sábado, 21 de noviembre de 2015

Masacre en París

      Un grupo comando de yihadistas islámicos ha desatado una noche de terror en las calles de París. Como si la fecha, viernes 13, encerrara algún fatídico designio, el presagio demoníaco del peor de los infiernos, la Ciudad Luz ha vivido una de sus pesadillas más horripilantes de los últimos tiempos. Varias horas en vilo, 129 muertos y una secuela de pánico extendido, de tensión incontenible ante la inminencia de posibles nuevos atentados, es lo que ha dejado este acto demencial.
     La alarma ha sido mundial por haberse producido precisamente en París, que de alguna manera puede ser considerada la urbe más global del planeta, la que simboliza los valores de la libertad y la democracia como ninguna otra en Occidente, como que es la cuna de los principios republicanos y el emblema del laicismo en el mundo moderno, pues apenas unos días antes se habían producido otros hechos de sangre, como el ataque contra una manifestación kurda en Ankara, y dos atentados suicidas que han dejado 37 muertos en Beirut, también perpetrados por el Estado Islámico (EI).
      Al día siguiente de la masacre, el presidente francés proclamó, en un mensaje contundente y decidido, lo que constituye una tácita declaratoria de guerra a la organización culpable de la matanza. Algunos meses atrás, el papa Francisco ya había declarado que el mundo asistía a una Tercera Guerra Mundial por partes, es decir, focalizada en distintos puntos del orbe, pero que daban expresamente la fisonomía de una conflagración de ribetes universales. Será una guerra, en todo caso, no convencional, pues será el enfrentamiento de una coalición de países, encabezados curiosamente por los EE.UU. y Rusia, contra un grupo de fundamentalistas homicidas y bárbaros que pretenden instaurar un Califato entre Siria e Irak.
     Las causas de este dantesco ataque se pueden hurgar en la historia reciente de la problemática que vive el Medio Oriente, una región que se ha convertido en el tablero de ajedrez predilecto de los grandes conflictos de nuestros tiempos. A raíz de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, y de la consecuente invasión de Irak por las tropas norteamericanas, con la ejecución del propio Saddam Hussein como colofón macabro, se impuso un gobierno títere en Bagdad, un régimen digitado directamente desde Washington, que ha conducido los resortes del poder desde su óptica chiita, acarreando el resentimiento y el espíritu de venganza de los sunitas que se consideraban maltratados y marginados por el Estado.
     Es en ese panorama caótico y cargado de turbulencias donde se incuba la idea infernal del Estado Islámico, advertido en su momento por Saddam Hussein, un proyecto de tintes medievales que busca resucitar en esta era el llamado Califato, empresa que puesta en marcha ha significado hasta ahora el dominio de un importante territorio que va de la ciudad de Raqqa hasta Mosul, entre Siria e Irak, la decapitación sistemática de personas relacionadas a países de Occidente, especialmente periodistas y cooperantes, así como la destrucción de símbolos culturales e históricos de la región, como es el caso de esculturas milenarias de los principales museos y colecciones, y de valiosas construcciones como las ruinas de Palmira o de la ciudad asiria de Nimrod. Una verdadera atrocidad. Un crimen de lesa cultura.
     Estos combatientes de la guerra santa –como se hacen llamar– atacan en los lugares menos previsibles de Europa y África, donde pueden golpear centros neurálgicos de la cultura occidental. Están atrincherados en los mismos barrios y suburbios de las grandes ciudades del Viejo Mundo –al estilo del Molenbeek de Bruselas–, y nadie sabe en qué momento pueden convertirse en mártires, inmolándose forrados de explosivos, haciendo estallar  restaurantes, salas de conciertos o estadios. Allí radica la complejidad de hacerles frente, pues sus métodos para imponer el terror son inasibles y ubicuos, totalmente impredecibles.
     Cientos de jóvenes europeos han sido captados en los últimos años por los predicadores del integrismo más brutal. A través de las redes sociales, han ido vulnerando sus escasas resistencias, hasta lograr radicalizarlos en los centros urbanos de la civilizada Europa, para llevarlos a enrolarse en la insania inexplicable de sus propósitos de destrucción y muerte. El fundamentalismo barato de los cuchillos y las bombas, la retorcida  ideología de la violencia y el salvajismo de sus métodos, han calado peligrosamente en estos jóvenes que, como ha dicho el sociólogo Farhad Khosrokhavar, experto en estos asuntos, “tienen la sensación de que la sociedad les odia, así que ellos también la odian. A través del islam, creen convertir ese odio en sagrado y legítimo. A través de la radicalización, recuperan su dignidad”.  
     Un desafío enorme deben enfrentar los países que defienden la cultura de la libertad para salir airosos de esta lucha singular, pues no se trata sólo de acabar físicamente con los bastiones terroristas donde se encuentren, sino de asumir las causas profundas de esta eclosión del terror para atacar, con las armas que nos provee el derecho internacional y los valores de la democracia, las semillas y las raíces de este fenómeno que ha empezado a mostrar sus rostro monstruoso en las calles más concurridas de las sociedades abiertas. No debemos permitir que la intolerancia y la xenofobia se afirmen como respuestas viscerales,  pues ello habrá significado el triunfo de las fuerzas retrógradas que pretenden imponer sus condiciones de barbarie y violencia sin freno a la laboriosa civilización que proclamamos defender.


Lima, 21 de noviembre de 2015.

Sobre lo “churrupaco”

     La primera vez que oí mencionar el término “churrupaco” fue allá por los años finales de la década del 70 del siglo pasado, cuando aún cursaba los estudios secundarios, en ocasión de uno de esos imborrables almuerzos dominicales, el abuelo, que aprovechaba los minutos de sobremesa para narrarnos una serie de anécdotas y sucesos diversos, contó un incidente del día en que un tipo, que nosotros no conocíamos, había tenido un pequeño altercado con él, de cuyos detalles no guardo una memoria precisa, y que remató muy molesto calificándolo con la palabra de marras.
     Me quedó grabada la nueva palabra que escuchaba, pero no atiné a interrogarle al abuelo sobre su significado, tratando más bien de desentrañar el mismo a través de inferencias y asociaciones, como siempre he hecho cada vez que me enfrentaba a una situación similar. No soy muy dado a preguntar a las personas sobre algo que no sé, prefiero averiguarlo por mí mismo; tal vez sea un curioso modo de exhibir un orgullo personal en materia del conocimiento. Volvería el anciano a emplearla muchas veces más, en circunstancias parecidas, dejándome intrigado con mayor intensidad.
     Otra vez, pasados algunos años, volvería a escuchar la singular palabreja en boca de otra persona, quien también relataba una ocurrencia de aquel día y finalizaba calificando a la que había sido protagonista de la misma con el epíteto misterioso que reaparecía ante mis oídos después de un relativo olvido en que vivió enterrado durante ese tiempo. Pero ahora podía tener más claro lo que querían decir ambos con ese término, pues a la coincidencia de caracteres y rasgos que podía distinguir en ambos casos, se agregaba el bagaje de experiencias y conocimientos que había adquirido en el ínterin.
     Hasta ese momento, sin embargo, el encuentro con la palabra no había pasado de ser exclusivamente oral, es decir, nunca la había visto impresa, hasta que hará un par de años tuve la memorable ocasión de toparme con ella en una publicación local con todas sus letras. Aparecía la fotografía de la legendaria actriz estadounidense Marilyn Monroe, sosteniendo entre sus manos un libro abierto ante ella, y donde podía distinguirse el título y su autor, nada menos que el Ulises de James Joyce, y en la leyenda venía el comentario del periodista, que concluía afirmando que contra lo que todos se imaginaban sobre el talante intelectual de la belleza rubia, y teniendo la evidencia del testimonio gráfico de una de sus lecturas, no podía hacerse caer tan fácilmente sobre ella el juicio lapidario de haber sido cualquier “churrupaca”.
     En esporádicas ediciones volvía el mismo periodista a usar el vocablo para etiquetar actitudes, personas, comportamientos, modos de ser, naturalezas y contenidos. Lo sorprendente es que no exista un estudio riguroso, o por lo menos básico, sobre su origen y su inasible significado. Llama la atención que lingüistas y filólogos consagrados de nuestro país –porque debo suponer que la palabra viene a ser un peruanismo– no hayan advertido de su uso coloquial y relativamente frecuente. Tampoco en el internet se puede encontrar nada al respecto, situación que me fue comunicada por algunos alumnos que trataban de hacer sus propias indagaciones cuando yo solté un buen día en clase la vocecilla en cuestión.
     Razón de más para ensayar una aproximación conceptual a partir de todas las evidencias recogidas en años de convivencia con el sentido figurado del término. ¿Cómo podemos definir a un “churrupaco”? Creo que lo primero que destaca es su acusada ordinariez, seguida de una flagrante vulgaridad, tanto en los gestos como en las palabras; el “churrupaco” es el tipo sin brillos, anodino y común en su silvestre condición, poseedor de una ostentosa incultura que lo manifiesta a través de actitudes y preferencias que delatan su penosa inclinación por las cosas de mal gusto y visiblemente huachafas. Todo ello en medio de la más sórdida y banal grosería.
     El “churrupaco” puede desplazarse en auto de último modelo o vestir la llamada ropa de marca, pero nada de ello podrá esconder ni ocultar su radical “churrupaquería”; inversamente, un simple ciclista o modesto peatón muy bien pueden estar librados de esa condición por sus cualidades notorias de finura y nobleza. No interesa el color ni la condición socio-económica, pues los “churrupacos” están repartidos entre todos los segmentos sociales, y los hay blancos, negros, mestizos, cholos y demás expresiones de nuestra celebrada multietnicidad.

