intenta resolver la heterogeneidad de las historias particulares en una estructura atemporal”, cuando demuestra el objetivo del antropólogo de hallar la unidad dentro de la diversidad, el punto común de contacto que tendrían elementos disímiles de la cultura en todas sus variantes a través del tiempo y el espacio. Pues “hay un punto en el que se cruzan todos los caminos; este punto no es la civilización occidental sino el espíritu humano que obedece, en todas partes y en todos los tiempos, a las mismas leyes”.
En la obra de Lévi-Strauss, la oposición de términos irreconciliables se resuelve en una armonía binaria, que lo lleva a no separar lo sensible de lo inteligible, lo natural de lo cultural, y a proponer una lógica concreta según el principio de Wittgenstein de “no separar lo duro de lo blando sino encontrar lo duro en lo blando”.
Formidable desafío el que nos deja para penetrar el sentido último de la naturaleza de las cosas, encontrando el núcleo central de su razón y de su ser, en una aventura que he calificado del pensamiento salvaje, sirviéndome de uno de los títulos emblemáticos de su extensa bibliografía. Es pensamiento porque es cultura, y es salvaje porque es naturaleza; pero también puedo decir que es el pensamiento natural de la cultura salvaje, si entendemos con Octavio Paz lo que quiere decir cuando asimila pensamiento poético y pensamiento salvaje.
Lima, 07 de noviembre de 2009.
Vindicación de Caín
El libro ya ha generado una ácida controversia en los círculos literarios y, especialmente, en los religiosos, pues es la segunda vez, desde El Evangelio según Jesucristo, que el escritor lusitano se atreve a recrear episodios bíblicos desde la irreverencia, la ironía y el humor. Incluso desde antes de su publicación, en diversas entrevistas a los medios de prensa, el novelista iba adelantando lo que se venía, y su llegada no ha hecho sino confirmar lo que ya se sabía.
La figura de Caín es, indudablemente, la que ha cosechado la peor prensa y el estigma más infamante de toda la historia del cristianismo. Su nombre es casi sinónimo de crimen, traición, ofensa divina, culpa irredenta. Pero José Saramago se ha propuesto nadar contra la corriente, romper el mito construido en veinte siglos de soledad, y contarnos como Dios manda –la ironía es redonda--, lo que, según él, está mal contado en la Biblia.
Saramago pasea a su personaje por todo el Antiguo Testamento, en una especie de presente perpetuo, juntando casi en un mismo tiempo histórico a diversos sucesos bíblicos, como la historia de Abraham e Isaac, rumbo al sacrificio solicitado por el Señor; la pretensiosa hazaña de la construcción de la Torre de Babel; la inaudita destrucción de Sodoma y Gomorra; y otros tantos hechos de no tan feliz recordación.
Luego de ser expulsados del Paraíso terrenal, los primeros padres de la raza humana expían sus faltas y desobediencias en la oscuridad de una caverna y en el yermo territorio de su nueva vida. La astucia y coquetería de Eva consiguen, sin embargo, un pequeño favor de Azael, el querubín que el Señor ha puesto como guarda del Edén. Así logran sobrevivir, hasta que son hallados por una caravana de viajeros que los llevan a nuevas tierras donde nacerá Caín, el primogénito, y luego Abel, el preferido del Señor.
Aquí empieza la escisión, cuando el autor cuestiona la predilección, descaradamente injusta, que el Señor demuestra por las primicias que le ofrece el pastor Abel frente a las que le brinda el agricultor Caín. No hay ninguna motivación válida para ello; razón por la que se le ve el semblante cabizbajo y el ánimo desvaído a Caín. Lo que sigue es conocido de sobra, Caín lleva a su hermano al lugar premeditado, le descerraja un golpe fulminante con una quijada y lo mata; y para justificar su crimen, le dice al Señor --que ha venido a pedirle cuentas--: “maté a abel porque no podía matarte a ti, pero en mi intención estás muerto”.
Se suscita así el primer diálogo agreste entre dios y caín, como los llama Saramago, así con minúscula, y entre mutuas recriminaciones sobre el verdadero culpable de la muerte de Abel, que por momentos asume tensos niveles de discusión teológica, nos vamos internando por el fascinante mundo de ficción veterotestamentaria que nos propone el novelista. Es así que en el capítulo 4 asistimos a la irrupción exuberante y sensual de Lilith, señora y ama de la tierra de nod, adonde llega Caín buscando pan y trabajo, agua y sosiego. Con ella se quedará por algún tiempo, pues luego tiene que partir para cumplir con su destino, no sin antes haber engendrado a su primer hijo, Enoc, a quien conocerá varios años después.
