domingo, 26 de octubre de 2025

Estampas jaujinas

 

Publicado en 1980, el libro Estampas de Jauja, del profesor jaujino Pedro S. Monge Córdova, está estructurado en cuatro partes. La primera está dedicada a los barrios y pueblos de Jauja; la segunda, a las plantas y a las flores; la tercera, a las aves y la cuarta, a los hombres y las cosas. Son en total quince ensayos descriptivos, al decir de Edgardo Rivera Martínez, autor del prólogo.

El primero de ellos aborda el tema de los barrios de Jauja que, según el autor, son creaciones de los Carnavales, así como éstos se han hecho para los barrios. Cuando Pedro S. Monge escribió esta crónica, los barrios de Jauja eran once. En la actualidad son alrededor de veinte. Defiende, por cierto, el desborde popular que ocasiona el que estas celebraciones se prolonguen mucho más allá de los tres días establecidos por el calendario oficial de la iglesia católica. Esto podría tener razón de ser cuando Jauja contaba con sus cinco barrios primigenios (La Samaritana, La Libertad, Huarancayo, Huacllas y Yauyos), pero no ahora que éstos se han multiplicado.

Se detiene, especialmente, en el barrio de La Samaritana, entrañable para mí, puesto que fue en el que nací y viví, querencia que compartimos con el profesor Monge. Probablemente es la cuna de Jauja, porque era la puerta principal de entrada y salida de la ciudad. La primera cuadra del actual jirón Gálvez era conocida como “la calle de La Samaritana”, que hervía de actividad comercial en aquellos tiempos.

Destaca luego la magnificencia de San Juan-Pata, el mirador natural del valle, atalaya privilegiada que permite apreciar el paisaje completo del valle del Mantaro. En cuanto a su toponimia es interesante lo que afirma con respecto al término “pata”, elevación de terreno, andén o poyo, que está presente en muchos nombres de lugares de la provincia. Sus derivados de “patita” y “patería” poseen el mismo sentido; sin embargo, todos sabemos lo que esas palabras designan en la actualidad, razón por la que es imposible que recobren su significado original.

Sobre el barrio Yacurán, reivindica su origen quechua, distanciándose de quienes, llevados por extraños motivos, lo han rebautizado como Buenos Aires, ajeno totalmente a nuestra idiosincrasia y tradición. Sería interesante averiguar cuándo, quién y cómo decidió cambiar su nombre original por este otro de aires platenses, surgido en otras circunstancias y bajo otro contexto histórico. Echa de menos, a propósito del lugar, a las recuas de llamitas que venían desde Chocón, Tragadero y demás pueblos de las alturas andinas. Los viejos caminos han sido suplantados por carreteras que ven discurrir raudos y ruidosos los autos y vehículos que trajo la modernidad.

En otro ensayo, describe el esplendor natural de Condorsinja, uno de los barrios del distrito de Huertas, caracterizado por sus árboles, los caprichos de las rocas, sus hornos de tejas y la singular belleza del entorno, dominado por un inmenso cóndor que hunde su pico en la tierra, figura que se puede observar en la conformación de la montaña. Nos invita a recorrerlo a pie, que es la forma perfecta de apreciar la suntuosidad del paisaje.

La segunda parte la dedica a las plantas y las flores. El primero en recibir el homenaje es la guinda, esa “fruta del pobre”, como la llama el autor, delicioso fruto que es la delicia de los niños, de los arrapiezos y mataperros, pero también de los chiguacos, esas avecillas típicas de la región que se sacian de su alimento preferido para cantar mejor y para anunciar las lluvias también, misión que cumplen con rigurosa puntualidad.

Luego está esa planta humilde y omnipresente en el valle como es el chagual, testigo de muchas historias y soporte de las aventuras y las penurias de los habitantes de la ciudad y sus alrededores. Recuerda el autor las diversas facetas en que el chagual hace de juguete, alambrado de púas, álbum de hojas verdes y de registro al paso de las vicisitudes y anécdotas de los caminantes de nuestra tierra.

En el caso de los llamados “gigantones”, unas cactáceas también presentes en la geografía jaujina, el autor lamenta su lenta desaparición, siendo una planta icónica de la provincia. Otra planta vistosa es el “dogo”, “dragón” o “conejito”, por el parecido con ciertas características o actitudes de estos animales, aparte de sus intensos y variados colores, ambos muy ligados a los recuerdos de infancia del narrador.

La tercera parte pertenece a las aves y los pajarillos, diferenciando a cada uno de ellos por su canto, sus colores y su tamaño. Nombre como los de la pichiusa, el chiguaco, el huarahuay, de neta estirpe indígena, desfilan por sus páginas. Establece una distinción con aquellos de procedencia hispana que, como el gorrión y el zorzal, algunos han pretendido atribuir a nuestros compañeros alados, que alegran el paisaje y los días con sus trinos musicales. Se dedica específicamente al huarahuay, notando sus características relevantes y relacionándolo con el mítico coraquenque, ave emblemática de los incas.

La cuarta y última parte re refiere a los hombres y las cosas. Empieza por las mataperradas escolares, es decir las bromas, chanzas o jugarretas que se infligen los estudiantes en las épocas de clases, dentro del aula, durante los recreos o fuera del colegio, en las famosas “salidas” que contemplaban cada bronca urdida y prometida al interior del mismo y efectivizada en un campo o pampa cercana. Continúa con una evocación y loa de la carpeta escolar, compañero inseparable de todo estudiante y testigo de sus cuitas y travesuras.

Un capítulo singular de esta última parte constituye el consagrado a la tuberculosis en Jauja, aquella leyenda mezclada de realidad sobre las virtudes curativas del clima jaujino para el temible bacilo de Koch, que por entonces no tenía cura. La llegada de personas de diversos lugares del Perú y del mundo a la ciudad andina, premunidos de la fe y esperanza en una sanación para el mal que los aquejaba, dotó a Jauja de una peculiaridad insólita. No la llamada “ciudad de los tísicos”, según la fantasía de Abraham Valdelomar, sino el espacio de curiosa convivencia entre sanos y “enfermos”. La pequeña urbe provinciana llamada a convertirse, por obra de la casualidad o de un misterioso designio histórico, en el sanatorio natural de los hombres y las mujeres inficionados de aquel extraño mal sin remisión.

Por último, cierra el libro con un canto de fervoroso reconocimiento a la humilde cancha serrana, el maíz tostado que es alimento invalorable del campesino y del estudiante, del poblador en general, el pan cotidiano que alivia el hambre y mitiga el cansancio en las largas jornadas y actividades diversas de hombres y mujeres, adultos y niños. Describe la forma en que se prepara, las variedades del maíz que sirven para el propósito y los momentos en que cada quien se dispone a consumir y consumar aquella dulce comunión con el alimento primordial del hombre del ande.

