En el año 1912, el escritor, historiador y político peruano José de la Riva Agüero y Osma (1885-1944), decide emprender un viaje hacia la sierra del Perú, a contrapelo de muchos de sus contemporáneos que preferían por esos tiempos visitar las grandes ciudades europeas, especialmente París, Londres o Viena. Su instinto de historiador, de hombre preocupado por rastrear los orígenes de nuestra identidad, lo impulsan a sumergirse en el conocimiento de la cuna de nuestra cultura y civilización, para lo cual fija un itinerario que partiendo del Cuzco, la mítica ciudad imperial de los Incas, terminaría en Huancayo, la pujante urbe andina que desde el valle del Mantaro se perfilaba como un núcleo de crecimiento y desarrollo económico en la sierra central del Perú. El recorrido se prolonga hasta 1915, sorteando todo tipo de dificultades que imponía la naturaleza y la época, ante la ausencia de modernas vías y carreteras en un medio geográfico inhóspito y desafiante.
La expedición viajera parte, como ya dije, desde el Cuzco, a
lomo de mulas y caballos, en dirección noroeste. Lo singular del relato de Riva
Agüero es que está matizado de comentarios y recuerdos históricos, de
referencias bibliográficas y hasta de alusiones míticas, merced a la gran
cultura que poseía el autor. En un lenguaje de una riqueza sorprendente, con un
estilo barroco pleno de figuras literarias, nos presenta los escenarios, los
paisajes y los personajes con los cuales se va cruzando a lo largo de su
travesía. En cada lugar en que se detiene, contempla el entorno con ojos
renovados de sorpresa y curiosidad, como tratando de desentrañar los misterios
que esconden las cordilleras y los valles, los ríos y las breñas, la vegetación
y el clima. Su descripción de los pueblos y ciudades que atraviesa es
descarnada y poco complaciente, por ejemplo cuando está frente a la vetusta
iglesia de una placita pueblerina. En paralelo, cada parada le trae a la
memoria algún episodio de nuestro pasado, ya sea de los tiempos prehispánicos,
coloniales o republicanos, como cuando ante la pampa de Quinua, en Ayacucho,
evoca la intensa jornada bélica que enfrentó a patriotas y realistas ese
memorable 9 de diciembre de 1824.
El contraste de un viaje como el de Riva Agüero, cuyo
testimonio son los manuscritos que recién se publicaron en 1955 con el título
de Paisajes peruanos, con prólogo de
Raúl Porras Barrenechea, no puede ser más evidente con el de tantos viajeros de
estos tiempos que atiborran los aeropuertos y pululan por todos los rincones
del planeta arrastrados por la vorágine de la industria del turismo. Las cifras
son alarmantes, millones de vuelos anuales cruzan los aires transportando otros
tantos visitantes fortuitos que ansían pisar con sus propios pies y mirar con
sus propios ojos los espacios y los lugares que la historia y la cultura han
dotado de algún significado trascendente, posando luego frente a ellos para
registrar en las cámaras fotográficas de sus aparatos móviles el instante
preciso en que fueron partícipes de ese momento único e intransferible de sus
vidas. Por supuesto que tienen todo el derecho de hacerlo, no hay por qué poner
en tela de juicio sus deseos personales, salvo el único reparo de orden
medioambiental y de salvaguarda del
patrimonio histórico que se le pueda hacer.
Si bien es cierto que la ruta seguida por el autor se cifra en el nombre de las
principales ciudades de su recorrido, como Cuzco, Abancay, Ayacucho,
Huancavelica, Huancayo y Lima, no se pueden olvidar los innumerables caseríos,
villorrios y pequeños centros poblados incrustados en la trayectoria audaz y
decisiva del autor, donde se detuvo muchas veces a comer lo que los campesinos
de la zona ofrecían a los viajeros, o a dormir y pasar la noche en las punas
desoladas y silenciosas de los Andes, porque la hora o las vicisitudes del
clima ya no hacía posible seguir el camino. Recuerdo la magnífica pintura que
logra Riva Agüero de un amanecer en las alturas de nuestro país, ribeteado de
colores líricos y en una efusión de profunda y entrañable consustanciación con
el medio; o la imagen poética de una noche serrana, tachonada de estrellas y
presidida por un sosiego cósmico imposible de hallar en las urbes modernas
donde nos hemos apiñado los hombres y las mujeres en busca de un supuesto
porvenir de progreso y desarrollo. Creo que es hora de pensar en volver al
campo, no en un manido regreso a la naturaleza, como decían los filósofos
naturalistas y los poetas románticos, sino en un ascenso hacia ella, tal como
la planteara en bellísimas páginas de honda meditación ese pensador
extraordinario que fue Friedrich Nietzsche.
Hay una gran tradición de libros de viajes, desde los textos canónicos de Marco Polo, Colón o Cortés, pasando por los que escribieran los grandes cronistas de la colonia o los viajeros europeos de los siglos XVII, XVIII y XIX, hasta los contemporáneos del siglo XX que han continuado esa huella. El de Riva Agüero es tal vez uno de los más representativos del género, pues además de la riqueza de las fuentes que emplea para profundizar su visión, está el enorme talento narrativo que lo hace posible, en un lenguaje enjoyado que entrega al lector el regalo maravilloso de una contemplación única de una parte del Perú que muchas veces se ha ignorado, otras se ha ninguneado y no pocas se ha despreciado. No son ajenas a Riva Agüero las reflexiones sociales sobre el destino de los seres que habitan esas regiones, preferentemente hombres y mujeres de ascendencia indígena, los pobladores originarios de esas tierras. Afirma tajantemente que «la suerte del Perú es inseparable de la del indio, pues se hunde o se redime con él, pero no le es dado abandonarlo sin suicidarse».