domingo, 1 de diciembre de 2024

Viajes de palabras

 

Hace exactamente treinta años fallecía en Lima el entrañable escritor Julio Ramón Ribeyro, después de su retorno definitivo al Perú, luego de haber residido largos años en París, donde ocupó importantes cargos diplomáticos en la Unesco como representante del país. Autor de una valiosa colección de cuentos agrupados bajo el título de La palabra del mudo, de tres novelas inquietantes -Los geniecillos dominicales, Crónica de San Gabriel y Cambio de guardia- y de inclasificables textos de aforismos reunidos en los volúmenes Prosas apátridas y Dichos de Luder, así como agudos análisis de crítica literaria en La caza sutil y de un voluminoso libro de memorias que ha denominado de modo insólito como La tentación del fracaso, aparte de un par de obras de teatro -Santiago, el pajarero y Atusparia-, ha cimentado su prestigio literario con una trayectoria insobornable y una vocación plena volcada a la escritura con una modestia y una discreción admirables.

Sin embargo, cuando ya todos pensábamos que todo lo publicado por el autor era lo que figuraba en los catálogos de librerías y bibliotecas, nos sorprende este año el lanzamiento de un volumen que recoge cinco cuentos inéditos hallados por el acucioso investigador, y su biógrafo casi oficial, Jorge Coaguila, hallados entre los papeles de su casa de París, resguardados celosamente por su viuda hasta ahora. Con el título de Invitación al viaje y otros cuentos inéditos (Alfaguara, 2024), se completaría la obra total del eximio cuentista. Si bien los relatos mantienen el estilo y el sello característicos del autor, siempre es una novedad recorrer otros paisajes y otras circunstancias nacidas de la pluma maestra de este creador formidable. Veamos cada uno de los relatos.

En el primero de ellos, que da título al volumen, predomina una atmósfera similar al de su novela Los geniecillos dominicales, un ambiente urbano con ciertos atisbos de campo. Lucho, el personaje central, es un muchacho que abandona su casa por un día para tener una aventura por la ciudad. Va acompañado por Teodoro, quien lo abandona después de un incidente conflictivo entre ambos. Una incursión al fin de la noche, una experiencia que no por fallida dejaría de aportarle lecciones profundas de vida, pues cuando retorna al hogar, es su madre quien lo recibe angustiada, una vuelta que es la búsqueda del refugio seguro ante las amenazas y las tentaciones del mundo.

En “La celada”, el misterio se instala en el cuento al seguir las peripecias del narrador con una vieja amiga, Gladys, con quien se ve sucesivas veces en el departamento de ella en Lima. El protagonista busca cumplir su antiguo cometido de conquistarla, pero el comportamiento de la mujer es extraño, pues unas veces lo recibe de manera efusiva y amable y otras se muestra fría y distante. Además, el visitante siempre vacila cada vez que llega al edificio y en el quinto piso debe decidir qué puerta tocar entre dos departamentos contiguos, si el de la derecha o el de la izquierda. Es como si el eterno femenino flotara en el ambiente, dejando al personaje siempre confundido debatiéndose en un mar de dudas.

El tercer cuento, “Monerías. Solicitud al Presidente”, aborda la situación de un comerciante peruano, Américo Diosdado, que ha iniciado el negocio de la exportación de monos a Estados Unidos, para lo cual ha reunido, con la ayuda de cazadores regnícolas, la cifra escalofriante de mil doscientos simios en una granja en Surco. Los ha traído desde las selvas de Huánuco, San Martín, Amazonas y Loreto. Ha contratado un barco para su transporte a San Francisco, sin embargo, trámites burocráticos le han denegado el permiso, aduciendo que los animales son peruanos, parte de nuestra riqueza natural, y que no pueden ser traficados de esa manera. Es entonces que el hombre le escribe una solicitud al mismo Presidente abogando por su caso. Le pide que se haga cargo de ellos, que siguen llegando desde la Amazonía, acaso atraídos por la sangre, pues de lo contrario no tendrá más remedio que abrir todas las jaulas y dejar que los macacos arrasen la ciudad.

Pierluca es un artista que pasa sus vacaciones frente al mar de Cadaqués, en medio de otros conocidos que va encontrando en la playa, a medida que nada buscando piedras extrañas en el fondo marino. Esa noche tiene una cena en casa de Emilio, un pintor que merodea también por la zona y que debate brevemente con Pierluca sobre las conveniencias o no de un trato con Stanfield, un marchante que debe llegar ese día. En este ambiente relajado, mas teñido de incertidumbres, transcurre el relato “Laceraciones de Pierluca”. Este escultor se apresta a exponer en París y Nueva York, y por eso aguarda al agente norteamericano. Al final, ante la mirada de Iria, su mujer, y sus hijos, desde el peñasco más alto se zambulle en el mar. Enzo, Carlo, lo celebran y aplauden, esperando que emerja por la roca del fondo, pero es en vano, mientras Iria sólo esboza una mirada silente.

En el último cuento, “Espíritus”, se escenifica una extraña sesión de espiritismo, con la aparición de un objeto metálico como signo misterioso de la supuesta invocación que Pedro, uno de los amigos del narrador, realiza a su abuelo para averiguar la ubicación de un tesoro familiar, producto de una herencia que no se dio. Un día, en una reunión de amigos en París, uno de los invitados, que era folclorista y etnólogo, ante la vista del objeto olvidado en una mesa, le ayuda a salir del enigma.

Siempre es refrescante hallarse ante la vigencia y actualidad de un artista que se ha ganado un lugar especial en el panteón de la literatura nacional. Más allá de estos nuevos textos, cuyo atractivo es innegable, está la figura de un hombre que después de tres décadas de su partida, sigue estando con nosotros merced a su virtuosismo narrativo y a su talante de escritor de raza.

 


Lima, 1 de diciembre de 2024.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Gustavo Gutiérrez

 

El teólogo más eminente que ha dado el Perú en la última centuria, con una contribución originalísima a ese pensar singular que se ha definido como la inteligencia de la fe, ha muerto el pasado mes a los 96 años de su edad, después de una larga trayectoria vital, intelectual y espiritual en favor de un compromiso auténticamente cristiano. Despedida de este mundo que nos interpela a quienes vivimos en América Latina especialmente, una región marcada por una injusticia secular, y cuyas víctimas son precisamente esos pobres por los cuales Gustavo Gutiérrez siempre ha abogado como su opción preferencial.

Lo leí hace cuarenta años, cuando me sentí muy entusiasmado por la teología de la liberación, la corriente que impulsó justamente a partir de la publicación de su libro capital: Teología de la Liberación. Perspectivas (cep, 1971). La contribución teológica del padre Gutiérrez lo fui asimilando con mis juveniles ímpetus inclinados hacia los problemas sociales de este continente. En los corrillos universitarios me convertí en un difusor ardoroso de los postulados y los aportes del formidable teólogo, a pesar de mi deriva agnóstica cada vez más acentuada.

A contrapelo de la posición oficial de la iglesia Católica, con una postura cada más acentuada hacia posiciones conservadoras, la obra de Gustavo Gutiérrez se inscribe en esa ola de renovación al interior de la propia institución por sectores progresistas, entre ellas la del mismo papa Juan XXIII, bajo cuyo pontificado se llevó a cabo el Concilio Vaticano II, primera apertura del clero hacia la realidad social y económica de un mundo sujeto a grandes cambios y en medio de convulsiones políticas de todo tipo: guerras, revoluciones, movimientos civiles, guerrillas y luchas de liberación en general.

Atesoro como una auténtica joya bibliográfica el libro del sacerdote dominico, que ya tengo otra vez en mis manos después de exactamente cuatro décadas para una obligada y gustosa relectura. Recuerdo que por esos años mi conversación estaba trufada de términos teológicos debido a la apasionada lectura de la obra. Mis amigos me oían pacientes e impávidos en los pasadizos de la Facultad de Derecho de San Marcos después de clases o en un intermedio.

La imagen que despide el padre Gutiérrez es la de un hombre bueno, un ser humano cabal que ha alcanzado ese estadio de humanidad que muy pocos realmente alcanzan en la vida, y no sólo por su condición de religioso, sino porque elevándose por encima de su propio sufrimiento y de las miserias de este mundo, asumió un compromiso que trasciende la mera pertenencia a una congregación religiosa. Una voluntad fidedigna de servicio a los más vulnerables, a los descartables de la sociedad, distingue ese apostolado de largas décadas consagradas a la reflexión crítica y a una pastoral humilde de praxis cristiana.

Pasó largos años vetado por la propia jerarquía eclesial, sobre todo durante el papado de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Impedido de oficiar el rito religioso, fue confinado a una modesta parroquia en un barrio del distrito del Rímac en Lima, desde donde sin embargo siguió su propia batalla silenciosa en favor de los más necesitados. Ninguneado por la élite académica del Vaticano, su doctrina se fue labrando un lugar en la memoria y los corazones de miles de creyentes que escuchaban su palabra renovadora y fresca alzada siempre en pro de quienes el sistema de cosas establecido arroja a la periferia de la sociedad.

Reconocido con el Premio Príncipe de Asturias de la Comunicación y las Humanidades en el año 2003, rescatado poco a poco del olvido oficial impuesto por el clero, su figura se fue asentando en el horizonte de nuestro tiempo hasta adquirir visos de leyenda, siendo respetado en todos los rincones del mundo como uno de los pensadores más destacados de un cristianismo original volcado a una misión de verdadera vocación de caridad, fe y liberación para aquellos que por siglos han padecido la opresión estructural de un sistema injusto y violento que los ha arrojado a condiciones intolerables para la condición humana.

Su legado debe ser retomado por todos quienes somos testigos de una realidad que no ha cambiado gran cosa en los últimos cincuenta años, y que por el contrario parece que ha virado en retroceso. Se impone una relectura de su obra -que ya comentaré próximamente- a la luz de estos signos de los tiempos que no anuncian precisamente mejoras significativas para los eternos olvidados del mundo.