Recorriendo los caminos se hallará con el instante preciso en que Abraham lleva a su hijo Isaac hacia el sacrificio exigido por el Señor, pero en el justo momento de la ejecución, será la mano de Caín quien salvará la vida de Isaac, y no la de un ángel como dice la Biblia, pues el mensajero celestial tuvo un contratiempo al habérsele averiado un ala. La discusión subsiguiente que se produce entre Caín y Abraham, o mejor la recriminación que hace Caín al obligado y fallido filicida, remata en una tronante frase que intercala el narrador: “Lo lógico, lo natural, lo simplemente humano hubiera sido que abraham mandara al señor a la mierda, pero no fue así”.
El capítulo 6 se cierra con una patética comprobación: “La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros lo entendemos a él”. Luego, ya en el siguiente capítulo Caín vuelve a encontrarse con Abraham, pero en un tiempo anterior a los sucesos del sacrificio de Isaac. Sin embargo, lo verdaderamente interesante de este tramo de la lectura es cuando el Señor destruye con fuego y azufre las ciudades de Sodoma y Gomorra, no obstante que, según el planteamiento de Caín, había inocentes en Sodoma y en las otras ciudades que fueron castigadas: los niños. Este solo argumento le sirve a Caín para desbaratar la presunta racionalidad del procedimiento divino.
En el capítulo 8 Caín se halla en medio del desierto del Sinaí, donde una multitud inquieta aguarda a Moisés, quien hace 40 días y 40 noches que se fue a hablar con el Señor. La desilusión y el desenfreno a los que se entrega el pueblo elegido, los hará merecedores de la cólera de Moisés y del Señor, pues en medio de la espera, se ha entregado a la idolatría más perversa, erigiendo a Baal como su nuevo dios.
Es constante a lo largo de la novela, la reflexión a la que se entrega Caín, comparando su crimen con tantos otros que observa y que terminan en la más perfecta impunidad. Dice, por ejemplo, en la página 112: “Yo no hice nada más que matar a un hermano y el señor me castigó, quiero ver quién va a castigar ahora al señor por estas muertes”. Se está refiriendo al exterminio que ordena el Señor para quienes han buscado su reemplazo en un ídolo. Aquí el narrador se permite una glosa concluyente: “Está visto que la guerra es un negocio de primer orden…a este señor habrá que llamarle algún día dios de los ejércitos, no le veo otra utilidad”.
En el capítulo 9 vemos a nuestro héroe --¿o antihéroe?--, integrando las filas del ejército de Josué, merced a un acuerdo con un albéitar. Estamos en Jericó y Caín va en busca de la célebre prostituta Rahab, por quien luego perdería el interés al enterarse que había sido la cómplice de dos espías de Josué, es decir que Caín, será todo lo homicida que quieran, pero no tolera la traición. Enseguida Caín se reencuentra con Lilith y conoce a su hijo, Enoc, que ya tenía 10 años de edad. Es aquí cuando Lilith pronuncia una frase memorable, dirigiéndose a Caín: “ven a darme noticia de tu cuerpo”, después que él le ha narrado las peripecias de su vida durante los años de la ausencia.
Posteriormente, Caín ha vuelto a partir y se encuentra en la tierra de Uz, donde consigue trabajo de mensajero en la casa de Job, legendario personaje bíblico sobre el que se abaten las pruebas más durísimas que criatura humana pueda soportar, y que a su vez un ser divino pueda concebir. Un pensamiento compartido nos desliza el narrador: “si el señor no se fía de las personas que creen en él, no veo por qué esas personas tienen que fiarse del señor”. El pacto entre dios y el diablo para probar a Job, Caín lo encuentra inaceptable, lo cual más bien le lleva a una monstruosa comprobación, la de que Satán es “el encargado de llevar a cabo los trabajos sucios que dios no puede firmar con su nombre”.