Lima, 14 de noviembre de 2015. 

Elecciones 2016: perspectivas

        A punto de iniciarse una de las campañas políticas más intensas, desabridas e inquietantes de los últimos tiempos -estando en la etapa oficial de las definiciones de las candidaturas a través de unas elecciones internas que tienen más de meros espectáculos de vodevil que de auténticos ejercicios democráticos de participación ciudadana, sobre todo a juzgar por lo sucedido en un partido tradicional y por lo que se avecina en las demás tiendas políticas, excepción hecha de un frente de la izquierda-, es bueno traer a la memoria del futuro elector algunos aspectos esenciales que puedan orientar mejor su elección.
     Me preguntaba hace unos meses, ante el panorama desolador de nuestra escena política, sobre quién podría encarnar una alternativa decente en las elecciones presidenciales del próximo año, y la respuesta no la encontraba por ninguna parte. Era sencillamente desconsoladora la sola idea de pensar que uno de los figurones que encabezan, dizque las encuestas de intención de voto, pudiera alzarse con el triunfo en las jornadas de abril del 2016.
     ¿No hay mejores opciones que éstas?, ¿es que no nos merecemos algo distinto?, ¿estamos condenados a sufrir gobiernos desastrosos que nosotros mismos elegimos cada cinco años?, eran algunas de las interrogantes que me acuciaban insistentemente, al contemplar cómo la hija de un expresidente sentenciado por ladrón y asesino, un exministro al servicio invariable de las grandes corporaciones, un exmandatario con serios cuestionamientos sobre su conducta en materia de política antinarcóticos, otro con graves acusaciones que aún se ventilan en la justicia, eran los nombres que sonaban con más fuerza en la opinión pública para el recambio presidencial del próximo año.
     En medio de este gris pesimismo y casi sin ningún atisbo de luz en el horizonte, se yergue de pronto la inmortal esperanza en la forma de una promesa que vuelve a despertar los ánimos deshechos por años y años de experiencias nefastas, sumido en decepciones y traiciones propinadas por esta impresentable clase política. Aunque racionalmente no hubiera cupo para la ilusión, una tendencia natural de lo humano nos lleva a veces a rendirnos a esa fuerza desconocida gobernada por el instinto y la intuición. Pues como decía el maestro Ernesto Sábato, si la angustia es la prueba ontológica de la nada, la esperanza lo es del sentido de la vida; en este caso, de nuestro futuro político.
     Se ha dicho que, así como ha sucedido en numerosos países latinoamericanos, ya es tiempo de que una mujer asuma la conducción política del Perú, más allá de si este argumento pueda considerarse sexista o no pase de la simple mención anecdótica, pues es verdad también que, independientemente del género, quien gobierne un país debe hacerlo basado en consideraciones programáticas e ideológicas que fundamenten su propuesta de gobierno, y que reciban el respaldo de una ciudadanía informada y conocedora de sus derechos.
     Si en el Perú ha llegado el momento en que una mujer sea elegida presidente de la República, ella tendría que ser, entre aquellas que figuran como candidatas, no alguien que exhiba un dudoso pasado como parte de un régimen que pisoteó los derechos humanos y convirtió nuestro país en un chiquero moral, que avaló con su silencio convenido o su abierta complicidad, todas las tropelías que se cometieron en contra de la frágil democracia que empezaba a construirse, la heredera de una década ignominiosa de la historia política reciente, aquella que por puro oportunismo electorero busca desmarcarse de sus reales principios autoritarios, lavarse la cara con un discurso insólito ante una universidad estadounidense, cuando vemos que tras su aparente fachada de demócrata ejemplar, se esconden y cobijan viejos dinosaurios de ideas trasnochadas y posturas anacrónicas. No podría serlo aquella que encarna una forma de gobernar basada en la confrontación y la imposición, en el desconocimiento de los errores cometidos en el régimen del que fue parte, y en la defensa de los peores aspectos de esa década infame en que su padre, ahora preso, transformó al Perú en una satrapía oriental, con los ingredientes más sórdidos y truculentos de una novela negra.
     Es verdad que no hay muchos motivos para ser optimistas a estas alturas, pero no darle cabida aunque sea a una pizca de esperanza, es abandonarse irremediablemente en brazos de la más oscura desesperanza, antesala del nihilismo y la muerte. ¿Hay alguien que puede devolvernos esa brizna de ilusión que logre salvarnos del caos en esta noche profunda que vive nuestra democracia?

Lima, 3 de noviembre de 2015.  

Vacaciones en Ica

     Como parte de las recientes vacaciones de medio año, se presentó un impensado destino turístico que inmediatamente tomamos en cuenta y de la noche a la mañana se convirtió en nuestro objetivo de viaje: la rumorosa y apacible ciudad de Ica, la tierra de Abraham Valdelomar y de Raúl Porras Barrenechea. El trayecto lo hicimos en autobús, que partió de Lima cerca de las tres de la tarde y llegó a eso de las ocho de la noche.
     Buena parte del camino está dominado por los desiertos costeros, dunas y médanos ondulantes a la orilla del mar, pueblitos diseminados entre el arenal, la neblina vespertina y el bramido de los oleajes marinos. La pista, que se extiende como una cinta gris de cemento y hormigón, es una línea vertical que se pierde en la perspectiva de la mirada, con pequeñas y suaves curvas que apenas disimulan su trazado rectilíneo hacia el sur.
     La invitación, largamente guardada en el cajón de la memoria, que nos hiciera alguna vez una pareja de buenos amigos, de llegar a su casa en la ciudad para pasar una temporada, encontró su mejor asidero esta vez que decidimos enrumbar hacia allá. Sonia y Carlos nos acogieron con una hospitalidad inmerecida esa noche que llegamos y nos instalamos en una cómoda habitación que nos brindaron en la segunda planta de su espaciosa vivienda.
     Ica es una ciudad acogedora, especialmente el centro, cuyas callecitas estrechas y su plaza principal, trazadas a cordel, conforman un núcleo de agitación humana constante a cualquier hora del día. En las zonas periféricas prevalece más bien cierto desorden y grisura productos del descuido y el abandono. Los pobladores se movilizan en taxis y mototaxis, cuyas unidades rebosan por todas las calles y avenidas. El sol es permanente y acompaña las actividades cotidianas del poblador, que repite aquella frase que es como el santo y seña de su identidad: Ica, la ciudad del eterno sol.
     En los escasos cuatro días que permanecimos en la ciudad, pudimos conocer los lugares más característicos de su atractivo turístico: la laguna de Huacachina, un oasis muy concurrido, con posibilidades de pasear en bote por sus aguas o de arriesgarse en los carros areneros por entre las dunas que la rodean; el centro ceremonial de las Brujas de Cachiche, lugar donde confluyen la superstición popular y las creencias ancestrales del lugareño; el árbol de las siete cabezas, caprichosa conformación de la naturaleza que exhibe, entre las ramas de un viejo algarrobo semienterrado, diversas figuras zoomorfas; el bosque de piedras, un paraje a algunos kilómetros del centro, donde se puede observar graciosas imágenes de animales en los bloques de piedra diseminados en el desierto.
     También estuvimos en el centro vitivinícola de la fábrica Tacama, una de las más representativas de la industria de la región. Milagros, la simpática y amable guía, nos hizo conocer las instalaciones de toda la planta, desde los extensos sembríos de la uva, hasta las inmensas maquinarias para su procesamiento y conversión en vino o pisco, pasando por la sede principal de la casa, que antaño fue un convento, y la sala de expendio de bebidas y demás souvenirs, donde fuimos convidados con diferentes versiones de sus productos emblemáticos.
     Visitamos asimismo el Museo, que alberga importantes colecciones del arte y la cultura de los Paracas y Nazcas, los vistosos mantos y los sarcófagos de los primeros, así como las vasijas cromáticas de los segundos; finalizando en el zoológico, el último día por la tarde, casi con las sombras de la noche a cuestas, por lo que tuvo que ser una visita fugaz y apresurada, quedando para una próxima vez un recorrido más acucioso y detallado. Recalamos nuevamente en el centro, para despedirnos de la ciudad que nos había acogido cálidamente en los pocos días que estuvimos; sentados en una banca de la plaza, gozamos unos minutos del frescor del clima y del espectáculo nocturno de una pequeña urbe costeña que se afana por conquistar una posición expectante en el desarrollo de una región clave del país.