 


Lima, 9 de noviembre de 2024.

sábado, 26 de octubre de 2024

Lejano Oeste

 

Desde hace un tiempo a esta parte Lima se ha convertido en un lugar donde reinan la inseguridad y el crimen en su punto más alto, el hampa desatada y las organizaciones criminales hacen de las suyas ante la impotencia, inacción e impasibilidad de las autoridades de todos los niveles, empezando por los señores del gobierno, la presidenta y sus ministros, y los señores del Congreso que, salvo honrosas excepciones, trabajan día y noche para favorecer sus propios intereses, ligados precisamente al actuar delictivo. Todos los estudios sociológicos, las encuestas de opinión, arrojan el mismo resultado desolador: el poblador común y corriente de esta vasta y desalada urbe, se siente amenazado en su día a día, vive a salto de mata, temeroso de caminar por las calles, de subirse a los vehículos de transporte público, pues las bandas de delincuentes andan al acecho por todos los rincones asaltando, robando, disparando y extorsionando a sus anchas.

La otrora Ciudad de los Reyes, la linajuda capital de lo que fue el Virreinato y luego de la flamante República, ha trocado su condición por esta de ser una tierra de nadie, el escenario donde los bandidos y pillos de todas las categorías han tomado el control de nuestras vidas y se pasean como Pedro por su casa. No contentos con sus tropelías de toda la vida, que ya nos ocasionaban un dolor de cabeza, ahora han adoptados una modalidad canalla para lucrar y vivir a cuerpo de reyes: imponer un cupo a cada dueño de una bodega, vendedor callejero, empresa de transporte, o quien se les venga en gana, bajo la amenaza de atentar contra sus vidas o las de sus seres queridos. A través de llamadas telefónicas, mensajes de texto o simples papeles escritos que dejan en las casas de sus víctimas, las intiman a entregarles cierta cantidad de dinero, pues de lo contrario sencillamente atentarían contra sus vidas o las de sus familiares cercanos. Es decir, el horror instalado en la vida cotidiana de ciudadanos como cualquiera de nosotros, la pesadilla de no poder hacer una vida normal jaqueados por estos facinerosos que han colocado una auténtica espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas.

El otro día en el Callao, una combi con pasajeros se desplazaba por su ruta habitual, cuando un pasajero encañonó al chofer y a tres personas que viajaban con él y les disparó sin piedad. Cuatro muertos en un instante, que engrosan la lista de gente asesinada casi a diario en los últimos meses. Los extorsionadores actúan impunemente, mientras la policía brilla por su ausencia o no sabe qué hacer, pues los oficiales y el ministro del Interior no tienen la estrategia necesaria para enfrentarlos. La presidenta no se atreve a declarar nada al respecto, sólo balbucea acusaciones a la prensa por informar de esta espantosa realidad que para ella tal vez no sea muy importante. Es su método conocido, culpar al mensajero para tener la coartada de no asumir el verdadero rol que le compete como máxima autoridad del país. Es evidente que el cargo le queda muy grande, limitándose a fungir de mucama servicial de las decisiones y exigencias de esas otras pandillas de bribones que actúan en el Poder Legislativo.

Ante todo este desbarajuste, el gremio de transportistas ha decidido responder con un paro de sus actividades. Primero fue un día, luego fueron dos en que la ciudad amaneció sin servicio de transporte público, por lo menos en un gran porcentaje, afectando naturalmente el normal desenvolvimiento de las labores de la clase trabajadora. Han anunciado que se viene una paralización más prolongada, exigiendo la derogatoria de una ley que favorece al crimen organizado dictaminado en el Congreso, así como aquella que bajo la denominación de “terrorismo urbano”, en realidad lo que busca es criminalizar las protestas y poseer una herramienta eficaz para encarcelar a todo quien se atreva a mostrar su desacuerdo con las medidas inútiles del gobierno. Esta gente cree que bautizando con otro nombre los delitos ya conocidos se los va a combatir mejor. Son tan necios que insisten en algo a todas luces absurdo.

Vivimos pues en esta especie de Lejano Oeste del siglo XXI, una tierra sin ley donde la vida no vale nada. Cuadrillas de cuatreros nos esperan a la vuelta de cualquier esquina, ya nadie sabe qué le podrá pasar cuando cada día sale a realizar sus labores habituales, la muerte nos sopla tras la nuca a cualquier hora del día o de la noche. En este Far West de pacotilla, lumpenizado por la gentuza tanto en el poder como en las calles, nadie está seguro de nada, la población vive aterrorizada porque no tiene nadie quien la defienda, no hay forma de encontrar salvación en estas praderas de cemento tomadas por el crimen organizado.


Lima, 12 de octubre de 2024.

Las tres mitades de Afrodita

Mucho tiempo había postergado la lectura de la obra de ficción del escritor español Javier Marías, quien falleciera hace casi exactamente dos años. He comenzado a resarcirme de aquel olvido con la novela El hombre sentimental (1986), que narra una historia de pasiones al filo de las cornisas de la razón. He pasado noches espléndidas leyendo a este formidable autor contemporáneo, demorándome en su escritura tan envolvente, llena de meandros, muy próxima a la de Proust, semejanza que evidentemente extrañaría si no fuera porque el francés es uno de sus autores favoritos. Es difícil, al leer a Javier Marías, no evocar al autor de En busca del tiempo perdido, sobre todo en lo de sus largas sucesiones de oraciones subordinadas.

Narrado en primera persona, su protagonista es un cantante de ópera llamado el León de Nápoles. Ha tenido un sueño esa mañana y, antes de desayunar, pues cree que si lo hace ya no recordará los detalles del sueño, se propone contarlo a la luz de lo que ha sido su vida en los últimos cuatro años. Su prosa es seductora, de una plasticidad excepcional, que se mueve por vericuetos introspectivos de gran calado. El narrador va mostrando todos sus pliegues interiores, sus rincones ocultos, sus preferencias, sus gustos, sus deseos, que va contrastando con los de la heterogénea muchedumbre que lo rodea. Desde un presente evanescente, nos va contando las peripecias de su ajetreada vida, hecha de continuos desplazamientos, viajes, presentaciones en ciudades diversas, aeropuertos, aviones, hoteles, calles distintas e iguales, gente del mundillo de la música y del arte en general.

Viajando en un tren de París a Madrid, donde debe hacer el Otello de Verdi, se pone a observar a sus tres acompañantes en el camarote. Los describe minuciosamente y se pone a conjeturar sobre sus identidades. Coincidentemente, los tres se van a hospedar en el mismo hotel que él. Es así que se producirá el primer encuentro con el tipo que no dejaba de mirar por la ventanilla del tren. Su nombre es Dato, de ocupación acompañante, dos cosas que deben admirar a cualquier mortal. Por su intermedio conoce a Natalia Manur, la misteriosa mujer que dormía en aquella ocasión, quien será el fruto de la discordia en este trepidante triángulo de pasiones encontradas. Ella está casada con un rico banquero belga de nombre Hieronimo Manur. Dato tiene la misión de acompañar a la dama mientras el marido se ocupa en sus infinitas labores financieras.

De esta manera, lentamente, el afamado tenor se va rindiendo a los encantos de la bella señora. Sus encuentros siempre serán, sin embargo, en presencia de Dato, cuando juntos se reúnen a desayunar o almorzar. Una idea va surgiendo en la mente del artista: aniquilar o desaparecer al banquero, para así estar él solo con Natalia Manur, por quien se siente poderosamente atraído. Mientras tanto, otros recuerdos van surgiendo en la mente del protagonista, como por ejemplo su breve relación con Berta Viella, con quien ha vivido una corta temporada, que ahora recuerda sin pesar. Ha recibido la noticia de su muerte y la sorprendente oferta del viudo flamante de devolverle sus libros dejados cuando vivió con ella.

El autor escarba, hurga en el alma de sus personajes, a través de sus gestos y sus palabras, de sus insinuaciones y sus equívocos, descubriéndonos los entresijos laberínticos de un típico triángulo amoroso, tan común entre los seres humanos, subrayados por la excelencia literaria de su factura, como bien lo dice Juan Benet en el epílogo.

He estado pensando en un aire de familia con la forma de narrar de Ernesto Sábato, esa misma prolijidad en la descripción psicológica, esa misma inclinación por las suposiciones, las especulaciones, las divagaciones y la introspección del narrador, así como las pinceladas existenciales -o existencialistas-, que tiñen el conjunto de la historia.

En el desenlace se sugiere el intento de suicidio del hombre de negocios, cuando comprueba que su mujer lo ha abandonado. La desesperación del cantante también será notoria al perder la pista de quien ha sido el vértice intrincado de esta enigmática geometría del amor. Se ha deshecho la figura más enrevesada de la historia de las pasiones humanas, sus tres mitades yacen separadas tal vez para siempre, cortadas por el imprevisible destino que se complace trazando caminos desconocidos para la diminuta comprensión humana.

 

Lima, 29 de septiembre de 2024. 


Muerte de un dictador

 

La muerte del dictador Alberto Fujimori, cuyo gobierno autoritario aún es materia de acalorados debates, coincide en términos simbólicos con el de otro personaje siniestro de nuestra historia reciente: Abimael Guzmán. Ambos mueren en la misma fecha y a la misma edad. Extraña coincidencia que el azar ha querido entregarnos como una especie de mueca irónica.

Su legado no puede ser más nefasto: una caterva innoble de individuos de dudosa calaña, agrupados o apelotonados más bien, en lo que ellos creen que es un partido político, cuando la verdad es que no pasa de ser una pandilla de facinerosos, una facción turbia de arribistas y sobones de mala entraña. Empezando por la hija, una mujer fría y calculadora, de nulas credenciales democráticas, que no es capaz de reconocer siquiera una derrota electoral y cada que vez que esto sucede se empeña en petardear y boicotear hasta donde puede al contendor que la venció en limpia lid.