Al final de esta historia, Caín se aparece en circunstancias que se construía el Arca de Noé, contemplando los reprobables actos que cometen las hijas del patriarca, y luego también su hijo. Consigue hacerse un lugar en la nave salvadora, en medio de centenares o tal vez miles de parejas de animales de todas las especies, siéndosele asignado un papel que cumple con denuedo, abnegación y placer: ser la semilla de la nueva humanidad que el Señor ha prometido a Noé y su familia. En medio del diluvio, Caín cumple bravía y diligentemente su misión, mientras va eliminando uno a uno a la familia escogida. Primero será Cam, le seguirá Jafet, luego la mujer de Noé --con quien tendrá un breve escarceo amoroso--, enseguida Sem y su mujer, la viuda de Jafet y, finalmente, el propio Noé, a quien invita a un suicidio decoroso y digno.
La novela termina en una discusión en la que se enfrascan Caín y Dios, lanzándose mutuas acusaciones en un diálogo que arroja chispas y que va disipándose porque ya no se les oye, pero en la que siguen y seguirán sumidos. Entonces el narrador nos dice, directa y llanamente, que “la historia ha acabado, no habrá nada más que contar”. Y yo diré también que mi recensión ha terminado, y que sólo le queda a mi lector, leer. Leer la estupenda novela que Saramago ha escrito y que nos ha regalado a nosotros, sus agradecidos lectores.
Lima, 13 de noviembre de 2009.
Pinochet, Bachelet, Fuguet y el espía que surgió del frío
Históricamente, la vecindad entre ambos países ha sido conflictiva, como sucede también en muchas partes del mundo entre países que comparten una frontera común. Es casi normal que suceda así. Si no, pensemos en los casos de la India y Pakistán, de Israel y Palestina (aun cuando este último no sea reconocido oficialmente como Estado), de la China y el Tíbet, de Venezuela y Colombia entre nosotros, de Francia y Alemania en el pasado. Pues nada más difícil, a veces, que aprender a saber convivir con el vecino.
La arbitraria enumeración de apellidos de personajes chilenos que encabeza la presente columna, obedece --como ya se habrá percatado el zahorí lector--, a razones exclusivamente fonéticas, aun cuando en el fondo muy bien puede responder a dar cuenta de la variopinta representatividad que caracteriza a dicha nación. Si Pinochet fue el dictador prototípico del Mapocho, y Bachelet la actual presidenta que ya juega los descuentos en el cargo, Fuguet es un escritor de las últimas generaciones literarias de esa tierra que vio nacer en su seno nombres señeros como los de Pablo Neruda y Gabriela Mistral, Vicente Huidobro y José Donoso.
Porque este lío de espionajes y declaraciones altisonantes de uno y otro lado, de respuestas soberbias y acusaciones destempladas, se mueve en un terreno en el que es fácil caer en el desafuero, como ese candidato del Partido de la Concertación, que ya fue presidente una vez, hijo a su vez de otro ex presidente, que ante las insistentes preguntas de una periodista peruana, no tuvo mejor salida que el exabrupto, la frase injuriosa y la actitud altanera. Y porque el asunto aquel de las fronteras, los nacionalismos, la patria ultrajada, el honor nacional, convoca siempre una fuerte dosis de intolerancia, algo de xenofobia y otro tanto de racismo, como se puede comprobar al leer tantos comentarios aparecidos en diferentes medios a partir de este hecho.
Lo que debiera ser una relación sana, democrática y civilizada entre dos pueblos hermanos, se ve enturbiada por la mano sucia de los estrechos intereses políticos y las mezquinas consideraciones económicas. Porque nadie me quita de la cabeza que todo este desbarajuste es propio de la clase política de ambos países, al cual sirven diligentemente los uniformados respectivos, llegando incluso hasta la traición.
Yo no me imagino en ese nivel a ilustres personajes de la cultura chilena a quienes admiro, como Violeta Parra o Víctor Jara, Roberto Matta o Sergio Arrau; como tampoco me imagino sumándose al cargamontón chauvinista del sur a los integrantes de grupos emblemáticos de la música latinoamericana como Quilapayún, Inti Illimani o Illapu, por nombrar solo a los más famosos. Siempre que los he escuchado me han transmitido ese sentimiento de hermandad latinoamericana, de fraternidad continental, alejados a años luz de toda esta proterva compañía de marchantes que flamean las banderas más provincianas y aldeanas en ridículas poses de postín.