Lima, 19 de octubre de 2015.         

lunes, 14 de septiembre de 2015

Elegía por Aylan Kurdi


     La imagen del cuerpo inerte de un niño varado en las costas de una playa turca, nos interpela a lo más hondo de la conciencia moral de una sociedad que a veces ha tenido la pretensión, y la sigue teniendo, de calificarse a sí misma de civilizada. El fracaso de las políticas migratorias en la Europa desarrollada no ha podido tener un colofón más dramático que éste. Desnudada de manera descarnada la hipocresía de los países ricos, cómplices en gran medida, por su silencio o su negligente anuencia, de los conflictos desatados en el Medio Oriente, por la codicia y la voracidad de las potencias que no conocen de solidaridad ni sentimiento humanitario, y que han empujado a miles de ciudadanos de aquellos países a un exilio forzoso, sorteando todo tipo de penalidades y arriesgando sus vidas hasta la muerte con el sólo propósito de huir del infierno en que han convertido sus países los mandones de siempre.

     Este es el caso de la familia siria Kurdi, los padres y sus dos hijos, quienes pretendían alcanzar la isla griega de Kós desde Turquía a través de una embarcación precaria, como tantas otras que transportan a diario a cientos y miles de hombres y mujeres desesperados por escapar de la muerte. Y como suele suceder con cierta frecuencia, la pequeña nave zozobró cobrándose las vidas de casi todos sus ocasionales tripulantes. De los cuatro, sólo pudo salvarse el padre, mientras que la madre y sus dos hijos eran devorados por el mar tempestuoso del Mediterráneo. Pero las aguas, por ese capricho de la naturaleza que nunca podremos aprehender del todo, se encargaron de entregar el cuerpecillo sin vida de Aylan, de apenas tres años, depositándolo en la arena en una posición que fue captada por la cámara de una fotógrafa,  que luego estuvo en las portadas de todos los más importantes diarios del mundo. La estremecedora imagen mostraba al niño boca abajo, con la cabecita ladeada en actitud de quien duerme, mientras las manitas se abrían hacia arriba en inocente pregunta al cielo perplejo de este mundo.

     ¿Ha tenido que morir un niño en las condiciones en que fue hallado el pequeño Aylan para que se remueva un poco esa costra de mala conciencia que ha encallecido la escala de valores de las autoridades europeas y de una necia minoría xenófoba en el Viejo Mundo? ¿Qué sentirán, si aún les queda algún resto de sensibilidad, quienes le negaron el amparo y el refugio a estos seres humanos en una situación límite? ¿Cómo irán a racionalizar sus conductas ahora que todo está consumado con el sacrificio de la más inocente de todas las víctimas? ¿De qué manera obrarán ahora para que sus olvidos y reticencias no sean los dedos acusadores de su inhumana actitud ante el hermano en extrema necesidad?

     Mientras tanto, la derecha europea, pintándose de cuerpo entero, se debate por quién rechaza más a los migrantes y refugiados, como en Francia, donde el expresidente Sarkozy pretende disputarle tan innoble honor, perdóneseme el involuntario oxímoron, al Frente Nacional, esa canalla erigida en partido, a cuya cabeza se asoma el belfo fascista de Marine Le Pen, heredera mal que le pese de esa sombra nefasta de la política europea que es Jean Marie Le Pen. Por su parte, el gobierno conservador húngaro del primer ministro Viktor Orban se apresta a disponer el envío de tropas del ejército para el control de sus fronteras ante la avalancha de sirios, iraquíes y afganos, entre otros, que buscan alcanzar las fronteras austríacas para enrumbar a su destino final que es Alemania. Curiosamente, la canciller Ángela Merkel ha exhibido una actitud de inusual condescendencia con los migrantes, pero que no logrará borrar de nuestra memoria la conmoción devastadora que hemos sentido ante la forma en que ha perecido Aylan. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), ya hay 230,000 refugiados en Grecia, proyectándose a más de 300,000 para fin de año. Sin duda que se trata de la mayor tragedia humanitaria de nuestra era.

     Aylan Kurdi es el símbolo de una época marcada por el más negro individualismo, propio de las sociedades que viven sometidas al demonio del consumo y del lucro. Él ha puesto el rostro y el nombre de tantos otros niños que han muerto y seguirán muriendo en este éxodo espantoso por alcanzar la salvación lejos de las guerras que arden en aquellos territorios donde la pobreza y la muerte han sentado sus reales. Para él pueden haber sido destinados estos versos del gran Miguel Hernández, poeta que sabía de dolores como el que más: “Ausente, ausente, ausente como la golondrina, / ave estival que esquiva vivir al pie del hielo: / golondrina que a poco de abrir la pluma fina, / naufraga en las tijeras enemigas del vuelo.” O estos otros que pueden sonar a lúgubre epitafio: “Pero es una tristeza para siempre, / porque apenas nacida fue a enterrarse.” Aylan, no sé si podrás perdonar la miseria de este mundo, su denodada estupidez y su incalculable indigencia.

 
Lima, 12 de septiembre de 2015.   

Laudato si: una encíclica revolucionaria


     A poco tiempo de iniciado su pontificado, el papa Francisco ha dado a conocer un documento verdaderamente esencial para el mundo contemporáneo. Se trata de su primera encíclica, propiamente hablando, cuyo título ha sido tomado de una oración muy conocida del santo católico Francisco de Asís, bajo cuya advocación Jorge Mario Bergoglio tomó precisamente el nombre al ser elegido Obispo de Roma.

     Con el Laudato si (Alabado seas), Francisco se pone a tono con los tiempos al abordar el tema que es, sin duda, el más crucial para la humanidad, es decir, el referido al problema del cambio climático y la amenaza que se cierne sobre el planeta –la casa de todos– debido a la desaforada actividad industrial de un mundo que parece tener como único norte el crecimiento económico a costa de lo que sea, y cuyas secuelas más nefastas son el consumo ilimitado e irresponsable de los recursos naturales, la deforestación de bosques y selvas, la contaminación exacerbada, el deterioro gradual de la calidad de vida a nivel global, entre otros.

     Teniendo como antecedentes notables encíclicas de otros papas, escritos del patriarca Bartolomé y del mismo Francisco de Asís, el papa esboza una serie de temas que profundiza en cada una de las partes de su valioso aporte. Por ejemplo, la relación entre los pobres y la fragilidad del planeta; la convicción de que en el mundo todo está conectado; la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología; la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso; el valor propio de cada criatura; el sentido humano de la ecología; la necesidad de debates sinceros y honestos sobre el problema; la grave responsabilidad de la política internacional y local; la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida.