Muy interesante el libro del profesor Pedro S. Monge, escrito con gran soltura y dominio de los medios narrativos. El lenguaje es ágil, ameno, periodístico en el mejor sentido, puesto que se trata de artículos que el autor fue sembrando a lo largo de los años en diversas revistas de la provincia y de la región, además de algunos que eran inéditos. Nos transporta a un pasado que no pasa, pues muchas de las evocaciones, los elementos que son motivo de ellas, aún permanecen en nuestra memoria, y si han desaparecido o cambiado, la nostalgia y la gratitud las han grabado con fuego en nosotros que permanecerán por siempre como un acervo inmarcesible de nuestra condición de jaujinos.

 

Lima, 20 de febrero de 2025.

Vargas Llosa y yo

 

La muerte de Mario Vargas Llosa el pasado domingo 13 de abril ha conmocionado al mundo literario e intelectual no sólo de América Latina sino también de todo el ámbito de la cultura occidental, pues se trataba de uno de los últimos grandes escritores de nuestra época que tenía una presencia en la vida pública y cultural de este extraño siglo XXI. Su muerte viene a sumarse a la de tantos escritores del Perú y del ámbito hispano que igualmente se fueron o vinieron a este mundo en un mes de abril, razón por la que desde hace varios años se ha pasado a denominar a este mes del año como el Mes de las Letras. Junto al Inca Garcilaso de la Vega, César Vallejo, José Carlos Mariátegui, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Miguel de Cervantes y tantos otros más, Mario Vargas Llosa como que hubiera decidido seguirles la senda despidiéndose de nosotros en tan espléndida compañía.

Se trata, sin duda, de un escritor que ha tenido, como todos, sus luces y sombras, y que ha estado en el caldero de la discusión política y cultural de por lo menos las últimas seis décadas. Su legado es enorme, con una obra de cerca de medio centenar de libros, centenares de artículos periodísticos y decenas de entrevistas en los diversos medios de comunicación del mundo. La primera vez que yo oí hablar de él fue cuando estaba en el colegio. Era el año 1978 y cursaba el segundo año de secundaria. Tengo el recuerdo muy nítido del momento exacto: era la hora del recreo, un grupo de alumnos estábamos en el balcón del segundo piso del recordado “San José” de Jauja, yo miraba el horizonte de esa tarde soleada, pues el turno que correspondía a ese grado de estudios era el vespertino. De pronto, la maestra de literatura que había salido del aula conversaba con los alumnos y soltó el nombre: Vargas Llosa. A mí me sonó totalmente desconocido, pero agregó que era un joven escritor que iba adquiriendo reconocimiento por sus obras.

Definitivamente ese nombre ya no salió más del radio de mis curiosidades, y lo empecé a seguir en donde pudiera. No sé si Los cachorros y Los jefes ya los tenía en la pequeña biblioteca familiar o lo adquirí muy pronto en una edición conjunta de la editorial Peisa. Fue el punto de partida, pues luego me embarqué en los siguientes años en una lectura constante de toda su obra, o casi toda, apenas faltándome un par de títulos que pienso saldar en los siguientes meses. Leí sus veinte novelas, sus catorce ensayos, ocho obras de teatro (me faltan leer dos), y de su obra periodística publicada en dos series consecutivas estoy pendiente de leer la última entrega sobre el Perú. Estando de acuerdo en que su trilogía novelística perfecta la conforman La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, me gustaría agregar otras que también me deslumbraron, como La guerra del fin del mundo, El paraíso en la otra esquina y La fiesta del chivo. Con todas las demás he pasado agradables momentos de entretenimiento y diversión, ficciones hechas más para confirmar su vigencia que para decirnos que se había superado a sí mismo.

Pero al igual que su obra de ficción, su obra ensayística es de la misma manera deslumbrante, sobre todo títulos como Historia de un deicidio, un enjundioso estudio de la obra de Gabriel García Márquez; La orgía perpetua, un canto de celebración de Gustave Flaubert, el escritor más admirado del peruano; La utopía arcaica, una polémica aproximación a la obra de nuestro entrañable José María Arguedas; La civilización del espectáculo, una visión panorámica de la cultura de nuestra época; y La llamada de la tribu, un balance intelectual con los autores que más lo han influido en su segunda etapa creativa. Asimismo, están los espléndidos ensayos dedicados a Víctor Hugo, La tentación de lo imposible; a Juan Carlos Onetti, El viaje a la ficción, y Medio siglo con Borges, sobre sus encuentros con el maestro argentino.

Pero hay una faceta del escribidor que es más discutible por sus vaivenes o sus rupturas, un camino que tal vez personalmente él lo haya vivido con una propia coherencia intelectual, sin embargo, no se puede soslayar esa evolución política desde posiciones progresistas en los años 50 y 60, que son sus años universitarios y los primeros de sus escarceos literarios, hasta posturas neoliberales que lo acercaban a personajes bastante cuestionables en los últimos cincuenta años. Cuando rompe con la izquierda latinoamericana a comienzos de los 70 a raíz del caso Padilla en Cuba, y con su simultáneo alejamiento y crítica de la revolución cubana, quizá el acontecimiento axial de la lucha revolucionaria en nuestro subcontinente, su evolución será cada vez más acentuada hacia sectores que siempre han estado ligados a la clase dirigente y opresora de un mundo tan cambiante, pero que a la vez no admitía dudas de lo que significaba cada quien según la posición que tomara frente a ello.

Fue una gran decepción, por ejemplo, que aquí en el Perú terminara llamando a votar por la candidata que era la heredera política del dictador al que tanto combatió desde el momento en que su gobierno viró hacia la autocracia y el autoritarismo. O que en el mundo europeo cantara loores a la señora Margaret Thatcher, la más conspicua representante de la clase conservadora y de una derecha sorda y ciega a los reclamos y expectativas de la clase obrera de su país y abanderada de las políticas económicas que implementara en su momento nada menos que Augusto Pinochet en los durísimos años de una de las dictaduras más sangrientas del siglo XX. Una cosa puede ser el desencanto con un movimiento que terminó naufragando por múltiples factores históricos y otro que ese hecho lo empuje a uno a denostar de los sectores políticos que siempre estuvieron de lado de las mayorías empobrecidas de América Latina. Fue precisamente el motivo de sus desencuentros con escritores e intelectuales que fueron más coherentes con su papel como García Márquez y Julio Cortázar.

Desde que tengo noción de la realidad de nuestros países, casi nunca coincidí con los puntos de vista que adoptaba Vargas Llosa ante los diversos acontecimientos del Perú y del mundo. Por ejemplo, cuando presidió la famosa comisión investigadora de los luctuosos sucesos de Uchuraccay en 1983, donde ocho periodistas y un guía fueron asesinados salvajemente en esa comunidad iquichana, las conclusiones a las que llegó no parecían estar de acuerdo con los hechos, sino con una visión preconcebida de los pueblos andinos y su manera de actuar en el centro de una sociedad que ha tendido a alejarlos y a situarlos en los márgenes de la vida nacional.