La “guardia de honor” del gobierno del deshonor que tenemos, rinde “honores de Estado” a los restos de un personaje que careció precisamente de ese valor esencial en todo hombre de bien. No llama la atención, por cierto, viniendo de un régimen que carga en su haber con la vida de 49 peruanos inocentes. Los parecidos son cada vez más evidentes entre la señora que ocupa palacio de gobierno y la otra señora que funge de cabecilla de la pandilla mafiosa.

Los adulones dicen que eso es “odio”, nada más falso. Es memoria y dignidad. Y así fuera odio, creo que es legítimo odiar toda conducta humana que daña y va en contra de un pueblo, de ciudadanos que ven arrasados sus derechos humanos. Es perfectamente sano odiar el crimen, la corrupción, el despotismo brutal y asesino de un gobernante que, con el pretexto de acabar con el terrorismo, secuestra, desaparece y mata a gente sin comprobar ningún delito, pues en tal caso está la justicia, están los tribunales para que puedan juzgarlos.

Dice otro expresidente que valora la “visión de país” que tuvo el dictador. Un presidente que arremete contra las instituciones, que hace tabla rasa de la separación de poderes, que destruye los más elementales mecanismos de una democracia, no puede decirse que tenga una visión de estadista, sino la de un autócrata, de un sátrapa que aspira a concentrar todo el poder en sus manos. Su herencia son cuarenta pillos y bribones que siguen destruyendo los pocos avances logrados en los últimos años en materia de derechos sociales.

La clásica pregunta de Zavalita, el personaje de Conversación en la Catedral, ya tiene respuesta: el Perú se jodió cuando el fujimorismo irrumpió en nuestra vida política, pues envileció la vida pública hasta niveles nunca vistos, enmugró la convivencia democrática a través de una red mafiosa de prebendas, sobornos y corruptela generalizada.

Entiendo a mucha gente que ha salido a manifestar su dolor ante la pérdida de su líder, pero el sentir individual de algunos o muchos no puede ser el juicio para evaluar la conducta de una autoridad que ha ocupado el cargo político más alto de la República. Que a ti te hayan regalado un saco de papas o un quintal de arroz, que te hayan beneficiado con algún cargo público o algún favor personal, no puede jamás servir de rasero para juzgar a un régimen que conculcó las libertades públicas, que destruyó la ciudadanía, que implementó un terrorismo de Estado para combatir el terrorismo sanguinario de Sendero Luminoso.

El balance es pues negativo, porque ni haber logrado la estabilidad económica -dicen que Pinochet también lo hizo en Chile-, ni haber exterminado los focos álgidos del terrorismo senderista, pueden justificar el asesinato de nueve estudiantes y un profesor en La Cantuta, de un niño de ocho años en Barrios Altos y de cientos de campesinos, hombres y mujeres, que en las regiones preferentemente de la sierra sur fueron abusados, torturados, aniquilados por agentes del Ejército o de la Policía.



Lima, 21 de septiembre de 2024.

Una afición Única

 

No puedo precisar exactamente en qué momento me convertí en un hincha de la U, en un seguidor del Universitario de Deportes, uno de los equipos de fútbol más emblemáticos de este país, un club que acaba de cumplir sus cien años de vida institucional este 7 de agosto pasado. Tal vez sería por la época en que, durante mi infancia en Jauja, oía por primera vez por la radio la transmisión de los partidos de fútbol, y en mi familia se debatía acaloradamente cuál era el mejor equipo del Perú, en medio de comentarios y argumentos de la más variada índole. Lo único que sé es que una pasión de este tipo no surge de manera racional, sino que es alimentada por impulsos instintivos que se graban con fuego en las venas del afecto.

Eran los años setenta del siglo pasado y en mi provincia se oía la radio Unión, con su sintonizado programa “Pregón deportivo”, dirigido por un uruguayo de voz inconfundible, Oscar Artacho, que relataba los encuentros futbolísticos como a nadie hasta ahora he oído hacerlo. Y sin duda eran los encuentros entre Universitario y Alianza Lima los que convocaban los debates más arduos entre los adultos, pues invariablemente unos se alineaban con el elenco crema y otros con el blanquiazul. Alguien por allí argüía con cierta socarronería que la U era el equipo de los blancos y el Alianza de los negros. Por supuesto que estaba muy mal apelar a ese tipo de razones, de claros tintes racistas, para avalar una apuesta deportiva, pero un niño como yo también estaba lejos de entender aquellos asuntos sociales que concernían a un tema de profunda raíz histórica en nuestro país.

Fueron por esos años también en que, con un muchachito que ayudaba en las labores de la casa, inventamos un juego que se distinguía por su originalidad, pues hasta ahora no he visto que nadie lo haya practicado, ni siquiera imaginado. Se trataba de un singular juego de fútbol con jugadores de plástico, que en las ferias de la ciudad vendían a granel. Cada uno debía conformar un equipo para luego realizar un pequeño campeonato en un campito especialmente acondicionado en el patio interior de la casa grande. Este muchachito, a quien llamábamos Tito, que era mayor por unos años que todos nosotros, de los niños quiero decir, se encargó de repartir los colores que cada quien debía defender. Él se quedó, por supuesto, con el Universitario de Deportes; a mí me asignó el Sporting Cristal; a mi hermana, el Defensor Lima; a mi hermano menor, el Sport Boys. Como era previsible, a nadie encargó el Alianza Lima, equipo vetado implícitamente por nuestra unánime militancia en las filas cremas.

Desde ese día todos nos empeñamos en conseguir los jugadores del color que nos había tocado. Cada miércoles y domingos, recorríamos la feria en busca de los ansiados futbolistas que nos representarían en las justas que se avecinaban. Pronto, la casa se llenó de pequeños hombrecitos ataviados de crema, celeste, granate y rosado. Aquí debo hacer la atingencia que, como no todos esos colores estaban disponibles en el mercado, la U eran blancos que luego Tito los pintó de crema, y el Defensor Lima verdes, que él mismo pintó de granate. El estadio fue diseñado a proporción enfrente de la cocina de la abuelita, colindando con el jardín por el lado opuesto y con el gallinero por el lado del fondo.

Los partidos eran intensamente disputados por las tardes, cuando Tito se desocupaba de sus labores. Las oncenas de cada quien ingresaban al campo y se enfrascaban en reñidos juegos que no estaban exentos de altercados por algún motivo menor. Lo original estaba en que cada uno de nosotros hacía rodar la pelota impulsándola con los pies del futbolista de juguete. Los arcos fueron confeccionados por Tito con pequeños listones de madera. Posteriormente se cambiaron a una sola pieza de alambre, con sus respectivas redes cosidas y sujetas a la tierra. El balón se extraía de algún jugador que ya no sirviera, ya sea porque estuviera quebrado, roto o porque no era funcional para el juego. Fue por esta época que tuve la gran ocasión de presenciar, en un viaje que realicé a la capital, un partido de fútbol entre Universitario y el Huracán de Arequipa, que supongo por esos años jugaba en primera división.

Y así, conforme pasaban los años y ya dejaba de ser un niño, mi afición se fue sedimentando a través del conocimiento de la historia del club, de sus ídolos, campeonatos, símbolos y demás signos de identidad. Es decir, por un interesante fenómeno, que los psicólogos llaman de racionalización, fue asentándose en mí una identificación plena con el equipo de Lolo Fernández, cuya efigie vi hace poco en su natal Cañete, en plena Plaza de Armas. Y se hizo más sólida cuando supe que los primeros integrantes del elenco habían surgido de las aulas de la Universidad de San Marcos, que en realidad el club había nacido allí, con estudiantes de mi Alma Mater. En fin, sé que son argumentos totalmente subjetivos, mas son los únicos que valen para una afición como ésta.

Lo curioso es que con el tiempo me he ido alejando del fútbol, deporte que ya no sigo ni veo por la televisión, menos asisto a los estadios. Sólo en ocasiones excepcionales, como por ejemplo un Mundial de Fútbol, puedo ver algunos partidos. Muchos encuentros me parecen tediosos y aburridos; ni siquiera la presencia de estrellas del balompié logran atraparme como antes. Sin embargo, eso no significa que no aprecie una buena jugada, un buen tiro libre, una precisa ejecución de penal o un magnífico gol. Por supuesto que admiro el lado estético del juego. Aparte de eso, mi distancia también se debe, creo yo, a la mediocridad que hoy campea en los campeonatos locales y, sobre todo, a la violenta incursión de las barras bravas que han terminado lumpenizando un deporte que es, hay que reconocerlo, el más masivo del mundo.

Igualmente, no puedo soslayar el aspecto mercantil del mismo, el hecho de que el fútbol se haya vuelto un gran negocio, hasta es posible que un gran negociado, orquestado por las mismas autoridades que llevan las riendas de la FIFA hasta los dirigentes de las asociaciones deportivas de los países y de los clubes, pasando por los árbitros y jueces que forman este gran tinglado que mueve de manera obscena millones de dólares, en un inmenso mercado que está distorsionado por la presencia de agentes de la más dudosa reputación.

 


Lima, 10 de agosto de 2024.

sábado, 31 de agosto de 2024

Micaela

 

Hace cinco años se publicó un libro más, de los muchos que existen, sobre un personaje controvertido y polémico del siglo XVIII, durante las postrimerías del virreinato del Perú. Se trata de La Perricholi. Reina de Lima (Penguin Random House, 2019), del escritor peruano Alonso Cueto, novela que ha sido pasto de mi insaciable curiosidad tanto histórica como literaria en las últimas dos semanas. El mismo autor confiesa que para escribirla, además de haberse sumergido durante ocho años en la lectura de todos los libros que pudo obtener sobre su personaje, ha establecido una especial relación amorosa con Micaela Villegas, la protagonista indiscutible de toda una época y de esta narración que fascina doblemente: tanto por la recreación notablemente lograda por el narrador, como por el contraste con los hechos de un tiempo que sigue interesando a quienes tenemos una particular relación con la historia de nuestro país.