     Reconociendo la primerísima responsabilidad que le cabe al ser humano en la problemática planteada, a contrapelo de lo que un grupo de necios enquistados en los centros de poder en el planeta pretenden negar, se pronuncia muy enfáticamente contra esa tendencia creciente en las sociedades de occidente a privatizar el agua, asunto sobre el que lanza una clarinada de alerta, pues es fuente de grandes inequidades en la actualidad. Dice Francisco: “En algunos lugares avanza la tendencia a privatizar este recurso escaso, convertido en mercancía que se regula por las leyes del mercado”.

     Sobre el viejo mito del desarrollo y el crecimiento enarbolado por las sociedades industriales, es clarísimo cuando advierte que “el crecimiento en los últimos dos siglos no ha significado en todos sus aspectos un verdadero progreso integral y una mejora de la calidad de vida”. Es lo que sucede, verbi gratia, con internet y las relaciones artificiales, pues “no debería llamar la atención que, junto con la abrumadora oferta de estos productos, se desarrolle una profunda y melancólica insatisfacción en las relaciones interpersonales, o un dañino aislamiento”.

     Francisco llama a “escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres”, a la vez que denuncia “la actividad contaminante de empresas que hacen en los países menos desarrollados lo que no pueden hacer en los países que les aportan capital”. Ya sabemos a quiénes van dirigidas estas palabras, sobre todo en el caso del Perú, que ha enfrentado en los últimos años una serie de conflictos sociales precisamente por la pretensión impositiva de los poderosos que creen que el dinero lo puede todo. Ante el problema de la pobreza en el mundo, es categórico al afirmar que “no hay espacio para la globalización de la indiferencia”, pues “la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas”.

     Una nueva noción del pecado, más concreto y menos etéreo o abstracto, es el que propone Francisco al señalar que “hoy el pecado se manifiesta con toda su fuerza de destrucción en las guerras, las diversas formas de violencia y maltrato, el abandono de los más frágiles, los ataques a la naturaleza”. Evidentemente, la naturaleza no puede ser vista únicamente como un objeto de provecho e interés material, cuando “todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios”. Diría que también es una visión poética del universo, una mirada estética no contaminada por el ojo del lucro y la codicia capitalistas.

     Combate tenazmente lo que él denomina el “paradigma tecnocrático dominante”, aquel orientado sólo al desarrollo de la tecnología por el simple hecho de serlo, sin tener en cuenta que “el avance de la ciencia y de la técnica no equivale al avance de la humanidad y de la historia”, aspectos que están más allá de la mezquina consideración pragmática y utilitarista de la existencia. Es una crítica igualmente al antropocentrismo, en su versión dominante y excluyente.

     Para el pontífice, como para todo aquel que piense con sentido lógico, “no hay dos crisis separadas, una ambiental y una social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental”. “La imposición de un estilo hegemónico de vida ligado a un modo de producción puede ser tan dañina como la alteración de los ecosistemas”, es una comprobación tan evidente como que la necesidad extrema se erige en uno de los factores de la irrupción de conductas inhumanas que derivan en actos de violencia que son manipulados por organizaciones criminales.

     Sus preocupaciones abundan a lo largo de todo el texto, como la calidad de vida, el problema del transporte, el bien común, la dignidad humana y, siguiendo con la buena estela de la teología de la liberación que impulsara nuestro queridísimo Gustavo Gutiérrez, la opción preferencial por los más pobres. Nada escapa a la mirada de Francisco de aquellos aspectos que están en el entorno del tema central, como el referente a la consulta previa en las zonas donde se busca ejecutar actividades extractivas, así como el rescate de los bancos por parte del sistema, mientras que algo tan decisivo y fundamental para la humanidad, como el cuidado del medio ambiente, jamás está en la mentalidad capitalista carcomida hasta el tuétano por la rapacidad consumista. Lo dice muy bien el autor: “El consumismo obsesivo es el reflejo subjetivo del paradigma tecnoeconómico”; y que “el mundo del consumo exacerbado es al mismo tiempo el mundo del maltrato de la vida en todas sus formas”.

     El gran objetivo de su prédica se puede sintetizar en tres puntos: i) Cambiar los estilos de vida para ejercer presión sobre el poder político, económico y social; ii) superar el individualismo, como un desafío educativo; iii) salir del pragmatismo utilitarista. Su visión franciscana de la existencia calza perfectamente con un pensamiento que redondea casi al final del documento: “La felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida”.

     El gran llamado del papa Francisco, pues, se yergue como un clamor en medio de este voraz mundo abocado a una demencial búsqueda de sus prerrogativas materiales y sus privilegios egoístas, ignorando insensatamente que pretender seguir explotando y exprimiendo la tierra al ritmo vertiginoso que mandan los poderosos y los déspotas, sólo puede acarrear el holocausto, la extinción de la vida en este pobre planeta perdido en un confín de los mundos estelares. Por eso ha subtitulado a su mensaje Sobre el cuidado de la Casa Común, pues de eso precisamente se trata, el planeta que habitamos está en peligro y nos corresponde a nosotros, hombres dotados de razón y sentimiento, el velar por su preservación y su existencia, que también es la nuestra.

 
Lima, 14 de agosto de 2015.      

viernes, 14 de agosto de 2015

La corrupción: un mal endémico


     El libro Historia de la corrupción en el Perú (IEP. Lima, 2013), del historiador Alfonso W. Quiroz, constituye uno de esos casos de publicaciones ante las que no cabe aplicar otro término que el de indispensables, tanto para el conocimiento como para la concientización sobre uno de los problemas más agudos que enfrentan las sociedades contemporáneas. Indudablemente que el problema no es nuevo, pues, como lo señala el autor, su existencia se remonta a los mismos orígenes de la construcción de los sistemas políticos de nuestra era, que ha acompañado, como una presencia nefasta y sombría, el derrotero vital de las colectividades que, como el Perú, apenas promedian dos siglos como repúblicas.

     El estudio comprende desde los primeros indicios de corrupción en la administración colonial, hasta la caída del último régimen del siglo XX, enlodado en la viscosa sustancia de su descomposición moral y política. Recorre más de doscientos años rastreando minuciosamente los casos más notables de manejos turbios del poder, describiendo la maquinaria viciosa que hizo posible que virreyes y presidentes, así como autoridades ligadas directamente al gobierno de turno, se enriquecieran a costa de los bienes de la nación que deberían haber beneficiado a la población entera.

     Señala ciclos de corrupción a lo largo del periodo estudiado, cuyas consecuencias negativas frustraron el desarrollo económico, la democracia y la sociedad civil. A instancias de la corruptela o abuso ilegal, del cohecho o soborno y del prevaricato o perversión de la justicia, se edificó en el Perú una estructura cuyas fuentes o modos se pueden sintetizar en: i) las ganancias y el botín ilegales del patronazgo realizado por virreyes, caudillos, presidentes y dictadores; ii) las corruptelas de los militares ligadas a los contratos de adquisición de armas y equipos; y iii) el manejo irregular de la deuda pública externa e interna en beneficio de unos cuantos.

     Abona sus asertos con numerosos ejemplos extraídos de la historia del país, documentados con fuentes fidedignas y presentando casos concretos de ese accionar bastardo que desfigura al poder político, envilece al hombre y deshonra el alma de una nación. Allí está, verbi gratia, el asunto de Meiggs y los ferrocarriles en el siglo XIX, que logró adjudicarse las obras de construcción gracias a los sobornos y prebendas que entregaba al poder. La conclusión del autor es por demás incontestable: “Este patrón de emplear medios corruptos para conseguir poder político a cualquier costo, incluyendo los subsidios de parte de intereses extranjeros, se convirtió en una larga tradición en la política peruana”.

     Tradición en la que, al parecer, seguimos atrapados como el león de la fábula, pues a cada esfuerzo que hacemos para zafarnos, nos enredamos más en la trampa. El libro es, por ello, como la radiografía moral de este país que hemos convenido en llamar República del Perú desde que un puñado de criollos latinoamericanos, investidos con el glorioso título de patriotas, arrancara estas comarcas del dominio colonial español. Un dominio que simplemente cambió de manos, pero que siguió ejerciéndose de modo despótico y excluyente sobre la inmensa masa de los desposeídos y marginados de siempre.