Y cuando fue candidato presidencial en el año 1990, encabezando el Frente Democrático Nacional (Fredemo), no voté por él, por supuesto, por su alianza ya evidente con los sectores conservadores que representaban los partidos políticos Acción Popular (AP) y el Partido Popular Cristiano (PPC). El giro se fue acentuando en los años finales de ese siglo y se definió de manera clara en el presente siglo, tomando posturas totalmente ajenas a las exigencias más urgentes y clamorosas de una ciudadanía, de un pueblo, que jamás pudo comulgar con las ideas liberales o neoliberales que defendían aquellas agrupaciones políticas. Y en el ámbito latinoamericano, sus llamados a votar por candidatos de la derecha o extrema derecha como José Antonio Kast en Chile y Javier Milei en Argentina, terminaron por alinearlo con esos bandos opuestos al sentir más íntimo de nuestros pueblos.

En paralelo, sin embargo, seguí disfrutando de sus libros, unos más que otros, pues desde ese primerizo contacto con su nombre y obra allá por mis años escolares, Mario Vargas Llosa fue una presencia constante, para bien y para mal, de mi propia actividad intelectual y literaria. Jamás podré desconocer los momentos, las horas, de infinito placer, que me procuraron la lectura de sus novelas y sus ensayos, siempre preñados de revelaciones sorprendentes y de una prosa soberbia y espléndida, una de las plumas más sobresalientes de la lengua española.

 


Lima, 2 de mayo de 2025.

La mirada de Pérez Galdós

 

El último libro de ensayos que Mario Vargas Llosa dedica a un autor contemporáneo es La mirada quieta (Alfaguara, 2022), consagrada a un estudio completo de la obra del escritor español Benito Pérez Galdós. Con motivo del centenario de la muerte del creador canario, conmemorada en el año 2020, se produjo un ardoroso debate entre los intelectuales, escritores y periodistas españoles. Como cabeza de un bando estaba Antonio Muñoz Molina, conspicuo defensor del legado del novelista; y en el otro, nada menos que Javier Cercas, quien no ocultaba su disgusto con la prosa del autor de Fortunata y Jacinta. La discusión se centraba sobre si Pérez Galdós había sido un gran escritor o no.

Terció en la polémica el autor peruano-español, con un artículo que publicó en el diario El País de España, y luego con este libro lanzado dos años después donde demuestra con profusión de argumentos y ejemplos el porqué se alineó desde el primer momento con el primero de los bandos, lamentando que un autor que le parecía notable como Cercas pensara de manera contraria. Sin embargo, luego de leer el presente volumen, encuentro no pocos reparos del arequipeño para encumbrar a Pérez Galdós como un novelista a la altura de los grandes demiurgos del siglo XIX europeo, como Balzac, Zola, Dumas, Dickens, Tolstoi y Dostoievski, pero sobre todo de Flaubert, el más admirado por Vargas Llosa.

El primer error o defecto que advierte el Premio Nobel al comentar las novelas del español es que éste no distinguía el papel del narrador en una ficción, enseñanza clave transmitida por Flaubert a todo aquel que quisiera escribir ficciones. La confusión entre la voz del autor, la de los personajes-narradores y la del narrador omnisciente es una constante en la obra del autor canario. Creo que es el más importante reproche del libro. Y así como analiza sus novelas, también lo hace con su teatro y con los Episodios Nacionales, singular construcción de Pérez Galdós a caballo entre la historia y la novela.

También le reprocha que se burle de las corridas de toros, una tradición antiquísima de España. Sin embargo, me parece que lo hace desde su punto de vista de taurófilo convicto, pues para mí ni la tradición ni la supuesta elegancia, ni la alegría, el color y animación de estos espectáculos justifican la cruel muerte de un animal, el sacrificio absurdo de un ser vivo ante la mirada y algarabía de todos. Otro defecto en la prosa galdosiana es su pasión por las “grandes palabras”, una retórica insulsa y grandilocuente que llega hasta la caricatura.

Señala a Doña Perfecta (1876) como su primera gran novela, y a la siguiente, Gloria (1877), como una de las peores. De Marianela (1878) reconoce que es una de las más populares, que es una buena novela a pesar de ciertos deslices hacia el “buenismo” en la caracterización de los personajes. Luego vienen las novelas experimentales: La incógnita (1889) y Realidad (1890), con la misma historia, pero contadas de manera distinta, la primera, en forma de cartas; y la segunda, como un texto teatral. Vargas Llosa las califica como “uno de los mejores éxitos… de su tarea creativa”. Veamos qué dice de las demás novelas.

Torquemada en la hoguera (1889) es “una pequeña obra maestra”, una “joya literaria”. Torquemada en la cruz (1894) es la segunda novela dedicada a este personaje inspirado en el terrible inquisidor Tomás de Torquemada, pero en calidad “queda por debajo de la primera, sobre todo por la innecesaria intromisión moral del autor-narrador”. La tercera, Torquemada en el purgatorio (1894), peca de “excesos retóricos” y es inferior a las anteriores, una de sus más “desmadejadas historias”. La última, Torquemada y San Pedro (1895), es tan mala como las previas, excepto la primera, que es una obra maestra, como ya dijo.

Otra buena novela es La desheredada (1881). De El amigo manso (1882) dice que es una buena novela, a pesar de algunos reparos que le hace, como el ser el personaje algo inverosímil, estar recargada de adjetivos y de “grandes palabras”. Entre 1883 y 1884, Galdós escribe tres novelas de valor desigual: la primera es El doctor Centeno (1883), que más que novela es una crónica o guía de Madrid; luego está Tormento (1884), que es la mejor de las tres, otra historia romántica, típica de la época; y La de Bringas (1884), una secuela de la anterior, pero menor.

Lo prohibido (1885) también es una novela menor, pero bien construida, donde Galdós encuentra la clave del narrador-personaje. De Fortunata y Jacinta (1887) afirma, coincidiendo con el público y la crítica, que es su mejor novela y una de las mejores de la literatura española del siglo XIX, el gran siglo de la novela europea. En cambio, Miau (1888) es una “novelita menor”, mal estructurada y peor narrada, llena de los ripios en que recae a veces Pérez Galdós. La siguiente novela, Ángel Guerra (1891) es notable sólo por la precisa y suntuosa descripción de Toledo, la ciudad que fue la primera capital de España. Hay una cosa que llama la atención de Vargas Llosa, y es que Pérez Galdós no corregía sus novelas, o mejor dicho no tenía segundas o terceras versiones, de ahí el desigual resultado.

Tristana (1892), por el contrario, es una de sus mejores novelas, está muy bien escrita y la historia se sostiene. Nazarín (1895) no recibe ningún juicio crítico del ensayista, aunque debemos colegir que es positivo, por la manera con que la reseña. Tampoco Halma (1895) es juzgada explícitamente, aunque por los argumentos que utiliza se puede deducir que recibe una crítica adversa. Misericordia (1897) es otra buena novela, comprometida socialmente, audaz y lograda, según el juicio del analista. Mientras que El abuelo (1897) es una novela poco lograda, que no funciona debido, sobre todo, a su estructura teatral y a sus excesos retóricos.