Esa cáfila de bandidos que detentaban el poder, y que, espoleados a su vez por potencias extranjeras, declararon la guerra al Perú y Bolivia en 1879, que invadieron el territorio nacional y que en los siguientes años se entregaron al hurto y al pillaje, saqueando nuestro patrimonio histórico, monumental y cultural, y que luego esperaron confiados que el manto del olvido cubriera todas sus tropelías, mientras se consumaba la política de los hechos consumados, parece que tiene todavía sus herederos morales en muchos de quienes ocupan ahora cargos gubernamentales o aspiran a tenerlos, así como en un grueso sector de la opinión pública que demuestra su nivel de ciudadanía farfullando invectivas excluyentes en contra de millones de compatriotas.
El caso del espionaje es gravísimo, qué duda cabe, teniendo que investigarse hasta sancionar a todos los involucrados, y no sólo a la punta del iceberg, pues todo hace suponer que aquí estarían comprometidos otros integrantes de las Fuerzas Armadas, de otro modo no se explica la cantidad de tiempo transcurrido sin el menor viso de sospecha o culpabilidad.
Lo mejor del espíritu de cada pueblo está más allá de estos líos de comadres, de estas tristes querellas de la vieja quinta, como diría parafraseando al gran Julio Ramón Ribeyro; pues quienes en ambos pueblos representan lo más elevado de la creación humana que es el arte y la cultura, deben observar consternados cómo los politiquillos y politicastros enquistados en sus feudos de pacotilla siguen alimentando esta sempiterna historia en que Caín sigue matando a Abel.
Lima, 21 de noviembre de 2009.
José María Arguedas: 40 años después
Su partida de este mundo dejó sumida en la mayor de las tristezas, y en la más obscura pesadumbre, tanto a la intelectualidad nacional como a ese pueblo humilde y sencillo que él encarnó de la manera más fidedigna. Ese pueblo que veía en el novelista a uno de sus más legítimos representantes y ardorosos defensores.
Nadie como Arguedas supo consustanciarse y valorar de una forma tan entrañable las diversas manifestaciones de la llamada cultura popular, desde su lengua ancestral --que él hablaba como ninguno—hasta sus cantos y danzas, costumbres y mitos; es decir, todo aquello que ahora cabe en la sola denominación de folklore, sin olvidar por supuesto que José María era también antropólogo y un fervoroso enamorado de todas las expresiones artísticas del alma popular.
El agua clara de su palabra sabía discurrir prodigiosamente por esos ríos profundos del espíritu de la colectividad que él amaba, expresando en su límpida prosa la agreste belleza de esos diamantes y pedernales que anidaban en los anónimos corazones de millones de seres que, trepados por siglos en las estribaciones de los Andes, daban curso en sus fiestas y reuniones a la plena alegría y comunión cósmica en las alturas soledosas de este país irrigado por todas las sangres de su diversidad cultural.
Además, cantaba maravillosamente cual auténtico indio de la sierra sur, siendo el impulsor de la carrera musical de insignes intérpretes de la música andina como el eximio charanguista Jaime Guardia y el endiablado violinista Máximo Damián, quienes también serían sus mejores amigos, tanto como lo fueron venerables caballeros de la aristocrática Lima, entre ellos el destacado maestro y ex Ministro de Educación Carlos Cueto Fernandini, el notable filósofo Luis Felipe Alarco, además de otros ilustres miembros de la familia Miró Quesada.
Hace algunos años, el Centro de Folklore que lleva su nombre lanzó una producción musical con la voz de José María, cantando huaynos y carnavales --entre ellos el inolvidable Carnaval de Tambobamba--. Años después, el Departamento de Etnomusicología de la Pontificia Universidad Católica del Perú editó un disco compacto, en donde además de las canciones y melodías que interpretaba con un gusto inusitado, se podían escuchar breves momentos de una improvisada clase de canto que José María impartía a quien en esos instantes era su aprovechada alumna: María Rosa Salas, también antropóloga y destacada estudiosa e intérprete de la música andina.
Escuchar el canto sublime y peculiar de José María, aflautándose en esas inflexiones características de la música serrana, con sus matices de grito jubiloso y de plegaria mística, era ascender a las cumbres inéditas del placer estético y la emoción metafísica. Era su forma de sentir, en la carne y en los huesos, el alma milenaria de su tierra y de su gente.
Vivió torturado íntimamente por esos fantasmas que lo asaltaron en su infancia, cuando estuvo bajo el poder perverso de su madrastra y de su hermanastro. Esas huellas lacerantes lo acompañaron toda su vida, como sombras siniestras que le fueron sorbiendo de a pocos las ganas de vivir. Esto, sumado a otras decepciones y adversidades que experimentó ya de adulto, podría explicar su decisión fatal de suicidarse esa imprevista mañana de noviembre de 1969.