     Sean los problemas derivados de los papeles de la deuda, durante los años inmediatamente posteriores a la independencia; sean los asuntos que conciernen al caso de las consignaciones, en momentos previos a la guerra con Chile; o sean situaciones relacionadas con el ejercicio del poder estando en vigencia algún conflicto de orden político, económico o bélico; en todos ellos la sombra siniestra de la corrupción ha permeado los tejidos más íntimos del accionar público y privado de los personajes comprometidos con el manejo de la cosa pública.

     Para muestra, un botón: el nexo del Apra con el narcotráfico parece ser de larga data, desde el caso de Eduardo Balarezo, un traficante de narcóticos que suministró armas, municiones y fondos al partido en los años 30 del siglo pasado, cuando el levantamiento de Trujillo y el de los marineros del Callao, hasta Carlos Langberg, conocido traficante en los 80 que estuvo relacionado con la cúpula partidista de Alfonso Ugarte a través del financiamiento de la campaña presidencial de ese año.

     La lectura del libro es una experiencia desoladora en términos morales, al comprobar que la corrupción está enquistada en el ADN de nuestra actividad política. Los sobornos y los tráficos de influencias han sido una constante de nuestra historia. Una historia que está contada como si fuera un relato que oscilara entre la novela negra y el género denominado del realismo sucio.

     Una comprobación inquietante: el golpe del 68 sirvió también, entre otras cosas, para encubrir la investigación sobre el contrabando que realizaba el parlamento bajo la batuta del diputado aprista Héctor Vargas Haya, quien luego de una larga militancia fiel y leal a los postulados primigenios de su partido, renunció en medio de los escándalos y turbideces que rodearon tanto al primero como al segundo gobierno de García.

     La obra es, pues, un rigurosísimo trabajo de años de investigación, de paciente labor de cotejo de fuentes y de escudriñar los entresijos de la evolución política en más de doscientos años de vida como sociedad. El autor ha recogido evidencias fundadas de lo que ha sido –y sigue siendo– un mal endémico del Perú a lo largo de toda su historia. Aunque esto también podría suscribirlo cualquier ciudadano de otro país que se animara a echar un vistazo a lo acontecido en su propio territorio en los años que lleva de existencia.

 
Lima, 31 de julio de 2015.      

La mala broma del destino perdido


     La magia de Kundera permite que uno se sienta capturado desde la primera línea de sus novelas. Es lo que me sucedió años ha con La insoportable levedad del ser y La inmortalidad, y que ahora revive con La broma, una obra de 1965 que he leído con vivo interés y expectante curiosidad. Narrada desde distintos puntos de vista, la historia de Ludvik, un estudiante moravo, se inicia cuando regresa a su tierra natal con un objetivo preciso en mente, encontrándola muy diferente a como la dejó hace varios años. Cree reconocer a la peluquera que lo atiende por recomendación de Kostka, un viejo amigo. Éste había sido objeto de un favor especial que en el pasado le había brindado Ludvik, por lo que decide apelar a su ayuda para alojarse en la ciudad.

     En la segunda parte, narrada por Helena, esta recuerda sus vaivenes sentimentales cuando conoce a Ludvik, estando casada con Pavel Zemanek. Es una relación tortuosa que Ludvik da por terminada de un momento a otro, cuando es consciente de que empieza a precipitarse por una pendiente sin retorno. Entretanto, el protagonista recuerda, al pie del Morava, el momento que empezó su perdición, todo por culpa de una estúpida broma en medio de una sociedad escabrosamente solemne y burocráticamente seria. La destinataria es Marketa, una compañera de la universidad, absolutamente carente de sentido del humor. En la postal que le envía cuando ella va a un cursillo de verano, escribe: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotski! Ludvik”. Enseguida Marketa desaparece y Ludvik queda sumido en un atroz desamparo.

     Al regresar a la universidad luego de las vacaciones, es sometido a un inquisitivo interrogatorio por tres camaradas del partido a causa de su postal. Finalmente, después de una larga y tediosa discusión bizantina, es expulsado sin más, decisión decretada por Zemanek, camarada del que al principio esperaba obtener ayuda y perdón. Luego de unos trabajos eventuales en la marginalidad, Ludvik termina en las minas con la escoria de la sociedad. Sometido a una rutina atosigante en una labor al que había sido condenado por el régimen, experimenta la desoladora sensación del tiempo desnudo, una actividad sin sentido que lo sume en la depresión y la ruina moral.

     Saliendo del patio interior de un cine en Ostrava, vio a Lucie por primera vez. Decide seguirla una característica en ella que sería cara al autor: la lentitud, que es otra de las formas de la levedad. Se consolaba de su tristeza leyendo los poemas de Frantisek Halas, un poeta también excomulgado como él por el aparato oficial del partido. Vive una relación casta con Lucie, no por él claro está, hasta producirse el descubrimiento de su cuerpo a raíz del asunto de los vestidos que Ludvik decide comprarle un día. Lucie despierta en él toda esa volcánica sensualidad de la que es capaz un joven. Sus visitas a la cerca del cuartel donde vive confinado, no hacen sino acrecentar esa pasión erótica. Azuzado por el deseo, arriesga su situación poniendo en práctica el plan de fuga de uno de sus compañeros de reclusión para poder encontrarse con ella. Pero es inútil, Lucie se mantiene en sus trece en cuanto a seguirse negando su entrega a Ludvik. Sería su último encuentro, frustrante y decepcionante para éste.

     La cuarta parte adopta el punto de vista de Jaroslav, el músico amigo de Ludvik que denosta de las “cancioncillas de moda” y de las “cursiladas sin contenido” que imperan en la música de su tiempo, aunque no sea privativo de ella. Traza un paralelo entre el jazz y el folklore de la Europa oriental como configuradores de la música del siglo XX en el Viejo Continente. Sus reflexiones sobre la sociedad claustrofóbica que los alberga corren paralelas a sus comentarios estéticos. La vigilancia permanente a que se ven sometidos quienes caen en desgracia en una sociedad cerrada –para emplear categorías popperianas–, es lo que determina el recelo de Ludvik frente a Jaroslav.

     En la quinta parte retoma el relato Ludvik para contarnos su encuentro con Helena, la mujer de Zemanek. En la posesión de aquella se consuma simbólicamente la venganza de Ludvik contra quien sentenciara su suerte en el pasado. No acepta reconciliarse con quien fuera su verdugo en la etapa universitaria, a pesar del cambio de opinión que éste había experimentado, discusión que se manifiesta en la última parte de la novela cuando discurren sobre las diferencias generacionales.

     Ludvik había concertado una cita en su ciudad para vengarse de su pasado, y éste había pasado indiferente. La vida le jugaba una broma cruel y despiadada, producto del azar, de dios, del destino o de quien sea. La historia de Ludvik es la de un hombre que vive atrapado por su pasado, el que quisiera abolir para sentirse libre. Es entonces cuando Helena le envía una nota de despedida con Jindra, el técnico de sonido que anda enamorado de ella. Ambos temen que sea el anuncio de su suicidio, por lo que salen prestos en su busca para evitarlo.

     Una cita memorable en el desenlace de la historia: “La tierra en la que vivimos es un territorio fronterizo entre el cielo y el infierno. No hay ningún comportamiento que sea en sí mismo bueno o malo. Es su sitio dentro del orden de las cosas el que lo hace bueno o lo hace malo”. Una magnífica descripción del relativismo de las cosas, sobre todo en el terreno de la ética.

     “El destino con frecuencia termina antes de la muerte”, reflexiona Ludvik en la última escena de la novela, cuando Jaroslav sufre un infarto y se lo lleva la ambulancia, dejándonos entrever un final imprevisto como el que nos tiene deparada la vida misma.

 

Lima, 16 de julio de 2015.