La narración se inicia con la llegada del nuevo virrey del Perú, Manuel Amat y Junyent, en 1761. Viene procedente de Chile, donde ejerció la gobernación de esa posesión hispana que era parte del Virreinato del Perú. Ante el anuncio de su arribo se forma un alboroto entre los limeños, entre ellos el señor Joseph Villegas, que luego de desayunar esa mañana sus tazas de chocolate se encamina a la plaza de armar con su hija Micaela, a presenciar el ingreso del flamante representante del rey a la Ciudad de los Reyes. El día elegido es el 12 de octubre, día de la Virgen del Pilar, patrona de la Hispanidad. Desde el puerto del Callao, Amat hace el recorrido en dos días hasta la capital, transportado en carroza.

El terremoto que asoló la ciudad ocurrió en 1746, el señor Villegas enviudado y se posteriormente casado con Teresa de Mendoza. Vivían entonces en el barrio del Rímac, su hija Micaela tenía trece años. Existía una estrecha relación entre padre e hija, pues él alentaba en la niña su talento artístico, además de haberle enseñado a leer. Sin embargo, serían pocos años más que la acompañaría, y a su muerte Micaela quedó muy desolada. Un día acudió al Coliseo de Comedias y se entrevistó con el administrador, Bartolomé Maza, para decirle que quería bailar y cantar. Desde ese momento se convirtió en su empresario y andaba con ella por toda la ciudad.

Así fue creciendo Miquita, abrigando cada vez con más ímpetu el deseo de convertirse en una actriz. Los hombres la merodeaban, la miraban con codicia, su esbelta figura empezó a ser la comidilla de una ciudad envuelta en modelos cortesanos. Igualmente era objeto de las miradas oblicuas de las mujeres, sobre todo de aquellas que decían pertenecer a la nobleza criolla, damas que se daban ínfulas de superioridad, que las hacía despreciar la belleza mestiza de una mujer que iría a desafiar todo el engranaje colonial.

La primera vez que el virrey la vio de verdad fue un domingo de misa, en la iglesia catedral, adonde Micaela acudía con su madre. Preguntó por ella a su asistente Estancio. Luego, la invitaría a palacio conjuntamente con la Inesilla, otra actriz, rival de aquella. Era una treta tramada por el catalán, pues ya hace rato que estaba decidido a conquistarla. La recibió otra noche, que sería la previa al establecimiento definitivo de su relación. Era mediados de septiembre de 1767, el día 28 de ese mes la Perricholi cumplía diecinueve años. Manuel Amat ya andaba por los 63.

A los pocos años nacería el único hijo de ambos, Manuel Amat y Villegas, llamado familiarmente Manuelito o Manuchito. La narración transcurre en esos vaivenes de la vida virreinal, con sus reuniones en los salones de palacio, el ajetreo de la plaza en los días de fiesta, las funciones en el teatro donde Micaela es la estrella principal, mientras la Inesita, opacada por la fulgurante carrera de nuestra heroína, decide exiliarse al sur de la ciudad. Las misteriosas tapadas hacían furor en las calles de lo que se consideró la ciudad más importante de la corona en América.

Micaela tiene en su hermana Josefa a su mejor confidente y valedora, quien la entiende y apoya en todo. Los pretendientes siguen rondando a la Perricholi. Uno de ellos es Martín de Armendáriz, un militar casquivano que la seduce tras continuos asedios en el tiempo en que ella y el virrey estaban separados después de un episodio bochornoso en el teatro. Producto de esa relación Micaela queda embarazada, noticia que comunica al fulano, quien, al solo enterarse de su perspectiva de paternidad, desaparece como por arte de magia. Decide tener a la niña, pues su instinto de madre le dice que será mujer. La llamará Manuela, en un guiño irónico de su propia vida. Lástima que la pequeña morirá a la tierna edad de dos años.

Son los años de la Inquisición, a la que a veces el virrey se enfrenta, sobre todo por causa de Micaela, como la vez aquella en que Miquita se lanza a defender a una pobre mujer acusada injustamente de brujería. También es el tiempo de la expulsión de los jesuitas, decretada por el rey en 1767, decisión con la que el virrey no estaba de acuerdo, por los múltiples beneficios que aquellos habían aportado a la educación, entre ellas la de él mismo. Sin embargo, debe cumplirla a pesar de sus reparos.

Después de quince años de servicios a la corona, llega la orden del relevo del virrey, noticia que ya se comentaba por toda la ciudad. En 1775 sale Amat del Perú y Micaela queda con su hijo ya jovencito que poco a poco le dará más de un dolor de cabeza. Especialmente la vez en que se empecinó en casarse con Mariana Vergara, empleada costurera de su madre. Micaela hizo todo lo posible para impedir la boda, y simultáneamente tratar de que Margarita García Mancebo, conocida de la familia, fuera la elegida. Manda apresar a su propio hijo y envía a la joven para consolarlo. Gradualmente Manuchito va cediendo y termina casándose con ella en la iglesia de San Lázaro, mientras Mariana se aleja con su familia después de recibir un jugoso presente de Micaela.

Fermín de Echarri, un comerciante navarro, fue el hombre del último tramo de la vida de Micaela, con quien entabló una relación luego de la partida del virrey, a pesar de que en esos años ya la asediaba a las salidas del teatro. Ambos se asociaron para administrar el Coliseo de Comedias, actividad que les permitió gozar de una holgada situación económica, sobre todo por el empuje y el empeño de Miquita. Se casaron casi a fines de ese siglo XVIII y vivieron juntos hasta la muerte de Fermín acaecida en 1808. La Perricholi ya era poseedora además de muchos bienes, como la casa de la Quinta del Prado en Barrios Altos y de un molino en el Rímac, adjunto a la casa que el virrey había mandado construir para ella en una esquina de la Alameda de los Descalzos, emblemático lugar de concurrencia de la sociedad limeña junto con la no menos famosa pampa de Amancaes.

Personajes ilustres de nuestra historia van apareciendo en la novela, ya sea como parte del relato o mencionados por los protagonistas. Es el caso de Hipólito Unanue, con quien Micaela traba una intensa amistad cuando el prócer era aún un estudiante de medicina. O Mariano Melgar, de quien se enteran que se ha enrolado al ejército de Pumacahua en el Cuzco y luego ha sido capturado y ejecutado tras la derrota patriota en la batalla de Umachiri. De igual manera, es muy comentada la presencia en el Perú del barón Alexander von Humboldt, insigne naturalista alemán que recorría el territorio haciendo importantes investigaciones científicas.

Son numerosos los pasajes en que el narrador se sumerge en profundas reflexiones existenciales, meditaciones poético-metafísicas de un muy buen nivel literario. Es, sin duda, una obra de gran valor estilístico, fruto de la madurez como novelista de Alonso Cueto, escritor que nos entrega un fresco de época en esta novela histórica que hace vivir al lector la intensidad y la atmósfera de esos años cruciales que precedieron a los primeros levantamientos independentistas, que medio siglo después culminarían en la separación política definitiva de este territorio de la metrópoli.

 

Lima, 24 de agosto de 2024.


 

viernes, 7 de junio de 2024

La imaginación es fuego

 

En algunos meses de lectura sostenida y regular, con un pequeño hiato que sirvió más bien para avivar el interés por su contenido, he concluido El fuego de la imaginación I (Alfaguara, 2022), libro que recoge la primera parte de la producción periodística de Mario Vargas Llosa desde los años sesenta del siglo pasado hasta el año 2012 del presente. Es decir, son alrededor de seis décadas de una incesante labor periodística que el escritor peruano ha alternado con su creación literaria. Es bien sabido de las dotes que posee para el ensayo del Premio Nobel, así como sus comienzos en la prensa, es por ello que esta compilación de más de un centenar de artículos no hace sino corroborar la destreza en el oficio de un creador fructífero y polifacético.

El libro está dividido en seis apartados, donde aborda el arte de la ficción; los libros y escritores; las bibliotecas, librerías y universidades; escenarios; pantallas; y arte y arquitectura. Como podemos apreciar, es un recorrido inmenso de intereses y exploraciones intelectuales sobre los más diversos ámbitos de la creación artística, desde los más cercanos a sus actividades estrictamente literarias, hasta aquellos que sin duda enriquecen no sólo la mirada y la perspectiva de un escritor, sino las de cualquier ser humano. Y todos con la solvencia y la lucidez de alguien que siempre ha demostrado una vocación genuina por la cultura.

La mayoría de los textos pertenecen a su conocida columna periodística “Piedra de toque”, que empezó a publicar en los medios locales, y luego continuó por muchos años en el diario El País de España, periódico donde escribió hasta su retiro definitivo el año pasado. En el volumen podemos hallar el discurso que pronunció en Caracas el año 1967, con ocasión de recibir el Premio Rómulo Gallegos por su novela La casa verde. Luego continúan una serie de artículos donde sondea un tema que siempre lo ha obsesionado: por qué se escriben ficciones, cuál es la raíz metafísica de una actividad que para muchos lectores todavía es un misterio.

La parte más extensa del libro es la que dedica a los libros y los escritores que han sido objetos de su pesquisa, tanto desde su punto de vista de lector fruitivo, como desde su aguda mirada de autor de ficciones. Reseña así un conjunto variopinto de creadores latinoamericanos, franceses, anglosajones, españoles y de otras nacionalidades. Enseguida testimonia su visita a varias bibliotecas, que han sido los espacios predilectos de sus largos años de estudio e investigación; su paso por varias universidades en calidad de profesor visitante o de docente por horas; y sus plácidos recorridos por librerías, especialmente por las de París y Barcelona. En uno de ellos figura una confesión que suscribo plenamente, cuando afirma que comprar libros es tan placentero como leerlos. También coincido con su análisis de una institución tan venida a menos en los últimos tiempos, la universidad, y aquella conclusión irrebatible: su rol fundamental en la preservación, la creación y la difusión de la cultura.

