El año que se acaba siempre es un pretexto para realizar un balance de nuestras vidas, de aquello que hicimos o dejamos de hacer a lo largo de estos 365 días que han transcurrido de modo vertiginoso y extraordinario para todos quienes habitamos este planeta. La llegada, como siempre inesperada, de una situación de emergencia sanitaria, que ha puesto nuevamente al mundo de rodillas, nos ha obligado a replantear algunos principios o postulados que dábamos por descontados en el ritmo ordinario de nuestras existencias. Y a pesar de que una fecha no es sino un signo convencional que el ser humano ha inventado para encasillar el tiempo, un símbolo que nos da la sensación de un final y de un comienzo a la vez, un ritual que cíclicamente repetimos como una forma de reinventarnos, sabemos perfectamente que el río heraclitano es un continuo fluir sin diques ni exclusas, que el transcurrir cósmico no sabe de fronteras ni límites, y que el tiempo no puede dejarse atrapar en compartimentos estancos que podemos utilizar a nuestro antojo.
Sin embargo, nos agrada que una porción de
ese tiempo ilimitado e infinito lo podamos cercenar y encapsular en una burbuja
que llamamos pasado, con el optimista fin de que al separarlo de nuestro
presente, o dejarlo atrás en un momento determinado, tengamos la posibilidad de
construir otra vez el camino de nuestras vidas, o reconstruir aquello que
resultó un intento fallido, ya sea por razones propias o por causas externas
que nos sobrevienen en este azar interminable que es el signo esencial de la existencia humana. Y es
en ese sentido que al finalizar este extraño e increíble año 2020, que para
muchos es sencillamente el peor año de sus vidas, lo menos que podemos desear
es que el siguiente sea no sólo diferente, sino mejor en todos los sentidos. La
sensación que compartimos casi todos es que este año la muerte ha sido una
presencia constante de cada día, una imagen que llevamos grabada por los
múltiples casos que hemos visto en el mundo entero a raíz de la pandemia, una
realidad palpable por los familiares y amigos que han perdido la vida contaminados
por la peste, y sumado a ello la cantidad de figuras del mundo del arte, el
pensamiento, el deporte, la política que han sucumbido por lo mismo o por
diversos otros motivos.
Pero para que el año próximo sea mejor es
indispensable que nosotros también seamos mejores, y eso es precisamente
aquello que no vemos en la mayoría de los seres humanos y la forma cómo
afrontan una realidad tan dramática como ésta. Pareciera que muchos ya se han
dado por vencidos, o que sencillamente les importa muy poco o nada el destino
común de la sociedad, pues de cada uno de nosotros depende justamente el
triunfo o la derrota en una batalla que libramos en provecho de todos. La
indiferencia, el cansancio, la negligencia, la ignorancia, son las armas que el
virus utiliza para asestarnos su ataque mortal, y son las armas que
paradójicamente nosotros mismos hemos entregado al enemigo. La llegada del fin
de año y las festividades que lo acompañan, han dado lugar a que mucha gente se
olvide de la realidad que nos aqueja y ha salido a las calles, los centros
comerciales y los centros de diversión y esparcimiento en general como si
viviéramos en una situación ordinaria, tal como años anteriores. Es increíble
la actitud de esas personas, es incomprensible la necedad que guía su conducta,
incapaces de experimentar un mínimo sentimiento de empatía y solidaridad frente
a la tragedia que nos rodea.
Es por ello que no necesariamente el nuevo
año acarreará automáticamente una situación diferente, pues el tiempo no se
deja maniatar en porciones de días que acumulamos y luego tiramos. No podemos
ser ilusos y pensar que al trasponer el umbral de la medianoche del 31 de
diciembre ya estaremos instalados en otro mundo. Esta realidad no se va, y no
se irá mientras la irresponsabilidad de tantos nos resta fuerzas para vencer a
uno de los más grandes desafíos de los últimos tiempos. Nuestro deber es seguir
imbatibles resistiendo un ataque que no es ningún juego. Además, no sabemos qué
otras amenazas nos aguardan en la oscuridad de un futuro que por ahora
vislumbramos sombrío.
Suele decirse que la filosofía no es sino
una larga meditatio mortis, al ser el
problema de la muerte uno de los temas más cruciales del pensar filosófico, un
asunto que ha planteado muchas interrogantes y pocas respuestas, numerosos
misterios y enigmas que la humanidad no ha podido sondear a cabalidad. Hay
quien pensaba justamente, como Schopenhauer, que la muerte después de todo no
es la desgracia más grande que puede experimentar el hombre, pues al ser la
vida un constante vaivén entre el dolor y el aburrimiento, el fin de la misma
debería ser visto como una liberación, y que la inexistencia es preferible a la
existencia. Morir sería como despertar de un sueño poblado de horrendas
pesadillas para reintegrarnos al cálido seno de la naturaleza.
Por todo ello el deseo más ferviente que
puedo abrigar para el siguiente periodo de tiempo, al que llamaremos 2021, es
que tengamos no felicidad, como es la aspiración abstracta de todos, sino una
tranquilidad de ánimo que es en verdad el bien más preciado de la vida. También
en eso poseía gran clarividencia y tanta verdad el «Buda de Frankfurt».
Lima, 31 de diciembre de 2020.