Pataleta presidencial


Aunque la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) haya decidido finalmente no imponer ninguna sanción pecuniaria al Estado peruano por el denominado caso Chavín de Huántar, las declaraciones previas del presidente de la República, negándose a cumplir de antemano algunos previsibles considerandos de aquella, han sonado abiertamente destempladas e insolentes, por decir lo menos.

     Que la caterva fujimorista se haya lanzado, desaforada, contra esa posibilidad, es comprensible, al fin de cuentas ellos son precisamente los cómplices de un régimen cuestionado hasta la saciedad en materia de derechos humanos; pero que el jefe de Estado, quien se supone debe encarnar la cordura y la ponderación, haya proferido tamaño despropósito –“No le daremos ni un sol a los terrucos, así lo diga la CIDH”–, es francamente lamentable, puesto en plan de niño berrinchudo y engreído.

     Ante la inminencia de un fallo adverso, por culpa de los desacertados pasos de un Poder Judicial que no da punta con hilo, no pudo reaccionar pues de esa manera, dejando traslucir su alicaída performance presidencial y desnudando las bastedades y rudimentos de una figura que a estas alturas de su mandato se ha pintado de cuerpo entero. Ahora podemos entender un poco más el epíteto que le endilgara la lingüista Martha Hildebrandt nada más asumir el poder.

     La prensa adicta a las medias verdades y a desacreditar a los organismos e instituciones internacionales que velan por el respeto de los derechos humanos en el hemisferio, han presentado el caso como que se estuviera cuestionando el accionar de los comandos que participaron en el exitoso rescate de los rehenes de la residencia de la embajada japonesa en abril de 1997. Nada más falso. El tribunal reconoce la legitimidad de la intervención armada, destacando su singularidad en vista de las azarosas circunstancias que rodearon los hechos. La única excepción que presenta es con respecto a lo ocurrido con el emerretista Eduardo Cruz Sánchez, más conocido como Tito, quien habría sido víctima de lo que en términos jurídicos se llama una ejecución extrajudicial.

     Pretendiendo camuflarse entre los rehenes que eran liberados, fue reconocido por uno de ellos y denunciado ante el oficial encargado de la operación, quien habría ordenado su reingreso al local, donde posteriormente fue encontrado muerto con un balazo en la nuca. Es testigo de esto el señor Ogura, a quien la vocera más afiebrada del fujimorismo ha pretendido enlodar insinuando su complicidad con los rebeldes. Al parecer, según lo dicho por el rehén, Tito se habría rendido, pero el oficial, obedeciendo órdenes del SIN y su mandamás de turno, decretó su ejecución en el escenario de los acontecimientos, para hacer ver que había caído víctima de la refriega producida.

     Sin embargo, las pruebas forenses han demostrado fehacientemente que con el emerretista Tito se cometió, lisa y llanamente, un asesinato, según las cláusulas internacionales de las leyes de guerra, corroborado además por dos sentencias emitidas por tribunales peruanos. Pero esto se realizó al margen de la operación, que fue impecable, por un grupo paramilitar que ha sido bautizado como los gallinazos, actuando según los dictados de una superioridad interesada en desaparecer todo indicio de cuestionamiento a su apócrifa intervención.

     A pesar de ello, no debe enturbiar el exitoso rescate la actitud criminal de ciertos elementos que hoy están en investigación, según la recomendación de la CIDH. Es por eso que no se deben confundir las cosas, ni menos mostrar actitudes infantiles cuando algo no sale de acuerdo a nuestros deseos o, según la coyuntura, a veleidosos propósitos palaciegos.

 

Lima, 11 de julio de 2015.

Macbeth o la obsesión por el poder


Entre los dramas de Shakespeare, quien ha sondeado casi todas las profundidades del alma humana, es Macbeth aquel que mejor describe y retrata, en su más cruda naturaleza, esa propensión del ser humano para hacerse con la capacidad de disponer de un modo omnímodo con los destinos y las vidas de todos a quienes considera que están por debajo de su pretendido derecho a ejercer ese ansiado poder.

     Ambientado en el reino de Escocia, nos va presentando el proceso de gradual demencia que acarrea el apetito desmesurado por poseer los hilos de la vida y de la muerte, que padece un general del rey Duncan, desencadenando una serie de crímenes al más alto nivel. En las primeras escenas las brujas convocan a Macbeth y Banquo para anunciarles sus profecías. Le anuncian al primero que será señor de Cawdor, mientras que dos nobles escoceses, Roos y Angus, llegan para confirmarles el vaticinio.

     Macbeth precipita los acontecimientos cuando en el segundo acto ordena el asesinato de Duncan. Aún con las manos manchadas de sangre, trata de ser consolado por Lady Macbeth, pero Macduff ya ha descubierto el crimen. Los hijos del rey, Malcolm y Donalbain, deciden partir, uno para Inglaterra y el otro para Irlanda. Entretanto, al mejor estilo de los homicidios en serie, se produce la muerte de Banquo, logrando salvarse su hijo Fleance, quien huye.

     Durante el banquete que celebra Macbeth con sus invitados, el espectro de Banquo aparece para interpelarlo desde el otro mundo. Macbeth delira. Lady Macbeth explica a los presentes el mal que padece su marido. Pero más que un problema de orden psiquiátrico, lo que perturba la conciencia del criminal es la culpa que sobrelleva como un fardo pesado, a la manera que siglos después llevaría otro personaje de la literatura, brotado de la imaginación de un torturado creador como Dostoievski.

     Lady Macduff dice: “Pero ahora recuerdo que estoy en este mundo terreno donde hacer el mal es loable a menudo, y hacer el bien quizá se considera como locura peligrosa”. Curiosa declaración sobre cómo se trastocan todos los valores en medio de la vorágine de la consecución del poder, y tenebrosa constatación de un lado siniestro de la condición humana. Será el prolegómeno de su propia muerte, así como la de su hijo, a manos de los esbirros enviados por Macbeth.

     Desde el exilio, Malcolm y Macduff preparan la venganza, que llegará como un vendaval para arrasar con una situación inicua que ansiaba perpetuar el rey usurpador. Con la ayuda del conde Seyward y las fuerzas a su mando, consiguen derrotar las ambiciones de la tiranía. Es en estas circunstancias que encuentra la muerte Lady Macbeth, hecho que motiva la reflexión más citada de la obra: “La vida es una sombra tan solo, que transcurre; un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa”. En otras versiones, traducen como que la vida es una historia contada por un idiota, con mucho ruido y furia, y que no tiene sentido. Es la famosa frase que serviría para que el gran escritor estadounidense William Faulkner titule una de sus más renombradas novelas.

     Cuando en la última escena del acto final entra Macduff con la cabeza de Macbeth, respiramos tranquilos al saber que todo ha terminado, se ha restablecido en el trono a Malcolm y las cosas vuelven a la normalidad. Es el punto final de un drama que nos conmueve por la fuerza de los hechos, que nos interroga sobre los límites de la ambición humana, y que también nos reconforta porque sabemos que después de todo, la justicia se impone por sobre la barbarie humana, aunque para ello hayamos tenido que pasar por el sacrificio de vidas inocentes.

 

Lima, 27 de junio de 2015.     

Un corazón en cuarentena


Un chequeo médico me llevó nuevamente a la cola de espera de una clínica local. Una cita largamente esperada para conocer la opinión del cardiólogo sobre la marcha de este corazón asendereado, me acercó a una realidad que los mortales comunes y silvestres pasan de soslayo en sus vertiginosas existencias. Llegué minutos antes de lo que señalaba la probable hora de atención, y una nutrida concurrencia aguardaba su turno en las sillas acondicionadas en el pequeño espacio de la sala de espera.

     Lo primero que me sorprendió, aunque pensándolo bien no tenía por qué sorprenderme especialmente, fue la edad de todos los pacientes: señores y señoras que pasaban largamente los sesenta o setenta años. Yo, con mi medio siglo aún a cuestas, me sentí casi un intruso en ese selecto grupo de veteranos que acudían a preservar sus ya cansados corazones. Reculé hacia la puerta cuando comprobé que todas las butacas estaban ocupadas, quedándome de pie en el rellano dispuesto a hacer lo mismo que todos mis nuevos vecinos: esperar.

