Un grupo comando de yihadistas islámicos ha desatado una
noche de terror en las calles de París. Como si la fecha, viernes 13, encerrara
algún fatídico designio, el presagio demoníaco del peor de los infiernos, la
Ciudad Luz ha vivido una de sus pesadillas más horripilantes de los últimos
tiempos. Varias horas en vilo, 129 muertos y una secuela de pánico extendido,
de tensión incontenible ante la inminencia de posibles nuevos atentados, es lo
que ha dejado este acto demencial.
La alarma ha sido mundial por haberse
producido precisamente en París, que de alguna manera puede ser considerada la
urbe más global del planeta, la que simboliza los valores de la libertad y la
democracia como ninguna otra en Occidente, como que es la cuna de los
principios republicanos y el emblema del laicismo en el mundo moderno, pues
apenas unos días antes se habían producido otros hechos de sangre, como el
ataque contra una manifestación kurda en Ankara, y dos atentados suicidas que
han dejado 37 muertos en Beirut, también perpetrados por el Estado Islámico
(EI).
Al día siguiente de la masacre, el
presidente francés proclamó, en un mensaje contundente y decidido, lo que
constituye una tácita declaratoria de guerra a la organización culpable de la
matanza. Algunos meses atrás, el papa Francisco ya había declarado que el mundo
asistía a una Tercera Guerra Mundial por partes, es decir, focalizada en
distintos puntos del orbe, pero que daban expresamente la fisonomía de una
conflagración de ribetes universales. Será una guerra, en todo caso, no
convencional, pues será el enfrentamiento de una coalición de países,
encabezados curiosamente por los EE.UU. y Rusia, contra un grupo de
fundamentalistas homicidas y bárbaros que pretenden instaurar un Califato entre
Siria e Irak.
Las causas de este dantesco ataque se
pueden hurgar en la historia reciente de la problemática que vive el Medio
Oriente, una región que se ha convertido en el tablero de ajedrez predilecto de
los grandes conflictos de nuestros tiempos. A raíz de los sucesos del 11 de
septiembre de 2001, y de la consecuente invasión de Irak por las tropas
norteamericanas, con la ejecución del propio Saddam Hussein como colofón
macabro, se impuso un gobierno títere en Bagdad, un régimen digitado
directamente desde Washington, que ha conducido los resortes del poder desde su
óptica chiita, acarreando el resentimiento y el espíritu de venganza de los
sunitas que se consideraban maltratados y marginados por el Estado.
Es en ese panorama caótico y cargado de
turbulencias donde se incuba la idea infernal del Estado Islámico, advertido en
su momento por Saddam Hussein, un proyecto de tintes medievales que busca
resucitar en esta era el llamado Califato, empresa que puesta en marcha ha
significado hasta ahora el dominio de un importante territorio que va de la
ciudad de Raqqa hasta Mosul, entre Siria e Irak, la decapitación sistemática de
personas relacionadas a países de Occidente, especialmente periodistas y
cooperantes, así como la destrucción de símbolos culturales e históricos de la
región, como es el caso de esculturas milenarias de los principales museos y
colecciones, y de valiosas construcciones como las ruinas de Palmira o de la
ciudad asiria de Nimrod. Una verdadera atrocidad. Un crimen de lesa cultura.
Estos combatientes de la guerra santa
–como se hacen llamar– atacan en los lugares menos previsibles de Europa y
África, donde pueden golpear centros neurálgicos de la cultura occidental.
Están atrincherados en los mismos barrios y suburbios de las grandes ciudades
del Viejo Mundo –al estilo del Molenbeek de Bruselas–, y nadie sabe en qué
momento pueden convertirse en mártires, inmolándose forrados de explosivos,
haciendo estallar restaurantes, salas de
conciertos o estadios. Allí radica la complejidad de hacerles frente, pues sus
métodos para imponer el terror son inasibles y ubicuos, totalmente
impredecibles.
Cientos de jóvenes europeos han sido captados
en los últimos años por los predicadores del integrismo más brutal. A través de
las redes sociales, han ido vulnerando sus escasas resistencias, hasta lograr
radicalizarlos en los centros urbanos de la civilizada Europa, para llevarlos a
enrolarse en la insania inexplicable de sus propósitos de destrucción y muerte.
El fundamentalismo barato de los cuchillos y las bombas, la retorcida ideología de la violencia y el salvajismo de
sus métodos, han calado peligrosamente en estos jóvenes que, como ha dicho el
sociólogo Farhad Khosrokhavar, experto en estos asuntos, “tienen la sensación
de que la sociedad les odia, así que ellos también la odian. A través del
islam, creen convertir ese odio en sagrado y legítimo. A través de la
radicalización, recuperan su dignidad”.
Un desafío enorme deben enfrentar los
países que defienden la cultura de la libertad para salir airosos de esta lucha
singular, pues no se trata sólo de acabar físicamente con los bastiones
terroristas donde se encuentren, sino de asumir las causas profundas de esta
eclosión del terror para atacar, con las armas que nos provee el derecho
internacional y los valores de la democracia, las semillas y las raíces de este
fenómeno que ha empezado a mostrar sus rostro monstruoso en las calles más
concurridas de las sociedades abiertas. No debemos permitir que la intolerancia
y la xenofobia se afirmen como respuestas viscerales, pues ello habrá significado el triunfo de las
fuerzas retrógradas que pretenden imponer sus condiciones de barbarie y
violencia sin freno a la laboriosa civilización que proclamamos defender.
Lima,
21 de noviembre de 2015.