Las incursiones en el teatro aparecen en otro acápite, pues de todos es sabido que el primer amor literario del novelista fue precisamente el género dramático, camino que debió abandonar debido al escaso interés que veía en el medio en la época que iniciaba su carrera, así como al nulo apoyo de las instituciones estatales. Su opinión sobre los montajes de algunas obras de Peter Weiss y de Bertolt Brecht son particularmente originales, además de permitirle deslindar con las propuestas de estos grandes dramaturgos, especialmente del último, pues sin dejar de reconocer el inmenso genio del autor de La ópera de tres centavos y de Madre coraje, toma distancia de su muy famosa y polémica concepción del arte de las cuatro tablas.

La afición por el cine, y algo menos por la televisión, también están presentes en un puñado de artículos que dan cuenta de su interés por las películas de autor y de vaqueros, del mismo modo que por las series televisivas que por su calidad y riqueza dramática y narrativa han cautivado su atenta visión del séptimo arte y sus derivados. Son una delicia los artículos que dedica por ejemplo a Bergman, Jean-Luc Godard y Buñuel. Y, en un lugar especial, a John Huston. No puedo sino compartir ese apego entrañable a un arte que ha dado magníficas obras maestras, en el poco tiempo de creación que tiene, si lo comparamos con sus hermanas mayores.

Finalmente están aquellos dedicados a las artes plásticas y la arquitectura. Recorrer galerías y museos, adentrarse en edificios concebidos como obras de arte, son otras tantas excursiones que rinden tributo a lo que el poeta y ensayista mexicano Octavio Paz llamaba los placeres de la vista. Y de paso también del espíritu, habría que agregar, pues son otras maravillosas dimensiones del infinito afán creador de la especie humana. Sin embargo, Vargas Llosa se muestra crítico con ciertas propuestas del arte moderno, y señala sin tapujos sus imposturas y trampas, como podemos leer en ese formidable texto titulado “Caca de elefante”. Por lo demás, son apasionantes sus acercamientos a artistas como Picasso, Monet, Chillida y Piranesi, entre otros, que me han subyugado sobremanera. Gracias a ellos, he podido ampliar de modo fantástico mis horizontes sobre el arte universal.

El libro se lee con sumo gusto, hay en la prosa del autor una plasticidad y belleza que hechiza e imanta. La profusión de autores, obras, corrientes, movimientos, propuestas, ideas y logros estilísticos hacen de él una experiencia fructífera y altamente enriquecedora.

 


Lima, 19 de mayo de 2024.

domingo, 19 de mayo de 2024

Dina está dentro de su reloj

 

Un caso que debería merecer la atención de psicólogos y psiquiatras ha saltado a la palestra de nuestra actualidad política hace ya varias semanas. Se trata del hallazgo que ha realizado un grupo de periodistas mediante un trabajo prolijo y diligente de investigación. Observando cientos de fotografías de la persona que ocupa la presidencia de la República, detectaron signos evidentes de un cambio notorio de la imagen de la presidenta a través de las joyas que exhibía cada vez que asistía a un acto público, tanto en nuestro país como en el extranjero. El adminículo que más llamó la atención de los acuciosos investigadores fue un reloj de una exclusiva marca de lujo. La señora lucía el preciado objeto desde el mes de junio del año pasado, y lo llevaba muy oronda e inocente ante la indiferencia de la masa que asistía a cuanto evento era invitada, pero no ante el escrutinio de estos sabuesos de la información que se dieron a la tarea de rastrear este cambio visible de su presentación personal.

Resulta que el reloj fue presentado ante la opinión pública por este portal del periodismo para demostrar no solo la frivolidad que expresaba su portadora, sino algo más sucio e ilícito, como fue revelándose a continuación. En sucesivos careos espontáneos con los periodistas ella creía responder a los cuestionamientos, que ya crecían, apelando a un discurso que fue variando cada vez, enredándose en su propia madeja de mentiras. Primero dijo que lo había adquirido hace tiempo, con el producto de su esforzado trabajo de muchos años. Pero cuando fueron saliendo más detalles de la investigación, como el precio del reloj y el día y hora de su compra, más las declaraciones del dueño de la única casa importadora en el país de ese tipo de productos, la doña reculó, e inventó aquello del préstamo que le habría realizado su “hermano”, su Wayki el gobernador de Ayacucho, como afirmó en un evidente desconocimiento del runa simi, pues en el mundo andino los sistemas de parentesco no son similares a los que se manejan en la cultura occidental.

Y aquí entra a tallar lo inverosímil, lo pueril del argumento presidencial, pues ello implicaría que un hombre, por muy cercano a ella que fuera, se dedicara a comprar prendas femeninas de altísimo precio con el único fin de obsequiar o prestar a sus ocasionales amigas. Todavía no vamos a discutir cómo es que dicho ciudadano puede tener la capacidad de desembolsar como si tal cosa una cantidad considerable de dinero. Además, este señor, en una declaración para un programa de la televisión, muy suelto de huesos afirmó que él acostumbraba hacer regalos así a los miembros de su familia, y este reloj lo compró para un obsequio a una integrante especial de su familia, cuyo nombre no quiso revelar. Pero volviendo al reloj de marras, una vez desatado el escándalo en la prensa general, tanto escrita como televisada, como por arte de magia el reloj desapareció de la muñeca de la presidenta, quien declaró que ya lo había devuelto. Muy curioso todo, ¿no es verdad?

Lo cierto es que la justicia ya ha empezado su trabajo, tomando nota de todos los antecedentes y detalles del caso para iniciar una investigación judicial en forma por los delitos de presumible enriquecimiento indebido y lo que en jerga abogadil se llama cohecho pasivo, o sea soborno, pues al parecer esos costosos tráficos de piedras, brazaletes y collares tendrían como objetivo la transferencia de millones de soles para la región de la que es mandamás el oscuro personaje. Una carpeta fiscal con sus nombres ya hay abierta en el Ministerio Público.

Dina está atrapada en su reloj prestado o regalado, oyendo el odioso tic tac del martilleo de las horas que le restan para enfrentar a la justicia, no sólo por la ineptitud e incompetencia de su desmirriado gobierno, ni por las joyas de muchísimos dólares obsequiadas o prestadas generosamente por el muy zafio gobernador de Ayacucho, su amiguito Wilfredo Oscorima, sino sobre todo por las víctimas de la represión de diciembre del 2022 y enero del 2023, cuyos familiares siguen esperando justicia, alguna reparación por la pérdida de sus seres queridos.

Una justificación que utilizó Boluarte es que aceptó los préstamos porque así representaría mejor al país. La señora cree que una autoridad representa mejor exhibiendo en el cuerpo trapos, piedras y metales con alto valor en el mercado. ¿No sería mejor que lo hiciera demostrando idoneidad para el cargo, además de eficiencia, dignidad y decencia? Ella y su “hermano” de ocasión pretenden arropar con adminículos externos la inmensa miseria personal que los caracteriza, su indigencia moral. Son tal para cual, soberbios, vanidosos, zafios, sinvergüenzas y ridículos. Espero que la justicia ponga las cosas en su lugar, y este par de pillos no queden impunes.

 


Lima, 4 de mayo de 2024.

domingo, 24 de marzo de 2024

Noches en la isla

 

Se ha publicado el pasado 6 de marzo En agosto nos vemos (Penguin Random House, 2024), la obra que durmió diez años en los archivos de una universidad estadounidense. No recuerdo haber esperado antes un libro con tanta expectación como esta novela póstuma de Gabriel García Márquez. Las vicisitudes de su publicación, después de haber estado en las manos de su fabulador, haciéndose y deshaciéndose, en un afán de corrección que ya no pudo concretarla, ha sido narrada por sus hijos, quienes han decidido publicarla luego de intensos debates, pues en un momento Gabo les dijo que no funcionaba y debían destruirla. Rodrigo y Gonzalo, los únicos herederos, han debido sortear los escollos de las legítimas dudas de conciencia por estar traicionando la voluntad de su padre. Es por eso que entregarlo finalmente a sus millones de lectores, que el genial colombiano tuvo la dicha de granjearse en el mundo entero, debe ser visto como un acto de lealtad a la literatura y al arte, una concesión a la belleza que el Premio Nobel, estoy seguro, les va a perdonar desde su inmortalidad.

Bajo el liderazgo del editor Cristóbal Pera, que emprendió la ardua tarea de cotejar las cinco versiones de la novela que García Márquez no pudo concluir, los textos inéditos se dan ahora a la luz para beneplácito de nosotros, sus agradecidos lectores. El lanzamiento de la obra en Barcelona coincidió con el cumpleaños 97 del querido escritor de Aracataca. El hijo menor del novelista, Gonzalo, diseñador de la obra, acompañado de la editora Pilar Reyes, del periodista español Xavi Ayén y del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, presentaron el libro en la sede de la biblioteca Gabriel García Márquez de la ciudad catalana.

Algunas semanas antes de que saliera a la venta, ya había saboreado el primer bocadillo de este manjar, gracias a que la editorial compartió unos párrafos del primer capítulo por las redes sociales. Fue el primer y prometedor acercamiento a una historia que atrapa desde la primera línea.

Hay un hermoso contrapunto entre música y literatura en el relato. En su primera noche en la isla, Ana Magdalena Bach, el personaje central, lee Drácula de Bram Stoker y escucha boleros en el bar del hotel. El pianista ejecuta luego el Claro de luna de Claude Debussy en un arreglo para bolero. La música se cuela por todos los poros de la novela, como un mar imbatible. Pululan por sus páginas referencias que van desde Grieg, Chopin y Rajmáninov, hasta Agustín Lara, el bolero, el danzón cubano, la contradanza, el Charleston y el tango apache. Además, Doménico Amarís, el esposo de la protagonista, es director del Conservatorio provincial; el hijo es un cellista en una orquesta sinfónica y la hija, que aspira a ser monja, anda de amores con un trompetista de jazz.