     Mas he aquí que una nueva sorpresa, más grata quizás que la anterior, despertó mi aletargado optimismo sobre la condición humana: casi todos tenían en la mano una revista o un periódico que leían con avidez, paisaje que me hizo sentir en familia, pues yo también me disponía a dedicarle los minutos o las horas que fueran a la lectura de mi semanario favorito. Pero como no todo podía ser idílico y perfecto en esta vida, una jovencita se acercó a la sala y se dispuso a quedarse, extrayendo inmediatamente de su cartera ese invariable compañero de todo joven de nuestros tiempos: su teléfono celular. Se enfrascó en su pequeña pantalla, devolviéndome al pesimismo crónico que me hace considerar esos artilugios meros apéndices banales de la vida moderna.

     Se me acerca la enfermera para preguntarme la razón por la que estoy en la lista de espera. Al decirle que he sido derivado por el médico principal que me trata, como parte de un análisis completo que ha decidido practicarme, me alcanza un papel con una orden para el departamento respectivo con el fin de que puedan sacarme un electrocardiograma. Me dirijo al consultorio señalado, toco la puerta y nadie responde. Creo que estoy en vano esperando ante una sala vacía, entonces pregunto a la mujer de la limpieza que acierta a pasar por allí si están atendiendo. Me dice que sí y vuelvo a la carga. Al rato se asoma una joven enfermera por la puerta contigua y me interpela con su mirada. Le digo a lo que voy y me dice que espere. Después de atender a una señora que iba por un inyectable, me hace pasar a su oficina y me dice que me saque el saco y la camisa. Le pregunto si me tengo que sacar también la prenda interior y me dice que no es necesario; me ordena que me eche en la camilla.

     Mientras habla por su teléfono móvil con algún familiar, a quien le pregunta si ya le han dado de desayunar a su hijo, va alistando el material pertinente para la toma requerida. Ordena que me levante el bividí para la prueba, mientras unta mi pecho, mis muñecas y tobillos con un gel verde esmeralda. Al hacerlo comenta maravillada sobre la profusión de vellos que alfombran mis esmirriados pectorales, recomendándome que para la próxima vez los afeite, pues, me explica, a veces dificultan la labor de colocar los chupones en la zona referida. Pienso para mis adentros que eso no sucederá nunca, pues espero no tener que regresar otra vez para esta prueba, o por lo menos no tan pronto. En cuestión de segundos, procede a retirarme los chupones del pecho, de las muñecas y de los tobillos, indicándome que ha terminado. Me sorprende la rapidez de la operación, me pongo en pie y me visto. Al momento de salir, me entrega el resultado en un papel atravesado por líneas paralelas que marcan el zigzagueo regular de este músculo que es un tambor, un péndulo, una campana y un reloj despertador a la vez.

 

Lima, 30 de mayo de 2015.

Enigma en los Alpes


Ha conmocionado al mundo entero la horrorosa tragedia del avión alemán de Germanwings, estrellado contra las montañas rocosas de los Alpes franceses el pasado 24 de marzo, con el saldo desolador de 150 muertos. No se trata de un accidente de aviación, como se podría suponer en estos casos, sino de un acto deliberado de buscar la muerte, perpetrado por nada menos que el copiloto de la nave, un joven de 27 años con serios problemas psicológicos y recurrentes ataques de depresión.

     El vuelo de Barcelona a Düsseldorf se realizaba aparentemente con toda normalidad, cuando el piloto decidió ir al baño, dejando el mando a cargo de Andreas Lubitz, quien en esos cruciales instantes habría decidido precipitar a la aeronave contra los macizos alpinos que tenía a la vista. Fue cuestión de minutos. Cuando el avión empezó a perder altura, producto de la decisión voluntaria de Lubitz, el piloto regresó de inmediato para retomar el mando, pero le fue imposible ingresar a la cabina. Los fuertes golpes en la puerta y los intentos de forzarla con una herramienta metálica, no inmutaron al suicida en su viaje inexorable.

     Terminar despedazado, producto de una colisión a la velocidad de crucero de un viaje en avión, debe ser sin duda una de las muertes más atroces. En los dramáticos segundos que preceden al choque, la desesperación debe cundir a niveles inauditos, como lo revelan todas las cajas negras que se han analizado de aviones siniestrados. Enseguida es el silencio, la macabra escena de los cuerpos –o lo que queda de ellos– regados en medio de los restos de la máquina.

     Pero el enigma mayor en este caso será la mente de Andreas Lubitz, pues aunque nos perdamos en las más desaforadas especulaciones sobre los motivos de su acto, nunca podremos penetrar los sinuosos laberintos de una decisión que seguirá interrogándonos hasta los límites de la perplejidad. Dicen que era un chico normal, sus familiares y sus vecinos lo describen como una persona común y silvestre, dominado por la pasión de volar. Su carrera ascendente peligraba por la enfermedad que amenazaba con inhabilitarlo para cumplir sus ansiados sueños. Tal vez en este nicho su puede escarbar un poco más para hallar las razones profundas de su determinación.

     Los 16 estudiantes -14 chicas y 2 muchachos de entre 14 y 16 años- de un instituto alemán, que regresaban de Barcelona luego de pasar una semana en un viaje de intercambio, y las dos profesoras que los acompañaban, desaparecidos ese luctuoso martes, constituyen solo alguno de los casos que le ponen rostros concretos a la tragedia. Conmueve la suerte que corrieron después de enterarnos de los pormenores de su partida del aeropuerto El Prat de la capital catalana. Dos de sus compañeros decidieron quedarse hasta la noche para conocer ese día el Camp Nou, el moderno estadio del club más famoso de la ciudad y uno de los mayores del mundo. Curiosamente, ese simple y pequeño capricho los salvó.

     Las decenas de vidas segadas abruptamente, las familias devastadas por el dolor, las investigaciones que establecerán las reales causales del hecho, serán parte de un proceso irreversible en la marcha natural de las cosas. Todos los controles y las precauciones que pongamos para anteponernos a lo imprevisible, se estrellarán también contra las duras rocas del misterio inabarcable que es el hombre, este ser insondable que siempre nos sorprenderá y dejará estupefactos.

 

Lima, 6 de abril de 2015.           

Uchuraccay: Yuyanapaq


     Frisaba yo los dieciocho años de edad –flamante estudiante de Derecho de la UNMSM– cuando ocurrieron los aciagos acontecimientos que acabaron con la vida de ocho periodistas y un guía, asesinados cruelmente, en controvertidas circunstancias, por los comuneros iquichanos de Uchuraccay, el 26 de enero de 1983. Disfrutaba mis vacaciones de fin de semestre, en la cálida compañía de mi familia en mi ciudad natal, cuando la noticia conmocionó a la opinión pública nacional y mundial; los medios de comunicación desplegaron sus páginas principales para dar a conocer los hechos, y el gobierno se vio abruptamente interpelado por una realidad que de pronto le saltaba a la cara.

     ¡Increíble! Después de 32 años de transcurridos los acontecimientos, recién puedo leer completo el informe de la Comisión Investigadora que el gobierno del presidente Belaunde nombró para la ocasión, integrada por el novelista Mario Vargas Llosa, el jurista Abraham Guzmán Figueroa y el periodista Mario Castro Arenas. La creación de este grupo de trabajo se debió al pedido del parlamentario aprista Luis Alberto Sánchez, quien propuso su conformación para esclarecer los luctuosos sucesos que enlutaron a la familia periodística, especialmente, y al Perú entero.

     Esa terrible tragedia desnudó, más que cualquier otro hecho contemporáneo, la realidad dual de nuestro país, la coexistencia en un mismo territorio, separados apenas por algunos cientos de kilómetros, de un Perú oficial, representado por las autoridades políticas, una población más o menos informada de los sectores urbanos, y un Perú real, profundo según la denominación de Basadre, anquilosado en el tiempo y viviendo generalmente de espaldas a esta realidad costeña y occidental que muchos siguen creyendo que es el único Perú.

