Varios son los asuntos que motivan una
reflexión, a modo de balance, del fin de un año que ha tenido muchos
sobresaltos en nuestra vida política nacional. Son temas que pertenecen más al
ámbito social, pero cuya incidencia también comprometen a las autoridades porque
son las indicadas para liderar las acciones y los cambios que requerimos para
construir una sociedad más empática y armónica. Y es curioso que se presenten
por estas fechas, como si el azar o algún designio desconocido quisieran mostrarnos en toda su crudeza esas lacras que
todavía laceran el entramado de la convivencia ciudadana.
A mediados de este mes un hecho lamentable
conmocionó a la población. Un par de jóvenes trabajadores de una conocida
cadena internacional de comida rápida, murieron electrocutados porque las
condiciones en que laboraban en horas de la madrugada no eran para nada las más
adecuadas. No tenían los implementos necesarios para cumplir su tarea, las
instalaciones del local estaban en pésimas condiciones, y eran explotados en un
régimen de trabajo que exigía más horas de las que la ley señala como máximo
según las normas laborales reconocidas por la OIT. Además, al hecho en sí ya
doloroso de que dos familias de origen humilde pierdan a sus seres queridos de
esta manera, se suma la indiferencia, la indolencia de una empresa que jamás
demostró una solidaridad y un acompañamiento efectivo en ese duro trance
familiar. Asumieron un mínimo aporte para los gastos del sepelio, emitieron un
desangelado comunicado público donde llamaban “colaboradores” a los fallecidos
y jamás se acercaron a presentar sus condolencias a sus familiares. Las
autoridades respectivas dispusieron el cierre del local, cuando lo lógico
hubiera sido que, cumpliendo sus responsabilidades, verifiquen antes los
ambientes donde funciona dicho restaurante, para detectar a tiempo cualquier
irregularidad que ponga en peligro la vida de sus trabajadores y del público en
general.
Poco después, a pocos días de la celebración de la Navidad, mientras la
gente ultimaba sus preparativos para la fiesta cristiana –donde por cierto
prevalece un afán de consumo desaforado, tema para otro artículo–, un espantoso
crimen despierta a la ciudad la madrugada del domingo 22 con los detalles más
espeluznantes que cualquier película de terror pueda exhibir. Un hombre de 28
años, Juan Huaripata Rosales, ataca con un cuchillo a la mujer que es madre de
sus hijos, la emprende contra estos que salen a defenderla, los deja malheridos
y prende fuego a la vivienda para emprender la fuga, mientras ellos agonizan en
medio de una sangrienta y macabra escena de horror. Siendo las tres y cuarenta
de la madrugada los vecinos habían advertido los gritos y las llamadas de
auxilio desde el departamento, intentaron infructuosamente ayudar tratando de
forzar la puerta, llamaron a la policía varias veces, y a pesar de que el
puesto de la comisaría San Cayetano de El Agustino queda a apenas 150 metros de
los hechos, los efectivos no llegaron sino después de una hora de lo sucedido,
en un caso más de injustificable negligencia, de inexplicable y cruel indiferencia,
de mortal indolencia. El asesino fue aprehendido por un grupo de muchachos que
lo vieron corriendo a esas horas con un cuchillo en la mano. El ministro del
Interior ha dispuesto el relevo de los 34 policías integrantes de la delegación
para iniciar las investigaciones del caso; en tanto que la Fiscalía va a acusar
a los seis oficiales a cargo del puesto por grave omisión a sus obligaciones de
función, conducta contemplada como punible en la legislación vigente. Hay tres
niños muertos, otro herido que se recupera en un hospital, y Jessica Tejeda
Huayanay, la madre de 34 años, pasa a engrosar la trágica lista de las 165
víctimas de feminicidio de este año en el Perú, un triste e indignante récord.
Finalmente, una mala costumbre instalada
desde hace cierto tiempo en la población todavía se resiste a desaparecer entre
los hábitos fiesteros de cada fin año. Se trata del uso indiscriminado y
abusivo de los cohetes y juegos pirotécnicos, esos artefactos explosivos que
proliferan hasta el espanto en todos los barrios de la ciudad, diversión
favorita de gente de toda edad, especialmente de los más jóvenes, que no dudan
un instante en adquirir los artilugios de marras para reventarlos en la ocasión
que mejor les indique su capricho, adquiriendo dimensiones colosales en los
minutos previos y posteriores a la medianoche del 24 y del 31 del mes,
anunciando de esta manera estrepitosa la llegada de la Navidad y la del Año
Nuevo, respectivamente. No sé en qué momento esto se hizo común a nivel
nacional, a pesar de las serias advertencias de las autoridades sobre el
peligro que ellas entrañan, sobre todo si son manipulados por los más pequeños,
y a pesar también de las numerosas tragedias experimentadas a lo largo de estos
años con voladuras de dedos, amputaciones de brazos y piernas, cegueras
repentinas y otros accidentes sufridos por personas de toda edad, realidad que
increíblemente no ha hecho desistir a sus pertinaces usuarios. Los mercadillos
ilegales de pirotécnicos pululan a diestra y siniestra en diferentes puntos de la
capital, multiplicando terriblemente su potencial amenaza a la salud y a la seguridad
públicas. Y si a esto le agregamos el malestar inaudito que ocasionan a las
personas con sensibilidad aguzada, a los animales en general –perros, gatos,
aves y demás mascotas–, más el daño irreversible al medio ambiente, en un
momento crucial para la humanidad en que fracasan cada año las cumbres
ambientales por la falta de compromiso efectivo de los mayores contaminadores
del planeta, la situación se torna verdaderamente dramática.
Así pues, un mismo hilo conductor atraviesa
por todos estos motivos que marcan distintos signos de una actitud humana que
le está haciendo muchísimo mal a las sociedades, la desidia como forma de
enfrentar los conflictos cotidianos, la abulia elevada a la categoría de
política general de la administración pública, la indolencia como suprema
deidad que define una conducta que está socavando los principios fundamentales
de la empatía, la solidaridad y el bien común que todos requerimos para
edificar una auténtica comunidad civilizada.
Lima,
27 de diciembre de 2019.