Al avanzar en su lectura uno se da cuenta de inmediato que ahí está el Gabo de siempre, con su prosa embrujada, sus frases a ritmo de vallenato y su infinito encanto caribe. Naturalmente que no la he leído de una sentada, o de un tirón, como hacen otros, pues eso siempre me pareció una falta de respeto para con el autor y con el libro, sino que me he reservado siete noches para gozar como loco, en el reducto íntimo de mi soledad. Los buenos libros se leen como se beben los buenos vinos, degustándolos lentamente, paladeando su sabor, textura y aroma, para acceder mejor a la misteriosa esencia de su calidad.

Convengo, no es una obra maestra, es una historia muy bien escrita, en el estilo inconfundible de García Márquez, a pesar de algunas sombras que lógicamente obedecen a la condición de los últimos años de un autor que iba perdiendo la memoria. A pesar de ello, el lector se desliza por sus páginas como por un tobogán de dicha. Su lectura placentera perdura más allá de haber llegado al punto final. La trama es sencilla, una mujer, Ana Magdalena Bach, como se llamaba también la segunda esposa del gran músico alemán, acude el 16 de todos los años a una isla del caribe para depositar flores en la tumba de su madre. En cada viaje que realiza, una vez cumplido el ritual de siempre, tiene una aventura con un hombre desconocido. Las reflexiones que ello le suscita, así como las consecuencias sutiles que los demás van detectando en ella, en el marco de un despliegue imprevisto de libertad y exploración personales, es la materia deliciosa de esta novela inusitada.

 

Lima, 21 de marzo de 2024.



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sábado, 23 de marzo de 2024

La solución final

 

Próximos a cumplirse los cinco meses desde que Hamás atacó un asentamiento judío en la frontera sur de Israel, y de la sangrienta respuesta que ha desatado el gobierno israelí en la franja de Gaza, el mundo sigue contemplando cómo se perpetra en pleno siglo XXI, ante la vista y paciencia de toda la comunidad internacional, ante el silencio cómplice de las grandes potencias de la Tierra, ante la impotencia de quienes podemos hacer poco o nada por impedirlo, un genocidio en vivo y en directo, transmitido por la televisión y documentado todos los días por la prensa independiente. Es realmente bochornoso comprobar cómo es que esta proclamada “civilización”, de la que se ufanan los grandes jerarcas de Occidente, se muestra indiferente ante una de las masacres más horrorosas de los tiempos modernos.

Van más de 140 días que el ejército sionista bombardea día y noche el territorio gazatí, y con ello se acaban las vidas de alrededor de treinta mil palestinos, más de un tercio de ellos niños. Gaza es al día de hoy una auténtica escombrera, una tierra llena de cascotes esparcidos y edificios en ruinas, luego de la brutal destrucción cometida por la aviación israelí, la demolición sistemática de viviendas residenciales, hospitales, colegios, universidades, mezquitas y todo cuanto necesita como mínimo una colectividad para vivir. Con el pretexto de acabar con los “terroristas” de Hamás, cuyos crímenes evidentemente que son condenables, el designio es exterminar con todo rastro de vida que corresponda a la población palestina, una limpieza étnica tal cual ejercieron las hordas hitlerianas en el siglo pasado.

La alternativa que ha tomado el gobierno de Benjamín Netanyahu para acabar con los palestinos, copiada según el modelo que los nazis aplicaron a los mismos judíos hace más de ochenta años en plena guerra mundial, se puede también denominar como la “solución final” para acabar con Palestina. Se sabe que quienes diseñaron ese macabro plan en la Alemania de mediados del XX fueron Reinhard Heydrich y Adolf Eichmann. El primero era conocido en esa época como el cerebro de Himmler, la Bestia Rubia o el Carnicero de Praga, y el segundo fue el eficiente burócrata que se encargó del traslado de sus víctimas a los campos de concentración.

Ante la monstruosa masacre que se viene cometiendo contra los palestinos de Gaza, verdaderos crímenes de guerra de la que algún día tendrán que rendir cuentas ante la justicia, los abiertos y velados defensores del gobierno de Tel Aviv arguyen que se trata de una “legítima defensa”, o traen a colación el asunto del antisemitismo, para responder a quienes señalan sin ambages que se trata de un genocidio. Me ha sorprendido que un columnista peruano, entre tantos otros, le dedique varios de sus textos a recordarnos esa vieja práctica que, sin embargo, en el problema actual no tiene nada que hacer. Quienes condenamos sin medias tintas lo que los nazis hicieron con los judíos durante la llamada segunda guerra mundial, igualmente condenamos lo que hoy hacen, no todos los judíos, sino quienes ejercen el poder y representan al gobierno de esa nación en estos momentos.

La actitud del gobierno de Sudáfrica, la misma de Nelson Mandela, es hasta ahora la única que asume con dignidad lo que muchos quisiéramos para nuestros gobiernos, representando a millones en el mundo que pensamos que la justicia internacional debe intervenir ya para detener esta carnicería. La denuncia planteada por Pretoria ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), acusando de genocidio al Israel, es por lo menos un gesto de honor que nos salva de la plena barbarie. Los seis puntos de medida urgente que el tribunal ha planteado al gobierno israelí para evitar la consumación de la matanza, son descaradamente desacatados por las tropas invasoras. Los representantes israelíes se zurran en el Derecho Internacional. Tienen la desfachatez de llenar de improperios al mismo secretario general de las Naciones Unidas, por llamar al respeto por las vidas de miles de palestinos que padecen injustamente esta cruel embestida. La misma respuesta han recibido el presidente Petro de Colombia y el presidente Lula de Brasil. Las relaciones diplomáticas con esos países se tambalean sólo porque se atrevieron a ponerse del lado de las víctimas.

Por último, de los tantísimos ejemplos del exterminio colectivo que ejecuta impunemente el gobierno de Netanyahu, una noticia que revela por enésima la atroz incursión de las tropas sionistas en Gaza nos remece de ira por lo abominable del hecho: más de un centenar de palestinos son acribillados desde el aire cuando se acercaban a los convoyes para recabar la escasa alimentación que pueden recibir después que se les ha bloqueado hasta eso, en un gesto de grosera inhumanidad que pinta de cuerpo entero a los que ordenan tamaña bestialidad y a quienes fungen de sus protectores en el poder mundial. Varias resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas solicitando el alto el fuego han naufragado por el veto estadounidense. Es imposible concebir mayor ignominia.

 

Lima, 3 de marzo de 2024.


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miércoles, 14 de febrero de 2024

Kafka enamorado

 

Ahora que estamos en el año de Kafka, pues en junio se cumplen cien años del fallecimiento del formidable escritor checo, es bueno repasar un segmento particularmente íntimo de su obra: su correspondencia amorosa, dirigida primero a Felice Bauer, con quien estuvo prometido, y luego a Milena Jerenská, su traductora al checo. Franz Kafka, a pesar de haber nacido en Praga, escribía en alemán, como buen ciudadano del imperio austro-húngaro, por eso es considerado en los estudios literarios como parte de la literatura alemana, tal vez el exponente más notable de esa lengua en el siglo XX. No desconocía el checo; sin embargo, sabía que su producción cobraría dignidad al ser traducida a ese idioma por esta mujer, periodista y escritora, poseedora de una fina sensibilidad y una gran cultura, quien por cierto, le había solicitado antes su autorización para realizar la traducción de una de sus primeras obras.

Me centraré en su correspondencia con esta última, a propósito de la relectura de Cartas a Milena (Alianza Editorial, 1984), texto que vuelve a deleitarme después de más de treinta años. En aquella ocasión, me sirvió además de inspiración para las misivas que yo perpetraba teniendo como filosofía aquello que afirmaba con gran agudeza el poeta Luis Hernández: “Yo creo en el plagio, y con el plagio creo”. El tono reflexivo, las perspicaces descripciones de los escenarios y las situaciones, la penetración psicológica, la autoironía y un sentido del humor soterrado e inmanente, hacen de la lectura de estas cartas una gozosa aventura del sentimiento y de la imaginación.

Compiladas y anotadas por Willy Haas, las cartas que Kafka escribió a Milena comprenden desde 1920 hasta 1922, y recogen una relación que empezó siendo de amistad, por razones estrictamente literarias, y que lentamente va transitando hacia una singular pasión amorosa cuya intensidad va a la par de la eficaz y magnífica prosa del autor de El proceso. Las comunicaciones fueron enviadas sin fecha, por lo que el trabajo del compilador ha debido de ser muy arduo para ordenarlas cronológicamente. Milena pertenecía a una familia muy conocida de Praga y estaba casada con un intelectual bohemio. Cuando Kafka y Milena se conocieron, él tenía 37 años, y ella, 24.

De hecho, Kafka se comprometió dos veces, incluso algunos biógrafos dicen que hasta tres, pero no pudo llevar a cabo su propósito por razones que quizá son algo complejas y a la vez sencillas de analizar. Muchos fragmentos de las cartas poseen referencias y prefiguraciones de las atmósferas de sus escritos de ficción, especialmente de La transformación -más conocida como La metamorfosis-. Por ejemplo, en una carta le cuenta a Milena que no ha podido salvar a un coleóptero que yacía desesperado patas arriba. Cuando él creía que ya agonizaba, pasó una lagartija sobre el insecto, éste se incorporó presto y echó a volar. Esta escena nos remite inmediatamente al comienzo de su más afamada novela, donde Gregor amanece una mañana convertido en un monstruoso insecto sin poder levantarse y con las patitas agitándolas inútilmente en el aire.

Enseguida le comenta: “De algún modo eso me infundió un poco de ánimo a mí también; me levanté, bebí leche y empecé a escribirle.” No debemos olvidar que la bebida favorita de Gregor Samsa era la leche, y que en su nueva condición de insecto esta bebida le resulta indiferente, pues su hermana Gretel, durante los primeros días del terrible acontecimiento, le lleva un cazo de leche con pan remojado a su habitación, pero luego comprueba que ha dejado intacto el alimento. Entonces varía su dieta y a partir de ese momento le llevará desperdicios diversos.