Casandra (1905), es otra novela fallida, por la profusión de personajes inverosímiles y por las escenas sobreactuadas, pues también aquí vuelve a usar la estructura teatral. Igualmente, El caballero encantado (1909) es una historia sin pies ni cabeza, al parecer escrita a vuelapluma, por un Pérez Galdós ya casi ciego y a quien le iba mejor en el teatro.

Y precisamente en la segunda parte del libro se ocupa de la producción dramática del autor, empezando por Realidad (1892), que es el primer estreno teatral de Pérez Galdós, con gran éxito adaptando una de sus novelas fallidas. Luego viene La loca de la casa (1893), una obra, dice Vargas Llosa, con más fallas que aciertos, debido a su fatigosa extensión y a la abundancia increíble de personajes. Por el contrario, Gerona (1893), adaptación teatral de una novela del autor, está muy bien hecha, aunque no tuviera mucho éxito ante el público. Luego, La de San Quintín (1894), es una obrita menor, que pasó sin pena ni gloria y donde son visibles, otra vez, las “grandes palabras”.

Así también Los condenados (1894) es una obra que no tiene salvación, por lo enredada y grandilocuente. Enseguida, Voluntad (1895), está muy bien concebida y se deja ver con agrado. Doña Perfecta (1896) es un arreglo teatral de la novela homónima, siendo esta última mucho más crítica con la realidad social de España. De La fiera (1896) dice que no vale gran cosa y que es una “obrita menor”. Pero con Electra (1901) Pérez Galdós acertó, tuvo gran reconocimiento y mereció el éxito que logró. Sin embargo, Alma y vida (1902), es una de las peores obras que escribió Pérez Galdós, falta de autenticidad y enrevesada.

Otra obra comprometida socialmente es Mariucha (1903), aunque un poco larga y necesitada de algunos ajustes. Mejor suerte corrió El abuelo (1905), pues tuvo más aceptación de público y de crítica. Mientras que Bárbara (1905) es una tragicomedia que comienza bien y termina mal, con deficiencias en la escritura, algo larga y enredada. No tuvo éxito de público. Amor y ciencia (1905) es la siguiente comedia, que tiene demás el cuarto acto, pues constituye otra historia. Pedro Nimio (1908) es la primera incursión en el humor del autor español, con resultados muy aceptables. Casandra (1910), al revés, es un intento fracasado más de fundir el teatro y la novela. En este caso particular, el texto teatral funciona mejor que la novela. Zaragoza (1908), drama lírico que trata del heroico levantamiento del pueblo aragonés contra la invasión napoleónica, recibe un juicio positivo.

Continúa Celia en los infiernos (1913), una comedia en cuatro actos, entretenida y amena con una heroína de personaje central, que es Celia, quien pretende solucionar con una fórmula irreal los problemas sociales de España. Otra es Alceste (1914), una tragicomedia en tres actos, muy bien lograda, a pesar de la distancia que tal vez el espectador siente frente al mundo mítico de los dioses griegos. Sigue Sor Simona (1915), un drama en tres actos, con un personaje inquietante entre el cielo y la tierra. Enseguida La razón de la sinrazón (1915), una fábula teatral que nunca fue montada, motivo por el que el comentarista no la reseña. Y El tacaño Salomón (1916), una comedia amena y divertida, expone una idea constante en Galdós: que la caridad cristiana es capaz de superar la pobreza de España.

Santa Juana de Castilla (1918), tragicomedia en tres actos sobre esta figura histórica de la realeza europea, madre de Carlos V. Fue tildada de “loca” por la casi totalidad de la historiografía, pero tratada con gran indulgencia por Galdós. Antón Caballero (1921), obra póstuma que el autor no logró terminar, es una comedia en tres actos refundida por Serafín y Joaquín Álvarez Quintero.

Finaliza con los Episodios Nacionales, conjunto de novelas basadas en la historia de España, cuarenta y seis relatos de desigual calidad literaria, como casi es la comprobación que hacemos al terminar de evaluar toda la producción de Benito Pérez Galdós gracias a la pluma de Mario Vargas Llosa, quien, a pesar de ello, da su voto a favor para considerar al autor español como un gran escritor. Una obra abundante e irregular, como casi es la de todos los creadores en todos los terrenos del arte.

 


Lima, 7 de febrero de 2025.

Viaje al centro del mundo

 

En la cosmovisión de los habitantes del antiguo Perú, cuando los incas dominaban los cuatro lados del mundo, la capital de aquel imperio constituía el centro, razón por la que se refirieron a él como “el ombligo del mundo”, que es al parecer lo que significa la palabra “qosqo”, que en la lengua general o runa simi tiene precisamente ese significado. El término se expresa en castellano como “Cuzco”, según el Inca Garcilaso de la Vega, notable exponente de la cultura mestiza, y según también la explicación que ha dado el profesor Rodolfo Cerrón Palomino, gran estudioso y experto en lenguas andinas del Perú. Sin embargo, ahora se ha impuesto la denominación “Cusco”, lo que ha generado todo un debate en los medios académicos como en los no académicos, discusión que no será materia de este artículo. Particularmente yo me quedo con el uso que le diera el autor de los Comentario Reales.

La nave ha despegado pasados unos minutos de las seis de la mañana, cruzando pronto los prodigiosos Andes sobre una plataforma constante de nubes de las formas más variadas, con algunos velos de niebla en algunos tramos del vuelo. Transcurridos cuarenta minutos los tripulantes nos anuncian que estamos próximos al aterrizaje. A una hora exacta de viaje, el avión sobrevuela la mítica ciudad, desfilando por las ventanillas una ristra de casitas sobre el fondo verde de las montañas, enseguida pisa suelo cuzqueño y nos aprestamos para el descenso. Ya estamos caminando por los pasadizos del aeropuerto Alejandro Velasco Astete. Una vez resueltos los trámites aeroportuarios, enrumbamos al departamento que será nuestra morada por los siguientes nueve días.

La primera mañana de nuestra llegada está nublada, con las calles aún mojadas, signo de que llovió la noche anterior, como nos lo confirma el taxista que, muy amable, nos conduce al apartamento. Luego de dejar los equipajes y de instalarnos en la que será nuestra efímera residencia, salimos a comprar el pan, el café y la leche para el desayuno. El resto del día lo tenemos para un recorrido por el centro histórico. Lo primero que noto de la ciudad es su relieve irregular, que hace que las calles y avenidas se eleven o bajen según el terreno. Calles que a veces son empedradas, en declive y angostas. Tampoco el trazo es regular, pues a partir de la Plaza Mayor, que está más bien en un rincón del espacio urbano, las calles toman rumbos caprichosos, formando como un dédalo curioso de vericuetos que se internan a su antojo por diversos lados. La razón es que, al ser fundada por los españoles, lo hicieron sobre los restos de lo que fue una llaqta inca, con un diseño urbanístico y un estilo arquitectónico totalmente diferentes del que traían los conquistadores. Eso explica también la cantidad de construcciones hispanas sobre las piedras enigmáticas de la antigua ciudad, la asombrosa mixtura de muros donde conviven dos materiales distintos: la piedra y el adobe o el ladrillo, lo que da esa fisonomía única al Cuzco.