Como quiera que fuese, su vida fructífera y su obra inmortal nos seguirán acompañando cada vez que queramos entender un poco mejor a esta tierra nuestra en que el zorro de arriba y el zorro de abajo siguen dialogando, a veces infructuosamente, para construir una nación armoniosamente integrada. Un brillante ensayo de Mario Vargas Llosa --La utopía arcaica--, reconoce el valor de gran creador que fue Arguedas, aun cuando algunos han querido ver también una interpretación sesgada de la corriente indigenista, a la cual los estudiosos han adscrito la obra de nuestro genial compatriota.
Lima, 28 de noviembre de 2009.
José Emilio Pacheco
Una buena noticia ha recibido Latinoamérica con el anuncio de la concesión del Premio Cervantes 2009 al entrañable poeta mexicano José Emilio Pacheco. Tal pareciera que a sus 70 años, los homenajes y los reconocimientos le llegaran abrumadoramente, pues hace apenas unas semanas recibía el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en Madrid.
Este modesto y humilde creador, como lo reafirman todos quienes lo conocen, es, después de Octavio Paz, el más importante poeta que ha dado México en el siglo XX a la literatura universal, con una obra que cruza todos los géneros, desde la poesía propiamente, hasta la novela, el ensayo y el periodismo. Nacido allá por 1939, y perteneciente a la generación del 50 --aquella a la que también pertenecen Carlos Monsiváis, Sergio Pitol y Elena Poniatowska--, Pacheco ha descollado limpiamente por su poesía ejemplar, libre de retórica y sencilla hasta la profundidad.
“Un poeta excepcional de la vida cotidiana”, lo ha llamado el presidente del jurado, destacando una de las características centrales de la obra de José Emilio Pacheco, dueño de una voz inconfundible para recrear el discurrir silencioso de la vida, el vertiginoso trasiego de las cosas y los hombres, su inmutable perplejidad. Han dicho que la suya es una poesía filosófica, sólo si admitimos que el pensamiento es una operación a la vez racional e instintiva. Y sólo si recordamos con Nietzsche que toda la filosofía está en medio de la calle.
Carlos Fuentes, otro referente de la vida cultural mexicana y latinoamericana, ha dicho que José Emilio Pacheco merecía el premio desde que nació, enfatizando la condición innata para la poesía que singulariza al autor de Alta Traición, ese poema que generaciones enteras de mexicanos se lo saben de memoria desde que fuera publicado en 1967, y que es a la vez el más representativo de la obra de Pacheco: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, montañas / -y tres o cuatro ríos”.
Todo quien lee la poesía de Pacheco se siente inmediatamente identificado con el instante presente que describe: “A mí sólo me importa / el testimonio / del momento que pasa / las palabras / que dicta en su fluir / el tiempo en vuelo”, dicen por ejemplo uno de sus versos, constituyéndose en lo que generalmente se llama su arte poética.
Otro tema recurrente en su poetizar es el tiempo, el sentimiento desolador de su transcurrir, como cuando dice: “Es verdad que los muertos tampoco duran / Ni siquiera la muerte permanece / Todo vuelve a ser polvo”. Esa temporalidad gusanera de la que hablaba Keats, es una constante obsesión para el poeta, quien lo confiesa abiertamente es estos otros versos: “Mi único tema es lo que ya no está / Y mi obsesión se llama lo perdido”.
En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara --la feria más grande del mundo hispano--, que se realiza en estos días en México, Pacheco es objeto de una persecución periodística incesante y de la demostración del afecto popular hacia quien en estos momentos es motivo de legítimo orgullo para todos los latinoamericanos. Autor de libros como Las batallas en el desierto y La edad de las tinieblas, entre tantísimos otros, no puede revelar sino con ello su buen gusto y certera elección de los títulos, guías indispensables para valorar la presencia de un auténtico artista.
Creo que José Emilio Pacheco vive su mejor momento en cuanto al reconocimiento de su obra, pero sólo él sabe que, lo que esencialmente cuenta para un escritor, es ese reconocimiento secreto y silencioso con las palabras, en el recinto más sagrado de su espíritu.
Lima 5 de diciembre de 2009.