La relación se hace cada vez más intensa, a menudo prolija en detalles que sólo una sensibilidad como la de Franz Kafka es capaz de detectar. Por desgracia, no contamos con las cartas que ella le escribió, las cuales apenas podemos deducirlas de las referencias y comentarios que realiza el propio Kafka. Aun así, adentrarse en el sentir y el pensar del novelista checo, constituye una aventura descomunal, una experiencia única en el conocimiento del espíritu y el corazón de un gran creador. Y pensar que durante todo ese tiempo sólo se vieron dos veces: una en Viena, donde radicaba Milena, encuentro que duró cuatro días; y otra, en Gmünd, en el centro oeste de Austria. Kafka se encontraba en Merano, un idílico valle alpino en Italia, donde pasaba una temporada de cura debido a la tuberculosis.

A la muerte del escritor, Milena escribe su obituario en un periódico de Praga, donde describe perfectamente la misteriosa personalidad de un Kafka tímido, reservado, demasiado sabio para la vida e incapaz de luchar contra un enemigo poderoso, a quien puede llegar a avergonzar precisamente por ese poder. Ella se vuelve a casar, tiene una hija, se divorcia otra vez. Se afilia al partido comunista checo, consolida su carrera como periodista y pronto se desencanta de la deriva del régimen soviético por los testimonios que recibe de personas amigas, como es el caso de Margaret Buber-Newman, quien escribirá un hermoso libro publicado después de la muerte de Milena en el campo de concentración de Ravensbrück, en 1944, donde estuvo confinada cuatro años por sus actividades en favor de ciudadanos judíos que huían de la barbarie nazi.

 

Lima, 12 de febrero de 2024.




lunes, 12 de febrero de 2024

Sobrevivientes

 

En octubre de 1972 se produjo una de las tragedias aéreas más sonadas de Latinoamérica, cuando un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, que transportaba a 45 personas, se estrelló en la cordillera de los Andes, en la frontera de Argentina con Chile. En ella viajaba la delegación del equipo de rugby del país, acompañados por algunos familiares y amigos de los jóvenes deportistas, más los miembros de la tripulación. Después de una breve escala en Mendoza, la nave rumbo a Santiago de Chile perdió el control, debido tal vez a la densa nubosidad de la zona, y terminó desintegrándose en choques sucesivos con las cresterías nevadas de una altura superior a los 5 mil metros sobre el nivel del mar.

Este es el tema de la reciente película La sociedad de la nieve, del español Juan Antonio Bayona, estrenada el año pasado y que compite para los próximos premios Oscar. Producida a partir del libro del mismo nombre de Pablo Vierci, la historia revive un hecho luctuoso de la aviación. La he visto la otra noche y me ha parecido muy interesante, un tratamiento bastante sobrio de un asunto que puede prestarse fácilmente a la truculencia. La actuación de artistas uruguayos y argentinos le proporciona una buena dosis de realismo al film, así como el escenario que es el mismo que vivieron las víctimas de hace medio siglo, aunque algunas escenas se hayan grabado en la Sierra Nevada española.

Durante el primer saldo de la violenta incursión sobrevivieron 27 viajeros, que empezarían a vivir a partir de ese momento una verdadera hazaña de supervivencia, debiendo soportar por 71 días los embates encarnizados de la baja temperatura, la falta de alimentos, los heridos sin atención suficiente y la desesperación gradual de todos. Una tormenta de nieve, a los pocos días del accidente, prácticamente los sepultó en la montaña, ocasionando la muerte de 9 personas más. En los siguientes días otros dos morirían al encontrarse muy mal heridos. Cuando a través de un equipo de radio escuchan que las labores de rescate se dan por concluidas, han pasado ya diez días de la caída. En ese instante son conscientes de que su salvación depende de ellos mismos.

Al agotarse los suministros, se produce una terrible disyuntiva que pone a prueba el valor moral de cada sobreviviente. Discuten sobre la posibilidad de consumir la carne de sus compañeros fallecidos. Un viejo tabú de la humanidad se coloca en el debate en circunstancias dramáticas para 16 seres humanos cuya única alternativa es sobrevivir o morir. Algunos toman la difícil decisión de salvarse, aun a costa de un hecho que para muchos es reprobable desde todo punto de vista; otros declinan por razones religiosas. Sin duda que es el momento más tenso de la película.

A los sesenta días de una peripecia increíble, dos de los muchachos deciden arriesgarse y salen a pedir auxilio cruzando los picos nevados, las abruptas laderas y desafiando la inclemencia de un clima extremo. Se dirigen al oeste, pues saben que en algún momento divisarán las estribaciones del lado chileno de Los Andes. La travesía de diez días es descomunal, una auténtica prueba de lucha por la vida, la voluntad humana puesta al límite, la resistencia personal al servicio de la afirmación práctica de la solidaridad, la empatía y la resiliencia. Una acción de heroísmo sin discusión alguna. Divisar al arriero chileno al otro lado de un río, es el santo y seña de un noble objetivo conquistado.

En 1976 se produjo la primera versión cinematográfica de la tragedia, Supervivientes de los Andes. Fue rodada en México por René Cardona, basada en el libro del mismo título de Clay Baird Jr. En 1993 se realizó una segunda película sobre este acontecimiento que la prensa bautizó como el milagro de los Andes. La producción titulada en inglés Alive (¡Viven!), fue producida y dirigida por Frank Marshall, basada en el libro homónimo de Piers Paul Reed de 1974. Tal parece, sin embargo, que la última versión posee un mayor calado en el tratamiento del tema como en la profundización de los personajes, así como en el enfoque centrado en los aspectos reflexivos y existenciales de un episodio de esta magnitud. De hecho, la primera versión fue muy mal recibida por la crítica, por el abordaje plano y efectista del hecho. La segunda estuvo mejor, a pesar del evidente acento puesto en el lado religioso de una vivencia así.    

Esta proeza de la sobrevivencia no se podría decir que es en realidad insólita, pues son numerosos los casos que registra la historia de personas que lograron sobreponerse a situaciones tan retadoras. Muchas fatalmente no pudieron hacerlo, pero lo intentaron, porque el instinto de vida es tan fuerte que es capaz de cosas tan extraordinarias o extremas con el único fin de salvarse, de no morir. Freud hablaba del eros y del tánatos, dos instintos poderosos y opuestos, uno de vida y el otro de muerte, que habitan en todo ser humano. Según la realidad, el carácter o las circunstancias, logra triunfar uno de ellos, y en este caso fue el primero que logró imponerse para que esos dieciséis sobrevivientes contaran al mundo su increíble experiencia.

Lima, 31 de enero de 2024.



sábado, 27 de enero de 2024

Educando a Elisa

 

George Bernard Shaw (Dublín 1856 – Reino Unido 1950) es un espléndido humorista, dueño de un ingenio excepcional, que lo hace enfrentar de manera incomparable cualquier situación embarazosa de la vida diaria. Cuando es objeto de alguna chanza, pues no faltan los impertinentes que buscan cebarse con una celebridad, sus respuestas son fulminantes, rotundas, como por ejemplo en ese par de anécdotas que se cuentan de las muchas que lleva en su haber. Una vez, luego de una brillante conferencia, un sujeto del público se puso de pie para hacerle una pregunta, pero no referida al tema de su exposición, sino una con sorna:

-Señor Shaw, ¿podría decirme dónde queda el baño? -La réplica del expositor fue delicada como una caricia, pero violenta como una centella.

-Cómo no señor -le dijo Shaw-; salga al pasadizo, camine de frente hasta el fondo, doble a la derecha y allí encontrará un letrero que dice “Caballeros”. No hago caso al mismo y pase adelante.

Otra vez, salía de una sala de teatro luego de haber disertado sobre un tema, la gente se aglomeró alrededor suyo tratando de obtener alguna respuesta o una firma dedicada. De pronto, alguien le advirtió que en el bolsillo del saco un desconocido había colocado un papel doblado. Nuestro personaje extrajo el mismo, lo desdobló y leyó: “Imbécil”. Miró al público, desplegó el mensaje ante la vista de todos y espetó:

- Señores, es la primera vez que recibo un anónimo, firmado.

Empero, Shaw es ante todo un gran escritor, autor de novelas, ensayos y obras dramáticas. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1925. De entre aquellas últimas, destaca indudablemente su comedia Pigmalión, publicada en 1913, formidable sátira de la sociedad inglesa y deliciosa pieza de teatro. El título nos remonta a la inagotable mitología griega, según la que un rey de Chipre andaba en busca de una mujer con quien casarse, pero como era muy exigente en la materia, no conseguía ninguna que reuniera sus condiciones de perfección, entonces decidió dedicarse a la escultura. Esculpió así a Galatea, la mujer ideal que ansiaba. Se enamora de ella deseando con frenesí que cobrara vida. Tiene un sueño donde se cumple su deseo, y al despertar Afrodita se compadece del rey y hace realidad su sueño. El relato se encuentra igualmente en el libro Metamorfosis, del autor latino Ovidio.

Este es el trasfondo mítico de la comedia, trasladado al Londres de comienzos del siglo pasado. Henry Higgins, un caballero inglés especialista en lingüística y fonética, conoce de casualidad en una calle de la ciudad, en medio de una lluvia torrencial, a una florista. Esta circunstancia particular, donde un par de mujeres, madre e hija, intercambian diálogos con la vendedora de flores, sirve para que el caballero tome notas para sus estudios. Entre los personajes de la escena también está el coronel Pickering, otro aficionado a estos aspectos del lenguaje. Todo sucede en el pórtico de la iglesia de San Pablo, a medianoche.