El segundo día correspondió una visita al templo del Qoricancha, la famosa edificación del inca Pachacútec, una fastuosa construcción con los muros dorados sobre la que los españoles levantaron la iglesia de Santo Domingo. Alberga el recinto estancias diversas que exhiben objetos religiosos, pinturas de la escuela cuzqueña, artesanía general y las estructuras de lo que fue alguna vez el imponente palacio del gobernante inca. Luego de un merecido almuerzo en el mercado de San Pedro, casi al frente de la iglesia del mismo nombre, el siguiente destino del día fue el afamado barrio de San Blas, otro laberinto de callecitas empinadas atiborradas de tienditas de comercio de todo tipo, que parten de una plazoleta y reptan hacia las alturas. Las escaleras trepan la colina hasta dar con un mirador desde se contempla el Cuzco en toda su extensión, a esa hora ya iluminada por una miríada de lucecitas que refulgen y titilan en el fondo obscuro de la noche.

La tercera jornada constituyó toda una maratónica serie de visitas que comenzó en Sacsayhuamán, pasó por Qenqo, continuó por Pukapukara y terminó en Tambomachay. Las ciclópeas moles que conformaban una fortaleza domina en el primero de ellos. En el segundo, galerías pétreas forman caprichosos pasadizos que se internan en medio de túneles y fosos misteriosos. El tercero funcionó como un centro administrativo de la zona y el cuarto es un increíble sistema de acueductos y canales que poseen un sagrado significado de culto al agua.

El cuarto día estaba reservado para el encuentro con la joya mayor: el Santuario Histórico de Machu Picchu, la soberbia llaqta inca enclavada en una montaña. Pero antes, una vuelta por otra impresionante edificación prehispánica: Ollantaytambo, un lugar de descanso para el soberano que aún conserva sus imponentes terrazas y, como siempre en el Cuzco, las enormes rocas de granito y caliza que los incas acarrearon desde las canteras situadas pasando el río Urubamba o Willka Mayu, como lo conocían los moradores de aquellos tiempos. En cuanto a Machu Picchu, sin duda que es la más formidable muestra del genio y el talento de los arquitectos y constructores de aquella época dorada en que el imperio nacido de estas legendarias tierras lograba su apogeo como civilización. El ferrocarril discurre en paralelo al río Urubamba, que en una hora nos deja en el distrito, donde un bus nos espera para llevarnos a conocer la maravilla a través de una carretera que serpentea la montaña. El grupo es un conjunto de escalinatas, terrazas, recintos, plazoletas, galerías y patios dotados de un profundo simbolismo cosmogónico, engastados en medio de gigantescos apus que los antiguos peruanos catalogaban como deidades tutelares. De regreso, recalamos en Machu Picchu Pueblo, un antiguo poblado de casitas apretujadas en la estrecha quebrada, donde esperamos el tren que nos llevaría otra vez a Ollantaytambo y de allí de vuelta al Cuzco.

La visita a la casa del Inca Garcilaso de la Vega fue una experiencia incontrastable del quinto día. En el local ahora funciona el Museo Regional del Cuzco, con diversas salas que exhiben pintura, artesanía y objetos religiosos. Saber que allí pasó sus años de infancia y primera juventud el hijo del capitán español y de la ñusta inca, me llenó de una emoción incomparable. Más tarde estuvimos en el barrio de San Cristóbal, desde donde baja una callecita muy colorida y vistosa bautizada de los Siete borreguitos, por una leyenda que proviene de la colonia. Además de un muy nutrido comercio, sus muros exhiben macetas pintorescas y faroles que le dan ese atractivo especial.

En el sexto día correspondió realizar el recorrido por el valle sagrado de los incas. La primera parada fue Chinchero, distrito de la provincia vecina de Urubamba, un simpático pueblito de artesanos que posee igualmente importantes restos de construcciones incaicas e inclusive preincaicas. Luego siguió Moray, un bello grupo de terrazas circulares asociado a investigaciones agrícolas. Enseguida recalamos en las salineras de Maras, un sistema natural de renombre donde se cristalizan bloques de sal por acción del sol. Su origen lo envuelve la leyenda de los hermanos Ayar, pues según se dice Ayar Cachi al ser encerrado en una cueva cercana, lloró amargamente su suerte, y que sus lágrimas formaron el río que discurre por las faldas de la quebrada formando los pozos que luego, al secarse, quedaban como bloques de sal. Concluyó la jornada con una visita a Písac, una serie de terrazas escalonadas que causan impresión por su perfección en el dominio de la técnica para aprovechar las colinas como terrenos cultivables.

Al día siguiente, séptimo de nuestra estadía, visitamos tres museos: el del Qoricancha, el de Arte Nativo y el de Arte Contemporáneo. Una excelente ocasión para apreciar el talento, la creatividad y el ímpetu de los artistas peruanos de distintas épocas, demostración de una continuidad en el tiempo de un afán indestructible del ser humano por seguir plasmando la belleza a pesar de las vicisitudes más adversas de la existencia. Allí estaban desde los quipus y cerámica inca, pasando por las fotografías del célebre Martín Chambi, hasta las pinturas de los actuales artistas cuzqueños y los exquisitos mates burilados de un maestro arequipeño.

En el último día de una magnífica semana conociendo el Cuzco, los caminos nos llevaron a Andahuaylillas y a Piquillacta. El primero es un distrito de la provincia de Canchis, donde se halla una de las joyas de la arquitectura barroca andina: la iglesia de San Pedro Apóstol de Andahuaylillas, fundada en el siglo XVI por los jesuitas y conocida como la Capilla Sixtina de América, por la riqueza de sus expresiones artísticas que exornan el interior, una fastuosa exhibición de arte religioso revestido en pan de oro. Y el segundo es un parque arqueológico que conserva los restos de un asentamiento preinca, probablemente huari. Su vasta extensión está formada por muros de piedra, pasadizos, escaleras y galerías que dan cuenta de una llaqta más antigua que la conformación del imperio del Tahuantinsuyo.

Por las calles del Cuzco desfila un gentío heterogéneo, gente de la más variada procedencia, donde se escuchan diversas lenguas cuando uno pasea por la ciudad. Se diría que es una urbe cosmopolita, donde he visto a cada paso más ciudadanos extranjeros que en cualquier otra ciudad del Perú, incluida la capital Lima.

Ha llegado el momento del retorno, con un sentimiento donde se mezclan el regocijo y la nostalgia, por los intensos instantes vividos en tantos lugares mágicos e históricos, y por la despedida inminente de una ciudad que posee un magnetismo singular para cautivar el espíritu de cualquier viajero.