     La tesis central que se desprende del informe es que los periodistas fueron ultimados –con palos, hondas y machetes–, por una turba enfurecida de campesinos, confundidos en medio del fragor de la vorágine demencial de una guerra que asoló al Perú en las últimas dos décadas del siglo XX. La Comisión sostiene que los comuneros confundieron a los periodistas con terroristas, a quienes esperaban de un momento a otro, pues creían que irían a tomar venganza por los ajusticiamientos que el pueblo había perpetrado con siete de ellos en días pasados. Por ello, en cuanto divisaron a los forasteros hacer su aparición por las heladas alturas de la provincia de Huanta, al instante intuyeron que eran miembros de la guerrilla de Sendero Luminoso, quienes venían a escarmentarlos por dichas muertes.

     Los treinta días que pasaron los miembros de la Comisión investigando en el lugar de los hechos, con el asesoramiento de un elenco de expertos, entre los que se contaban antropólogos, juristas, lingüistas y psicoanalistas, fueron de los más intensos y angustiosos de sus vidas, pues eran conscientes que cargaban sobre sus hombros una enorme responsabilidad, observados con expectación y detenimiento por millones de peruanos que ansiaban saber por fin qué había pasado aquel funesto día en que este puñado de hombres de prensa fueron martirizados en una confusa emboscada en el corazón mismo de los Andes centrales, cuna de la insurgencia senderista.

     El informe fue materia de una intensa controversia que fue ventilada en los principales órganos de prensa del país y del extranjero, suscitando un enconado enfrentamiento entre el escritor Vargas Llosa, principal figura y redactor del texto, y un abigarrado grupo de críticos, situados en las más diversas trincheras ideológicas, quienes dejaron correr la especie de que aquél se había mostrado muy condescendiente con el poder al haberlo eximido de culpa en la violenta muerte de los ocho periodistas.

     Describe el documento los prolegómenos del hecho, las razones, las circunstancias  y las causas que precipitaron el atroz descuartizamiento de estos valerosos hombres que arriesgando sus vidas se aventuraron optimistas por conocer la verdad, sin imaginar que en apenas unos minutos serían ajusticiados cruelmente, siendo enterrados en un ritual mágico-religioso como si fueran “diablos”, según la creencia dominante en el mundo andino: en parejas y boca abajo, destruidos los ojos y la boca (para que no reconozcan a sus victimarios y no los delaten), y quebrados los tobillos (para que no regresen a vengarse de sus verdugos).

     La matanza de los ocho periodistas fue, sin duda, uno de los acontecimientos más nefastos de la era del terror que vivió nuestro país a partir del retorno de la democracia en 1980, constituyéndose en el símbolo de aquello que nunca más debe volver a suceder en nuestra historia, la tragedia para recordar lo que los peruanos jamás debemos permitir que regrese en este presente que lo construimos a duras penas, y menos en el futuro, que debería aguardar para todos, por lo menos, un resquicio de esperanza.

 

Lima, 22 de marzo de 2015.  

jueves, 12 de marzo de 2015

Retrógrados


     Ese es el calificativo que les ha endilgado el congresista Carlos Bruce, principal promotor de la ley de unión civil, a los miembros de la Comisión de Justicia del Congreso, que por votación mayoritaria han decidido archivar el proyecto respectivo, después de un intenso debate en la sede del poder legislativo. Y para ello le asiste perfectamente toda la razón, pues no otra cosa puede ser una mentalidad cerrada de una manera obtusa a todo lo que signifique el progreso de la civilización en cuanto al reconocimiento de derechos iguales para todos los ciudadanos.

     Arcaicos, primitivos, anti históricos, antediluvianos, serían también calificaciones válidas para quienes asumen posturas tan dogmáticas y ortodoxas en materia de derechos humanos, pues ese es el terreno donde debe situarse la discusión sobre si las personas del mismo sexo tienen derecho o no a unirse libremente como la ley les reconoce a los heterosexuales. Efectivamente, son retrógrados quienes haciéndose eco de prejuicios, creencias y supersticiones, así como sacando a relucir sus posturas claramente homofóbicas e inquisitoriales, pretenden detener la marcha de la historia, erigirse en baluartes de la moral y condenar a un sector importante de la sociedad a ser ciudadanos de segunda categoría.

     Pero no nos quedemos en los adjetivos, vayamos ahora a lo sustantivo, es decir, a los argumentos que esgrimen estos aprendices de Torquemada, a las ideas que ponen en juego para, supuestamente, demostrar que tienen la razón. Lo primero a que apelan para validar sus puntos de vista es al asunto religioso, con todo ese rollo aquel de que dios creo varón y mujer y que eso es lo normal y patatín y patatán. Por muy respetables que sean las creencias religiosas, ellas deberían quedar relegadas al ámbito estrictamente  personal y privado de cada quien, y no convertirse en parámetros que luego pretenden imponerse a toda la sociedad. Una cosa son las creencias y otra son las ideas, no se deben confundir al momento de pensar la realidad. Cuando uno antepone sus creencias al juzgar los hechos, irremisiblemente caerá en el prejuicio, en la idea preconcebida, que a como dé lugar tratará de calzar con la realidad. Eso se llama racionalización.

     En segundo lugar, se presentan con el sambenito aquel de que los hijos se confundirán, que no podrán entender por qué tienen dos padres o dos madres, y que ello les acarreará problemas de índole psicológica o moral. Pamplinas; las personas, incluidos los niños por supuesto, puede muy bien entender la realidad si ella les es explicada adecuadamente, no son minusválidos mentales que se mueven por el mundo con inmensas anteojeras ideológicas o de cualquier otro tipo. Por lo demás, el proyecto en cuestión no contempla el caso de adopciones, debate que llegará en su momento, y el verdadero daño psicológico se produce cuando las personas son obligadas a vivir en la hipocresía y el temor, perseguidas y señaladas por ser diferentes. Ser homosexual no debe ser un estigma, pero posiciones como esa acentúan la exclusión y la marginalidad de una porción significativa de la población. Si por datos estadísticos sabemos que aproximadamente el 10% de la población posee una orientación sexual distinta a la heterosexual, estamos hablando, en el caso del Perú, de cerca de 3 millones de personas.

     Aducen también que para poblar la especie se necesitan del hombre y de la mujer, y por lo tanto es contranatura la unión de dos personas del mismo sexo. Este argumento no resiste el menor análisis, pues en primer término si un hombre decide juntarse con otro hombre no está pensando necesariamente en tener hijos, o procurárselos del modo que sea, sino vivir de acuerdo a sus necesidades biológicas, teniendo como único objetivo lícito aquello que todos buscamos en este mundo: ser felices. La procreación es una de las facetas de la vida sexual humana y animal, sin embargo hay una dimensión estética de la sexualidad que es el erotismo, privativo de los seres humanos y rasgo diferenciador de su condición. Un pensamiento reduccionista termina empobreciendo la vida del hombre y confinándolo a ser un mero agente de la propagación de la especie.

     Tampoco atenta contra la institución familiar, como repiten hasta el hartazgo los llamados defensores de la familia. Al contrario, la unión civil consagra un nuevo tipo de familia que enriquece la institución jurídica. Siendo su objetivo central el garantizar la transmisión de los bienes patrimoniales de las personas, no le hace ninguna mella a la familia tradicional que todos conocemos. No veo de qué manera el que dos seres decidan libremente unirse para compartir sus vidas y sus bienes, pueda afectar el tipo de familia heterosexual que la mayoría practica. Es sencillamente una falacia achacar a aquella forma de unión del deterioro de ésta.

     Por último, esgrimen la peregrina tesis de que son un mal ejemplo para los niños y para la sociedad en su conjunto. El afecto que se prodigan dos seres humanos nunca puede considerarse un mal ejemplo, como sí lo son la intolerancia, los prejuicios, la hipocresía, la pacatería, la pudibundez, la estupidez que pretenden hacernos tragar con una dosis apropiada de moralina. Y hablando de esto último justamente, apenas si es necesario mencionar las declaraciones de un congresista, que votó a favor del archivamiento, citando nada menos que a Hitler para avalar sus puntos de vista. Es decir, que se puede apelar a cualquier cosa, hasta a razonamientos absurdos, con el fin de apuntalar argumentos deleznables y anacrónicos. Bien decía Einstein que existen dos infinitos: el del universo y el de la estupidez humana, aunque del primero no estaba tan seguro.

 

Lima, 12 de marzo de 2015.