El hijo de la señora, Freddy, va en busca de un taxi y tropieza con la florista, cuya canasta de flores se desparrama por el suelo. Allí se suscita un breve diálogo entre ambos, ocasión que mister Higgins registra en sus apuntes por el especial uso del idioma que hace la chica, Elisa, un lenguaje trufado de coloquialismos propio de la jerga de los barrios bajos londinenses. Asimismo, es motivo para que intercambien impresiones Higgins y Pickering, quien es autor de un trabajo titulado “El sánscrito hablado”, lo que produce un enorme interés de parte de aquel. De esta manera, al día siguiente ambos se encontrarán en el gabinete que Higgins tiene en Wimpole Street. Allí llega también la florista, buscando al lingüista para unas clases de pronunciación. Cuando convienen en ello, el de las notas comunica a su ama de llaves, mistress Pearce, que Elisa se quedará y que la lleve para su aseo. Su desafío es convertir en unos pocos meses a la muchacha en una dama de modales y léxico correctos.

En el tercer acto asistimos a una escena en la casa de mistress Higgins, la madre del profesor de fonética, un piso en la ribera del Chelsea. Acude a ella su hijo para anunciarle la visita de una muchacha que ha pescado. La madre se turba y replica que ese día tiene visitas, y por tanto debe esperar. Henry insiste y convence a la dama de que reciba a su invitada. Quienes visitan a mistress Higgins son la señora y la señorita de Eynsford, las mismas de la primera escena del pórtico de San Pablo. Al hacer su ingreso Elisa, vestida como una dama y departiendo con los circunstantes con suma delicadeza y modales, el asombro es general. Intercambian impresiones ante el regocijo del profesor y la perplejidad de la madre. Pronto llega Freddy, a quien también ya conocemos, y queda prendado de Elisa.

En el cuarto acto se va a poner en práctica el experimento de los dos señores. Nos enteramos, por el diálogo de ambos al llegar al laboratorio de vuelta, que han asistido a una garden-party -tradicionales fiestas en los jardines en el Reino Unido durante la era Victoriana-, para poner a prueba todo el trabajo de meses con el objetivo de refinar a una florista recogida del arroyo, como varias veces lo comenta el autor del proyecto. Si bien ellos regresan satisfechos, Elisa demuestra su malestar, que con el paso de las horas va creciendo. Se siente utilizada, un simple conejillo de indias de dos caballeros empeñados en demostrar a todo el mundo y demostrarse a sí mismos lo que son capaces de hacer.

En el acto final, Higgins acude a la casa de su madre acompañado de Pickering, afanosos por encontrar a Elisa, quien ha fugado la noche anterior y se ha llevado todas sus cosas. Henry está desesperado, mientras la madre lo contempla muy tranquila tratando de transmitirle algo de su estado de ánimo. En un momento determinado, mistress Higgins anuncia que Elisa está con ella y ordena que salga. Elisa hace su ingreso a la sala ante el estupor de los solterones. Previamente, la madre ha tratado de hacerle entender al hijo los beneficios del matrimonio, situación que a él le parece improbable. Luego, en la plática con Elisa salen a relucir los encuentros y desencuentros de una relación singular. Él no quiere que se vaya y le pide volver con ellos. Elisa manifiesta sentirse postergada, tratada como un objeto. Menciona a Freddy como el joven que ha mostrado su interés por ella. Henry descalifica al muchacho en medio de un escarceo de sentimientos de superioridad, celos y desamparo.    

La obra se divide, como ya quedó claro, en cinco actos y un epílogo. En éste, el autor reflexiona sobre el posible fin de su comedia, presentando al lector argumentos válidos para que cada quien se decante por el final más razonable. Por lo demás, en toda la obra sobrevuela una crítica velada a la hipocresía de la alta sociedad londinense, una sátira de los moldes impuestos por la aristocracia, una fina ironía que desnuda ese mundillo hecho de convencionalismos, formulismos y supercherías sociales con los cuales una clase ha buscado uniformizar el multiforme e inapresable comportamiento del ser humano.

 

Lima, 24 de enero de 2024.




jueves, 18 de enero de 2024

Crónica de Lima

 

Cuando la ciudad de Lima cumplió 400 años de fundación española, el eminente historiador Raúl Porras Barrenechea publicó un libro de homenaje titulado Pequeña antología de Lima. El Río, el Puente y la Alameda. Corría el año 1935 y el joven estudioso de nuestra historia reunió en un enjundioso volumen los textos más importantes que sobre Lima se habían escrito desde aquellos años iniciales hasta las primeras décadas del siglo XX. Una comprobación que puede sorprender al lector es cuando el autor afirma, en las palabras liminares, que esta ciudad la fundaron dos personajes: Francisco Pizarro y Ricardo Palma. Es una forma elegante de conjugar la historia y la poesía, el pasado y la literatura, la realidad y la imaginación. Y continúa luego: “Se agregaron a los fundadores treinta españoles que vinieron de San Gayán y veinticinco indios de Jauja”, es decir, que entre los primeros habitantes de esta capital también había jaujinos, a quienes podemos también reconocerles el título de fundadores.

Cada uno de los que habitamos esta urbe descomunal tiene una visión propia de ese espacio compartido que finalmente es una ciudad. La primera vez que visité Lima fue en los primeros años de la década del 70 del siglo XX. Nos alojamos en un departamento de la recién estrenada Residencial San Felipe, en el distrito de Jesús María. Nuestros anfitriones, parientes políticos de mi tía Antu, nos recibieron con gran afecto. Desde el quinto piso podía divisar esta ciudad increíble, las luces interminables que pululaban por todos lados en la noche, como silenciosas luciérnagas incansables. Pero lo primero que me sorprendió realmente fue el agua, mejor dicho, el olor del agua. Yo venía de Jauja, abastecida por el agua de los manantiales o puquios de las alturas, agua pura que bebíamos directamente de las pilas de las casas. Es por eso que sentir el cloro -como me lo explicaron después- fue el primer choque físico con la capital.

Luego vendría el recorrido por la ciudad, sus altos edificios, el tráfico intenso y la agitación particular de una urbe gigantesca ya por esos años. Y el otro impacto físico fue el clima, era la estación del verano y ese calorcito pegajoso y molesto, inusual para un visitante de la sierra, fue una experiencia extraña que con el tiempo tuve que aprender a domeñar. Caminar por el centro de la ciudad, el famoso jirón de la Unión, la plaza San Martín y la Plaza de Armas, como se decía entonces, se convirtió en otra aventura inusitada y grata. Lo que sí me resultó directamente injuriante fue el transporte público, trasladarse en los viejos buses de esos años, con sus destartaladas chimeneas arrojando humo negro, me produjo las primeras arcadas en la capital, estando a punto del vómito. También con los años se llega a dominar esta repulsa instintiva del cuerpo.

En uno de los textos que recopila Porras, el poeta José Santos Chocano evoca una Lima del pasado, una Lima que se fue, o que dejamos irse, o que tal vez siempre se está yendo. Desfilan ante los ojos de la imaginación del lector, los fantasmas de una ciudad que ya no existe, cual conjuro de ánimas de un mundo pretérito, casi como el que podemos sentir en Comala, la ciudad espectral de Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo. Qué hubiera pensado el insigne historiador que fue el maestro Porras, o los cronistas y viajeros que dejaron sus impresiones de la otrora Lima, si vieran, por ejemplo, hoy el Rímac convertido en un río de aguas pútridas, un cauce maloliente que agrede los sentidos de quienes osan cruzar sus puentes o pasear por sus malecones.

Hay un texto escrito por un tal Stevenson, que vivió en Lima muchos años, donde describe los últimos años de la Inquisición, que funcionaba en el local del Santo Oficio, situado en la llamada plaza de las tres virtudes cardinales, hoy Plaza Bolívar. Es un estremecedor testimonio de la barbarie instalada en un recinto consagrado a la fe.

Cuando finalmente me instalé en la ciudad, a comienzos de los años 80, con motivo de mi ingreso a la Universidad de San Marcos, era otro el panorama político el que imperaba. El Perú vivía su primavera democrática, con el retorno de los civiles al poder. Lima seguía creciendo de un modo imparable, como hasta hoy. Poco a poco iría conociendo los distintos rincones de una Lima que crecía caótica y desmesuradamente. Los históricos lugares de Pachacámac, Carabayllo y Maranga, importantes núcleos poblacionales de la Lima primitiva, quedan ahora como puntos referenciales de un pasado que el vértigo del tiempo ha ido transformando hasta adquirir las actuales características.

En el libro que poseo, la edición se completa con un interesante texto que Raúl Porras Barrenechea dedica al nombre del Perú. Es curioso comprobar cómo esta toponimia se impone a través del uso de la gente de más baja ralea de Panamá, que en son de burla se referían de esa manera a los aventureros que se arriesgaban hacia el sur. Los documentos oficiales registran el nombre general de Costa del Levante para todas las tierras situadas al sur de Panamá. Pero la denominación surge por la deformación del nombre de un cacique llamado Bidú, al que los conquistadores atribuyen el señorío de dicho territorio. Aparece así un nombre mestizo, como dice Porras, fusión de lo indio y lo español. Los soldados y el populacho, como casi siempre, imponen así el uso de una voz hasta entonces desconocida, que sin embargo en sus inicios se refería a lo que actualmente es la provincia del Darién en Panamá y la intendencia del Chocó en Colombia.

Alguna vez, la gran compositora Chabuca Granda asistió a una de las conferencias del maestro Porras, y allí fue que escuchó por primera vez esa descripción tan precisa de la Lima antigua y sus costumbres, que luego incorporó en uno de sus versos más memorables de su emblemática canción “La flor de la canela”. Efectivamente, el río hablador, el puente de piedra y la alameda de los Descalzos en el distrito del Rímac constituyen los elementos identitarios de una ciudad que luego se ha expandido de una manera monstruosa.

El libro es encantador, posee una nutrida información histórica sobre Lima y el Perú, en la prosa elegante y sabrosa de uno de los hombres más apasionados por el pasado del país y que siempre estuvo comprometido con su presente y con su futuro.

 

Lima, 6 de enero de 2024.