Una anécdota final. Esperando en el aeropuerto la hora del embarque, veo acercarse a una madre con su hija pequeña, la niña se desprende de la mano que la conduce y se encamina hacia mí, me tiende la mano y yo vacilo, no sé si viene a pedirme o entregarme algo, al fin le tiendo la mía y nos fundimos en un apretón de manos. La madre se acerca y me explica que la niña se ha acercado a saludarme porque le ha dicho que yo me parezco a Albert Einstein. Sonrío brevemente, y cuando ambas se alejan, prorrumpimos en sonoras carcajadas mi hijo y yo en los pasadizos concurridos del terminal aéreo.

 


Cuzco, 1 de marzo de 2025.

La bárbara tribu de los Villar

 

Tal vez la más vasta y ambiciosa empresa novelística imaginada por el escritor piurano Miguel Gutiérrez, sea aquella que lleva por título La violencia del tiempo, publicada en 1991 y que, curiosamente, ha pasado casi desapercibida en el panorama general de nuestras letras nacionales, a no ser algunos importantes estudios y menciones y especialistas que percibieron desde el inicio la rotundidad de esa apuesta y la envergadura de su realización.

Al modo de las antiguas sagas familiares, de esas historias que rastrean los entresijos de varias generaciones de hombres y mujeres emparentados por los poderosos lazos de la sangre, como Los Artomonov de Máximo Gorki, o Los Buddenbruck de Thomas Mann, por citar sólo algunos, la novela de Gutiérrez escarba en la suya, mejor dicho, en la de los Villar, a través de cuatro generaciones, avecindados en el mítico pueblo de Congará, que tiene mucho del Macondo garciamarquiano y del Comala rulfiano.

La narración inicia con un largo monólogo de uno de los narradores, quien increpa a su hermano Santos por haberlo sacado del corazón de su padre Cruz Villar, el hijo del fundador de la estirpe, Miguel Villar, un soldado español llegado al norte del Perú para perpetuar su especie con la india Sacramento Chira. Otra voz, la del último descendiente y protagonista central de la historia, Martín Villar, evoca la figura y agonía de su abuelo, Santos Villar. Dos hermanas, Trinidad y Lucero Dioses, son las madres de los numerosos hijos de Cruz Villar, cada uno muy distinto del otro, abarcando entre todos, una gama variopinta de caracteres y personalidades tan disímiles que convocan el interés y la curiosidad del joven Martín.

La agonía y muerte de Santos Villar Dioses, asistido por el padre Azcárate, tenía como telón de fondo la parranda de los Coyuscos, mientras las plañideras hacías su trabajo y la tía Primorosa encantaba con sus divertidos y dementes relatos, confundiendo en una sola persona al padre, al hermano Santos, al otro hermano Inocencio y al hombre blanco que la compró, don Odar Benalcázar León y Seminario.

Otros personajes se van sumando a la trama, como la enigmática Deyanira Urribarri Osejo, mezcla de musa y amor platónico de Martín; o la ciega Gertrudis, esposa de Santos, temible por sus artes ocultos emparentados con la hechicería; o el ciego Orejuela, “el verdadero bardo de la tierra piurana”, narrador oral y oráculo de las venturas y desventuras de los habitantes del pueblo; o Isidoro Villar, el temido bandolero de la región, pesadilla y castigo de los poderosos y oveja negra del clan de los Villar.

Martín Villar está en la Universidad Católica, en medio de los hijos de la más rancia oligarquía limeña, jóvenes de pomposos apellidos y cargados de prejuicios. Los profesores, de filiación ideológica nazi-fascista, como el doctor Ventura Candamo de la Romaña y Sancho-Dávila. Escribe una monografía sobre los Benalcázar León y Seminario para su curso de Preseminario de Historia del Perú. Luego, otra monografía, con el título de Verdadera de la caída y destrucción del Antiguo Perú, que su amigo J.L. somete a un riguroso y rijoso examen en páginas de exaltada discusión histórica. Hay un diálogo extenso entre ambos sobre los escritos de primero. Hablaron de la conquista y sus interesantes personajes: Pizarro, Almagro, Atahualpa, Felipillo, Martinillo y otros.

Visita la casa de los Villar en Congará, ahora habitada por don Asunción Juáres. Luego, buscando las raíces de su estirpe india, llega donde Juan Evangelista Chanduví Mechato, quien le relata en detalle la genealogía de Sacramento Chira. Con el brebaje que ha preparado don Asunción Juáres, el cactus dorado, Martín contempla en una sucesión vertiginosa de imágenes, los sucesos claves de la historia de los miembros de su estirpe. Visiones de los suicidas, por ejemplo, y de los distintos tipos de suicidios.

En su época de estudiante de la Católica, Martín vive en una habitación del antiguo barrio limeña de Matavilela, donde años antes se ahorcara su querida tía Dioselina. Enseguida, acicateado por Deyanira Urribarri, se dedica a investigar la figura de Bauman de Metz, un aventurero que llegó a Piura enarbolando la bandera de la Comuna de París. Hay varias cartas de este extranjero a diferentes personas, relatando los episodios donde fue partícipe en el histórico levantamiento de los comuneros parisinos. Desbroza también algunos elementos ideológicos de su formación política, desde Proudhon hasta Marx, zanjando con Bakunin y otras posiciones radicales.

En otra escena, vemos a Primorosa huir con un artista de circo, luego de haber aceptado a regañadientes su destino de concubina de Odar Benalcázar. Fue su forma de vindicar ese sino ominoso de haber sido vendida por su padre al terrateniente más poderoso de la región. Es, posiblemente, el hecho neurálgico de la novela, la raíz de su epicentro que, según propia versión del narrador, es el episodio de la humillación de Cruz Villar, el abuelo del padre de Martín, es decir, su bisabuelo, a manos de Odar Benalcázar y sus huestes. El blanco y sus lacayos se ensañan con el viejo Villar ante la vista de su mujer, sus hijos y los indios del pueblo. Fue escarnecido, arrastrado con una soga al cuello por la explanada de polvo de la Calle Real.

El otro caso es el del padre Jesús Azcárate, a quien dedica toda la segunda parte del capítulo X. Llegado de la región vasca de España, su extraña presencia en Congará sería motivo de sañudas controversias entre las gentes de la región.

Las confesiones del doctor Augusto Gonzáles Urrutia al padre de Martín Villar, aportan valiosos testimonios de un momento aciago de la historia del país: la guerra con Chile. Siendo aún joven participó como ayudante del doctor Pedro Rubín de Celis en la campaña del sur, viendo de cerca la muerte de su amigo José Agustín Benalcázar luego de la batalla de Tarapacá, y la del propio Rubín de Celis por una bala perdida en medio del jolgorio de ese triunfo pírrico. Igualmente, en sus diarios menciona cómo el pueblo de Congará fue abatido y arrasado por la peste.

Propiamente la novela es la historia de un agravio, el que sufre Cruz Villar, el primer abuelo del narrador, y que está inscrito como un estigma en la memoria entera de los Villar. Es por ello que la indagación de Martín Villar se torna en una empresa existencial por desentrañar los orígenes de su sangre y esa deriva entre siniestra y malhadada de muchos de sus miembros.

 


Lima, 22 de mayo de 2025. 

El infierno de Vallejo

 

El año 2009 el Fondo Editorial del Congreso de la República publicó la novela Vallejo en los infiernos, del escritor norteño Eduardo Gonzáles Viaña, quien venía precedido por una interesante y premiada trayectoria como narrador y periodista, con residencia en los Estados Unidos y profesor de la Universidad de Oregón. Con muchos libros en su haber, se interna en esta ocasión en la vida de nuestro mayor poeta, para recrear los episodios más decisivos de su existencia, como aquel que significó una vivencia central en su devenir humano y artístico.

La novela va tejiendo episodios de la vida del poeta con los versos de sus poemas, datos de su trayectoria existencial, como su nacimiento en Santiago de Chuco, su paso por el Centro Escolar 271, sus estudios en el Colegio Nacional de San Nicolás de Huamachuco y, sobre todo, su reclusión en la cárcel de Trujillo en el año 1920, cuando tenía 28 años, tema principal de la narración. Era el menor de los doce hijos de Francisco de Paula Vallejo Benítez y de María de los Santos Mendoza Gurrionero.

En el colegio de Huamachuco conoce a Humberto Grieve, hijo de un funcionario de las minas de Quiruvilca. Es inevitable pensar en el odiado personaje de su cuento más célebre, “Paco Yunque”, que lleva el mismo nombre en la ficción. Alumno aprovechado y empeñoso, César Vallejo obtenía todos los años cédulas honoríficas -lo que hoy llamamos diplomas- en todos los cursos. Se puede decir que era un alumno brillante, motivo por el cual era mirado con recelo por algunos de sus compañeros. Sin duda que fue la época de donde obtuvo la materia prima para aquel relato que todos los estudiantes del Perú han leído o comentado alguna vez.

En el capítulo 5 –“Soñar con una escuela redonda”- se describe la primera de las grandes injusticias que padecería Vallejo a lo largo de su corta existencia. Es castigado por algo que jamás hizo, el abusivo “capitán” Guerra, encargado de la disciplina del colegio, lo recluye toda una tarde y noche en una alacena del centro educativo. Grieve y su corte lo habían acusado de querer escaparse del plantel. Lo que en realidad sucedió es que el futuro poeta leía al pie de una baranda que daba a la calle, sin ninguna intención de abandonar el lugar; sin embargo, las malas intenciones de una pandilla de gamberros, capitaneada por el hijo de un señor importante de la localidad, lo señaló como su víctima propiciatoria. Vallejo se pasó toda una noche encerrado en ese oscuro rincón hasta la mañana siguiente. Nunca recibió una explicación y nadie pudo hacer nada para esclarecer el asunto.

Posteriormente lo encontramos de ayudante del juez de paz Eleodoro Ayllón. Por un incidente habido con la familia Santa María, un oficialillo de apellido Dubois, buscando su ascenso, encara a Vallejo por su actitud en la detención de Santiago Castillo, el ex ciego y ahora trabajador minero, a quien el joven poeta conocía desde su pueblo natal, donde oficiaba de campanero. Había sido acusado de participar en una asonada. Tendría un fin terrible, asesinado por órdenes de este alférez, sirviente interesado de los poderosos de la región.

También está narrado su encuentro con Rita, la de junco y capulí, su única noche en una posada de la hacienda Menocucho y su separación definitiva, pues los padres de ella harían todo lo imposible por distanciarlos. Vallejo emprende el viaje a Trujillo en 1913, donde trabajará en la hacienda azucarera Roma. La visión del trabajo de los peones marcaría su vida. Luego ingresa, o se matricula, en la Universidad de Trujillo. Allí conoce a Víctor Raúl Haya de la Torre y a Antenor Orrego, líder de la que sería la Bohemia de Trujillo, un grupo selecto de jóvenes con inquietudes artísticas e intelectuales, con quienes comparte Vallejo esos años de formación. Allí estaban, entre otros, Alcides Spelucín, Macedonio de la Torre, Julio Garrido Malaver y Carlos Valderrama.

Luego se narra su encuentro con María Sandoval, sus escarceos amorosos con esta joven encargada de la biblioteca de la Liga de Artesanos de Trujillo. Esta María sería aquella de los famosos versos “tú no tienes Marías que se van”, porque efectivamente ella se fue un buen día, era algo menor que César y constituye su segunda experiencia fallida en estos menesteres.

Es entonces que conoce a María Rosa Cuadra, una niña de 15 años que irrumpe en su vida cuando la ve en una exposición de Macedonio de la Torre. La coquetería y las veleidades de esta jovencita le darían otro dolor de cabeza a Vallejo, quien cree que ha nacido con mala estrella para el amor. Y así, tropiezo tras tropiezo se va encaminando hacia el momento axial en que es enviado a la cárcel por un incidente en que simplemente fungió de testigo. La gente de Santiago, llena de ira, arremetió contra los culpables de los abusos que se cometían contra los trabajadores de las haciendas y, en un acto que se precipitó por acción de las circunstancias, prendieron fuego a la casa de la familia Santa María, la más conspicua de la ciudad.

En todos estos episodios, la figura del alférez Carlos Dubois, la némesis de Vallejo, estaba presente de algún modo. Pero lo que desata la acusación increíble contra el poeta es un hecho sangriento: el crimen de Margarita Calderón, una pastora de Santiago. El alférez es el asesino. Una trama urdida por el todopoderoso Carlos Santa María y Dubois fue el inicio de la coartada para asesinar a las autoridades del pueblo, entre ellos el alcalde y el subprefecto. Fracasó inicialmente por la intervención de un hombre de la ciudad, el negro Lozada, y por el crimen de Antonio Ciudad, amigo de Vallejo.

El poeta se refugia varios meses en las casas de Antenor Orrego y del doctor Andrés Ciudad, hermano de su amigo asesinado. Pero luego es apresado finalmente y envuelto en un amañado proceso que lo mantiene tras los barrotes por varios meses. Aquí conoce a un músico que toca la armónica, quien interpretando piezas de Bach logra amansar milagrosamente a los criminales. Sus amigos se mueven en todas direcciones buscando su liberación, hasta que después de más de cuatro meses el abogado Carlos Godoy consigue el auto de libertad para César Vallejo.

La presión de sus amigos, la solidaridad de las asociaciones de estudiantes y de otras organizaciones gremiales lograron su objetivo. Ya libre, Vallejo se entera de la cruel muerte sufrida por Dubois, ahorcado en las cercanías de Huamachuco. Pero es una libertad condicional la que ha sacado al poeta de la cárcel, es decir, el juicio sigue abierto, y en cualquier momento volverá a reabrirse cuando los interesados lo decidan y terminen hundiendo definitivamente a quien sabían les había plantado cara siempre ante sus iniquidades y latrocinios.

Vallejo fue liberado el 26 de febrero de 1921. El 18 de marzo del mismo año partió para Lima desde el puerto de Salaverry. El 17 de junio de 1923 se embarcó a Francia. Lo que sucedió es que el sobrino de Antenor Orrego, Julio Gálvez Orrego, había conseguido un boleto en barco para Europa para su tío, en la mira de las fuerzas de seguridad por su apoyo a Vallejo y por su voz disidente en una época difícil. Sin embargo, Antenor decidió que ese boleto en primera clase lo cambiase por dos de segunda para que quienes se fueran sean César Vallejo y Julio, pues pensaba que ambos corrían más peligro que él. El caso de Vallejo estaba suspendido, y en cualquier momento podía ser reactivado por los numerosos enemigos que se había granjeado entre los ricos y poderosos de la región.

Es así que, al partir para Europa, llegando a España primero y luego a Francia, donde fijaría su residencia permanente, lo haría con la amenaza de que, si regresaba alguna vez al Perú, tal vez podría ir directamente a la cárcel otra vez, y ahora sí de manera definitiva. Estaba acusado de incendiario por su presunta participación en los sucesos de la casa de los Santa María, situación que era totalmente falsa. Y esa es la razón verdadera por la que nuestro gran poeta se quedó en París hasta el fin de sus días, e incluso su viuda Georgette jamás quiso que sus restos fueran repatriados al Perú, como era el deseo de un grupo de peruanos al cumplirse el centenario del nacimiento del poeta.

Entrañable novela la que ha escrito Gonzáles Viaña, reviviendo los días y tormentos de un peruano universal, acercándonos a su más recóndita intimidad, a través del recurso de la memoria y de la ficción.

 


Lima, 26 de julio de 2025.

Un canto de cisne

 

Durante más de medio año ha aguardado pacientemente en los anaqueles de mi biblioteca la última novela escrita por Paul Auster, el querido escritor estadounidense que nos dejó el año pasado, después de anunciarse que padecía cáncer. Se trata de Baumgartner (Seix Barral, 2024), una espléndida historia que constituye el canto de cisne de un narrador que ha dejado numerosas obras, celebradas por la crítica y el público lector, y que le valieron en su momento ser propuesto para el Premio Nobel de Literatura.

La he leído con gran interés, atrapado por la sugestiva prosa y el estilo llano y fluido de Auster. Baumgartner es un veterano profesor de filosofía ya retirado. Escribe una monografía sobre Kierkegaard. De pronto, una sucesión de accidentes caseros lo llevan a un momento en que tiende su mirada hacia el pasado y empieza a recordar diversos episodios de su vida, como cuando conoció a Anna, una estudiante de 18 años de su barrio, en una tienda de utensilios de cocina, y con quien terminaría casándose. Recuerda su muerte, hace como diez años, en un paseo a la playa y mientras se internaba en el mar para desafiar una ola.

Experimenta lo que él llama el “síndrome del miembro fantasma”, una condición médica que le interesa investigar a raíz del accidente sufrido por el padre de la persona que le ayuda en los quehaceres domésticos, Rosita, quien le ha llamado diciéndole que hoy no podrá acudir a cumplir sus obligaciones por dicho suceso trágico. El hombre ha perdido dos dedos realizando sus labores manuales. El hecho le sirve a Baumgartner de metáfora perfecta para explicarse asuntos más personales y emocionales en relación con la pérdida. Lleva, por ejemplo, al caso de la muerte de un ser querido, cuya presencia podemos sentir en nosotros aun después de pasado el tiempo.

Anna Blume era también una escritora como el marido. Había dejado una cantidad significativa de material escrito en su escritorio. Baumgartner decido revisar algunos documentos como una forma de mantener el contacto con quien ha estado unido por cerca de cuarenta años. Entre los textos hay relatos autobiográficos que repasan sucesos del pasado de Anna que él conocía en general, pero no en los detalles que ahora le resultan reveladores.

Mientras tanto, Baumgartner vive la posibilidad de un segundo matrimonio con Judith Feuer, diecisiete años menor. Ella es profesora de Cinematografía en Princeton, cuyo esposo se acaba de fugar a Nuevo México con una agente inmobiliaria de su barrio. Judith era muy buena amiga de Anna, por lo que ya había compartido momentos y circunstancias con nuestro protagonista. Se esperanza en esta relación, tratando de recuperar el equilibrio después de todos esos años de soledad, pues no ha tenido hijos y vive consagrado a su producción intelectual, como que tiene en preparación un trabajo sobre Merleau-Ponty.

Este profesor de filosofía lleva el nombre de Seymour Tecumseh Baumgartner, o simplemente S. T. Baumgartner, Sy para sus amigos. Cuando muere su padre, descubre a los diecisiete años, el por qué de su segundo nombre, que provenía del que llevaba un jefe Shawnee. La narración transcurre, como ya dije, con una fluidez, dinamismo, soltura y calidez admirables, como debe ser toda buena lectura, dejando en el lector resabios de reflexión y memoria, evocación y sabiduría que se encarnan en el meollo mismo del alma.

Sin embargo, volviendo a la historia, la respuesta de Judith a su propuesta de matrimonio, sume en la decepción a Baumgartner, a pesar de que ambos se quieren y de que ella le ha asegurado que su amor es verdadero. Pesan, sin duda, las recientes experiencias que ha vivido, así como naturales resistencias de fondo, para que ella adopte una postura con mucha cautela, dejando para más adelante una decisión en ese sentido.

Cuando el protagonista regresa a su casa, luego de ese momento desagradable, se siente en su escritorio y escribe un relato corto que expresa los sentimientos que lo embargan. Enseguida, en su jardín, se entrega a evocar las vidas de sus padres y de sus abuelos, recordando la vez que estuvo en la ciudad ucraniana de Ivano-Frankivsk, donde había nacido su abuelo materno, de quien su madre casi nunca le había hablado. Pero sobre todo recuerda la azarosa y ejemplar vida de Ruth Auster, su madre, que se crio con su tío Joseph después que murió su padre y fue abandonada por su madre.

Evocación, ternura, suspenso, son algunos de los ingredientes con los que Paul Auster ha tramado esta hermosa novela con un final abierto que da mucho para la imaginación. Podemos conjeturar lo que pasaría en la vida de Baumgartner con la llegada a su casa de Beatrix Coen, Bebe, una brillante estudiante, licenciada en Literatura, que ha decidido escribir una tesis sobre la obra de Anna Blume, la desaparecida esposa del personaje principal. Mientras tanto, él se prepara para el gran recibimiento que espera brindarle, pero en la ansiedad y el nerviosismo de la espera, cuando apenas faltan unas horas para su arribo, sufre un contratiempo al salir con su auto y aventurarse por las afueras de la ciudad y estrellar su auto contra un árbol.

La esperanza, la pérdida, la tragedia, la memoria, son los temas que presiden esta preciosa historia que discurre con gran suavidad, penetrando en nuestros afectos y recuerdos personales con el aleteo de un fuego entrañable. Un hombre en el último periodo de su vida, con el tiempo limitado que prevé le queda para cumplir algunas tareas pendientes, sólo puede despertar nuestra adhesión y solidaridad antes los últimos reveses que acompañan la vida de todos los seres humanos. Una lectura imprescindible.

 


Lima, 5 de agosto de 2025.